







El título de este artículo no es mío. La diga uno u otro, no responde a una autoría, surge del diálogo o de una escucha espontánea; de golpe escuchamos una frase que acierta al nombrar, ya sea un tópico humano o una situación inesperada. Me pregunto si de vez en cuando el lenguaje no envía palabras como corresponsales, para aclarar un poco la cosa.


La cuestión es que “La locura del poder” no lo dije yo. Surgió mientras conversábamos con Luisa Valenzuela sobre la reedición de su gran novela, muy anticipatoria, loca, genial, terrible, Cola de lagartija (Interzona). “Desde que asumió Milei, sobre todo con la figura esotérica y oscura de su hermana, vengo pensando el neolopezreguismo. Cuando escribí la novela, intentaba entender cómo un pueblo avanzado como el nuestro había caído en manos de un Brujo nefasto. Y qué era eso del poder, la ambición de un poder omnímodo, total, mesiánico al mango”. Advertí los salpicones de tinta roja en la portada y recordé que Luisa llegó a derrames al escribirla, así como Flaubert enfermó gravemente al relatar el suicidio de Madame Bovary. Hay un capítulo que siempre me impactó. Por varios motivos: primero que nada, la operación narrativa, que consigue reflejar el hartazgo del autor con respecto al protagonista. Sobre todo en un libro que retrata a López Rega. En la página 209, la autora (como personaje) no aguanta más y decide irse de la novela. Entonces leemos: “En esta sencilla ceremonia hago abandono de la pluma con la que te anotaba. Sin mi biografía es como si no tuvieras vida. Chau, Brujo, felice morte”. Y luego viene su firma manuscrita: Luisa Valenzuela. ¡Pero la novela sigue! Y los lectores nos estremecemos al leer: “Qué bien me siento hoy rodeado de mi mismo, qué libre”. ¡El personaje está solo! ¡Sin autor, sin narrador! El Brujo se dirige a quienes lo leemos, la autora se piantó de la novela (a la altura de Cervantes, cuando el narrador advierte que ya no sabe cómo continúa la historia de su protagonista y deja de contarla por algunos capítulos). Como gran novelista, Valenzuela vislumbra lo que no cesa de reproducirse. “El Brujo tenía su hermana Estrella, supuesto quiste embrionario en un tercer testículo. Para adquirir el poder absoluto, deduje entonces, no basta con pertenecer a un solo sexo… Ahora la hermana (Karina) se ha desarrollado pero actúan en conjunto, las decisiones gubernamentales las toman a través del tarot que ella controla, no hay ley o Constitución que valga, las comunica un perro muerto y sus feroces clones; rigen las fuerzas del Cielo, se creen Moisés y Aaron, y a Milei le toca imprecar sembrando las más nefastas y soeces maldiciones…”. Ojo: Valenzuela sabe de brujerías, gualichos y distintos cultos. Escribe rodeada de máscaras, trofeos de sus viajes y rituales.
En lugar de engordar el relato grosero y populista, el Presidente debería cuidarse de la ficción verdadera.
“¡Qué evolución! De las hormigas rojas del Brujo a los mastines pardos del demonio de la motosierra!”, remata Luisa. La noche se colmó de títulos, de predicciones, como si las palabras se hubiesen dado cuenta de que Valenzuela se había dado cuenta qué es necesario nombrar para que algo suceda.
Por Silvia Hopenhayn / Perfil







