Like, retuit y gestión

Actualidad06/08/2025
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Javier Milei inaugura una nueva etapa en la historia de la democracia argentina. Su estilo intrépido y descarado, con una estética vulgar y desfachatada, son marcadores que para la mayoría de los analistas se conjugan con una tendencia a la violencia autoritaria, un populismo alimentado por los artilugios del algoritmo y la tecnología de las redes sociales. Todo parece confirmar que se puede llegar al Sillón de Rivadavia combinando un buen uso de Tik Tok y una narrativa fascista 4.0.

¿Es posible rescatar de la dinámica digital una forma de politización más democrática e igualitaria? La tesis de que estamos frente a una ruptura del régimen democrático se ve contrastada por el uso que el Gobierno Nacional le da a la tecnología, que es una continuación del núcleo irreductible de la democracia: la representación. Esta metodología no es una deformación totalitaria, ni tampoco el triunfo de la antipolítica: es la actualización de su BIOS. La democracia liberal, ya desgastada, mediatizada y corroída por su propia promesa, no es destruida por Milei sino llevada hacia su fase final: una democracia influencer, avatarizada, donde el yo digital sustituye al nosotros colectivo, y el gobierno se convierte en una interfaz de emociones y afectaciones transmitiendo en vivo. 

El Presidente influencer

Milei representa –o mejor dicho: actúa– una performance continua de autenticidad sin filtros, una narrativa de sí mismo que reemplaza al discurso institucional y que no necesita interlocutores, porque basta y sobra con los followers. Gobernar ya no implica articular intereses, sino spamear un feed vertiginoso, lo que convierte cada día de su presidencia en un nuevo trending topic, a cada enemigo en una oportunidad narrativa y a cada crisis un logro de gestión. El desafío incómodo de esta etapa es leer a Milei como resultado lógico de un proceso donde la política dejó de representar y empezó a performar. Donde las instituciones intermedias y los partidos fueron desplazados por clusters de consumidores y audiencias, y el liderazgo dejó de anclarse en la legitimidad institucional para definirse por su visibilidad.

Argentina siempre eligió presidentes que comprendieron la centralidad de la tecnología de la comunicación. Perón organizó su carisma desde la radio, Menem dominó el prime time de la televisión y el kirchnerismo construyó su épica a través de largas cadenas nacionales y una tensa relación con el ecosistema mediático.

Milei no adapta su figura al poder de la tecnología sino que adapta la tecnología a su misión política. Se puede repetir hasta el cansancio la cantidad de minutos que, antes de ser elegido Presidente, tuvo al aire como panelista de televisión. Pero Milei no se quedó atrapado en ese dispositivo. El Presidente y su equipo duran-barbista –Santiago Caputo, su estratega de comunicación, fue discípulo del gurú ecuatoriano– tradujeron su exposición a la construcción de una comunidad digital: más que una audiencia, hoy cultiva un fandom.

Desde 2018, las intervenciones de Milei habían comenzado a circular por YouTube y TikTok, editadas por terceros, remixadas como objetos culturales nativos del ecosistema de las redes sociales. Su irrupción electoral en 2021 no puede entenderse sin ese sustrato: Milei llegó al Congreso con likes. Pero no son sólo likes. Mientras otros líderes, como Alberto Fernández y Cristina Kirchner, se acercaban a lo digital con estética de abuelo simpático, Milei entraba a la Casa Rosada como un influencer profesionalizado. Tanto es así que vendió sus servicios de influencia posteando una criptomoneda, por más que todavía no sepamos cuánto cobró por esa “acción”. Aunque él insiste en remarcar que sus redes no expresan su cargo de Presidente, su presencia digital no acompaña la gestión: es la gestión.

Esta nueva alianza entre poder y tecnología inaugura la tiranía del individuo digital en el aparato estatal. La gestión se organiza en torno a la performance personal de Milei, y el Estado –reducido a una oficina de producción de contenidos– se subordina a la edición permanente del yo.

El Presidente no representa una sociedad plural, sino que interpreta un dolor específico y se ofrece como canal afectivo de ese dolor.

En el mundo de los influencers y creadores de contenido se usan conceptos muy explícitos para remarcar la importancia de una buena historia. Así, story time remite a contar una anécdota personal como si fuera épica, y main character energy se usa para definir al influencer que se vuelve protagonista de una miniserie involuntaria. La identidad que construimos a través de nuestros posteos, de nuestros likes y de nuestros comentarios es uno de los núcleos de esta revolución tecnológica. La mera posibilidad de diseñar y editar quiénes somos hace a la experiencia relacional algo realmente novedoso. Milei es hijo de esa tecnología de la subjetivación. Por lo tanto, su identidad no es un atributo del personaje público: es además el contenido. Su biografía de niño golpeado y genio solitario, el vínculo con sus perros y su hermana, sus odios viscerales a los “zurdos” y los “kukas”, todo forma parte de una marca, de un manual, de un folletín digital que se actualiza con cada nuevo posteo. Ya no existe –ni para Milei ni para la mayoría de nosotros– una distinción entre lo íntimo y lo político, porque toda expresión del yo se vuelve autoridad.

Los influencers especializados en algo van desapareciendo, y nacen en su lugar miles de personajes que venden lifestyle y te cuentan (o venden) todo su día. Así es cómo se construye un liderazgo en el siglo XXI, con fidelidad. Los seguidores de Javier Milei no lo evalúan sólo por sus resultados, sino por cómo se siente estar de su lado. En términos algorítmicos, esto se denomina engagement: cada intervención, cada insulto y exabrupto forman parte de una lógica de impacto, más que de una declaración de principios. En la jerga digital se lo llama baitear. La forma en la que se sostiene la atención del público y se refuerza el vínculo afectivo no se construye con ideas –que existen y son importantes– sino con identificación emocional.

Estas formas no son meramente estéticas. Una presidencia –o una sociedad– centradas en el yo generan efectos institucionales concretos al diluirse la frontera entre la opinión y la decisión, entre la comunicación y la acción, entre el gesto y la política. La mayoría de los anuncios no se realizan institucionalmente; se lanzan con ironía en redes sociales y se ajustan según el rebote que tengan. Las desmentidas se concretan en comentarios, y las alianzas se oficializan mediante posteos colaborativos. El Estado no produce, no convoca ni planifica. Reacciona, responde y postea. En este sentido, Milei no gobierna para todos: gobierna para sus seguidores. No porque niegue al resto, sino porque su liderazgo es, por definición, comunitario, en el sentido tribal de la palabra. Su base de fanáticos conforma un verdadero ecosistema, más parecido a un enjambre que a una estructura burocrática tradicional. Microinfluencers, bots, trolls, canales de telegram y punteros digitales aseguran la circulación, principal indicador de valor en esta era postcapitalista.

El Presidente no representa una sociedad plural, sino que interpreta un dolor específico y se ofrece como canal afectivo de ese dolor. Ese es el secreto del influencer exitoso: no decir la verdad, sino decir tu verdad.

El caos como excusa

La dificultad para trazar la diferencia entre un nuevo populismo y su primo hermano, el fascismo, nos obliga a ensayar interpretaciones que muchas veces no son suficientes. Una de las últimas tendencias se centra en el concepto de caos, una especie de tecnodeterminismo que explicaría el ascenso de las ultraderechas globales por una ecuación matemática llamada algoritmo. Por alguna razón que nunca se termina de demostrar, se habría puesto de moda ser fascista, y gracias a la dinámica de circulación masiva de las redes sociales todos los jóvenes de Argentina tenderían naturalmente a la homofobia.

Pero la violencia del mileísmo es más bien una estética. En un ecosistema saturado, donde la emoción es la única vía de contacto con lo real, la violencia es la chispa que pone en marcha el deseo. No como acto represivo, sino como interpelación. A Milei le basta con provocar. No necesita destruir adversarios, le alcanza con inventarlos. Y no porque quiera imponer un orden, sino porque entiende –como todo influencer– que la fidelidad se construye con intensidad. El algoritmo no le pide violencia, al menos no le pide sólo eso, le pide atención. Y en esta etapa de agotamiento institucional y desafección política, la atención sólo se consigue con una dosis constante de hostilidad.

Aun así, Milei no se explica sólo por el algoritmo. Sería ingenuo interpretar que lo que ofrece el Presidente es una vieja ideología que adoptó formas novedosas y atractivas para jóvenes como el Gordo Dan o La Pistarini. Milei ofrece una experiencia emocional, muy parecida a la experiencia de un niño de un año que pasa tres horas viendo videos de una cerdita rosa en un plano unidimensional. En un país exhausto, precarizado y espiritualmente derrotado, Milei no conecta por su promesa de futuro, sino por su acompañamiento en la catástrofe. Milei no es líder, es consuelo, canal. Un medio tan mimetizado que se vuelve la pantalla misma.

Aunque las teorías del ingeniero del caos tiene sobrados argumentos para sostener que la maquinaria digital es un gran soporte para la gobernanza, explicar la arquitectura de ese sistema no alcanza, ni como respuesta competitiva ni como alternativa superadora. Atribuirle un poder casi mágico a los algoritmos, a los memes y a las estrategias digitales de segmentación, como si bastara con manipular emociones en redes sociales para conquistar el poder, es una forma de despolitizar lo político. Si el caos se puede gestionar y todo lo que vemos es caos, nada lo es, y se anula la posibilidad tanto de la contingencia como del acontecimiento. Se obtura la posibilidad del conflicto, el único vector material real de la política. Pensar que Milei ganó “por el algoritmo” implica transformar procesos sociales complejos (crisis económicas, transformaciones culturales, desplazamientos ideológicos) en simples productos de ingeniería digital, a la vez que traficar una nostalgia encubierta por el viejo orden, aquel en el que los partidos, los diarios y los expertos regulaban el acceso a la palabra pública.

No es falso decir que rige una ingeniería del caos, tampoco lo es asegurar que Milei llegó al gobierno gracias a TikTok. Pero es una explicación vaga, un piso de comprensión tecnológica a partir del cual hay que empezar a pensar. Si la política se puede explicar a partir de innovaciones tecnológicas y subjetivas como las que mencionamos, significa también que hemos abandonado gradualmente la noción de lo político mientras los algoritmos ordenaban nuestra vida a través de criterios de eficiencia y rentabilidad.

No estamos ante una anomalía. Milei no es un accidente democrático, un imprevisto que una vez superado permitirá retomar el curso normal de las cosas: es el producto lógico, la criatura final de un régimen de representación colapsado. Vino a demostrar cuán poco queda de democracia cuando las mediaciones se agotan y el contrato social se reemplaza por un contrato emocional. Lo inquietante no es lo que Milei dice, sino lo que revela. En el corazón del sistema que pretendía organizar el disenso y moderar la violencia se incubaba un deseo desesperado de autenticidad. Si la representación ha alcanzado su punto máximo en la figura del influencer, lo que debemos cuestionar es si lo político puede volver a ser representado. En un mundo saturado de imágenes, la democracia liberal ya no produce ciudadanos, sino audiencias. El problema no es que Milei sea un influencer. El problema es que el poder, hoy, no puede ser otra cosa.

Por Leyla Bechara * Politóloga (UBA) y comunicadora. Estudia la cultura digital y escribe sobre política y tecnología. / El Diplo 

Ilustración: Juan Fungi

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