¿Hasta dónde llega el autoritarismo de Milei?

Actualidad02/08/2025
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Dediqué el editorial de el Dipló de febrero pasado a poner en cuestión cómo la etiqueta “fascista” había comenzado a utilizarse cada vez más frecuentemente para calificar al gobierno de Javier Milei (1). Un par de meses después fui al canal de streaming Gelatina, invitado por Matías Colombatti, para hablar del tema; de allí surgió un recorte –que hoy es la primera forma, superficial pero instantánea, bajo la cual circulan las ideas– que se viralizó rápidamente. En ambos casos decía más o menos lo mismo: que tildar de fascista a Milei era un error, no por una cuestión de inexactitud histórica o rigurosidad taxonómica; no era un prurito académico de intelectual coiffeur lo que me hacía dudar. El planteo iba en el sentido más elemental de la lucha política: mi impresión era –sigue siendo– que una mayoría social, incluyendo a muchos de quienes lo rechazan, no cree que Milei haya erigido un régimen fascista, ni que se encamine a hacerlo, y que las imágenes a las que remite instintivamente la palabra “fascismo” (campos de concentración, Mussolini, ejércitos paraestatales de camisas pardas) no se asocian con lo que está pasando ahora. Por lo tanto, decía, gritar “¡fascismo!” no contribuye a sumar voluntades, sino que las aleja.

Pensaba algo parecido con Mauricio Macri, cuando se había puesto de moda el cantito “¡Macri basura/ vos sos la dictadura!”: la radicalización de la crítica como método para ampliar su alcance –la hipérbole como herramienta de acumulación– no funciona. En un estudio clásico sobre el quiebre de las democracias (2), Juan Linz llegó a la conclusión de que una de las principales razones del triunfo de los autoritarismos es la abdicación de los moderados, la decisión de fuerzas centristas y democráticas de sumarse a las alternativas más extremas. ¿Cómo hacer para apelar a los que dudan? ¿Cómo hablarles? No se trata, insisto, de “ser fiel a la historia”, máxima que puede tener algún sentido en los claustros académicos pero ninguno en la discusión pública. Sabemos que las categorías y conceptos no son neutros sino que constituyen herramientas de la disputa política (sin ir más lejos, el mismo calificativo “fascista” se usó durante medio siglo para criticar al peronismo). Tampoco se trata simplemente de relativizar, ese atajo de la inteligencia, sino de encontrar la perspectiva más adecuada desde la cual formular la crítica.

Publicada la nota, recogí dos contrargumentos.

El primero es que es necesario contemplar la dimensión del tiempo. Los fascismos históricos, como el italiano y el alemán, fueron desplegando sus componentes más perversos a medida que pasaban los meses, tanteando sus límites y posibilidades en un camino nada lineal que los terminó transportando hacia la barbarie absoluta. “No sólo es que Von Hindenburg no quería terminar en donde terminó Alemania al designar a Hitler como canciller, sino que posiblemente el propio Hitler tampoco tenía tan claro el destino al que lo llevaría el desarrollo de sus propias políticas”, escribió Daniel Feierstein (3). Los fascismos no empiezan, sino que terminan en Auschwitz.

Así formulado, el argumento sugiere que todo ensayo autoritario puede conducir a algún tipo de fascismo si no hacemos algo para evitarlo. Pero, ¿es realmente así? ¿En todo intento autoritario anida el germen de un totalitarismo no concretado? El problema es que la pregunta, por un lado, nos lleva a lo que queremos evitar, que es la discusión historiográfica, porque para responderla debemos recurrir al juego de las categorías y las comparaciones. Pero además el razonamiento se justifica a sí mismo: si Trump no instaló campos de concentración en la Quinta Avenida y Bolsonaro no creó unas SS tropicales es porque no pudieron, porque la resistencia social se los impidió o porque alguien los frenó a tiempo. Con el diario del lunes todos somos inteligentes, con el del domingo se puede pronosticar cualquier cosa.

Y en todo caso, la idea aporta poco al punto que quiero discutir aquí, que es –de nuevo– el de la construcción política. ¿Sirve decir “fascista”? ¿Funciona? En busca de una respuesta, un segundo contrargumento me pareció más interesante: aunque puede ser cierto que la denuncia de fascismo no contribuya a ampliar la base social de rechazo al gobierno, es útil para galvanizarla. El término “fascista” –escribió Mariano Schuster en Le Monde diplomatique (4)– es un significante que expresa una percepción colectiva de peligro democrático. La huelga general convocada por los sindicatos socialistas italianos en 1922 ante la Marcha sobre Roma de Mussolini no buscaba sumar adhesiones, sino advertir sobre un riesgo, dar una voz de alarma.

Lo cual nos lleva a la segunda parte de esta nota, que es la cuestión del autoritarismo de La Libertad Avanza, el nivel que ha alcanzado y su, digamos, originalidad. ¿Qué es lo “nuevo autoritario” del gobierno de Milei?

Un primer punto es la política de manos libres a las fuerzas de seguridad y protección a los agentes que cometen “excesos”. La brutalidad policial es una constante desde 1983, con la que de un modo u otro han tenido que lidiar todos los presidentes (Eduardo Duhalde, sin ir más lejos, tuvo que renunciar luego de los asesinatos, en junio de 2002, en el Puente Pueyrredón). La novedad radica en la decisión del gobierno, plasmada en una serie de disposiciones, órdenes administrativas y gestos políticos, de alentarla, profundizando una tendencia iniciada durante el macrismo, cuando se gestó la “Doctrina Chocobar” a partir del caso de un policía que mató por la espalda a un ladrón desarmado. Las habituales provocaciones en las marchas, la falta de proporcionalidad en el uso de la fuerza, el riesgo de vida al que son sometidos manifestantes e incluso periodistas como el fotógrafo Pablo Grillo son parte de esta orientación represiva, cuya protagonista, antes como ahora, es la ministra Patricia Bullrich. El hecho de que se trate de la funcionaria con mejor imagen pública después del Presidente, a punto tal que seguramente será candidata a senadora por la Ciudad en octubre, complejiza pero no cancela la idea.

En cambio, no veo una utilización del Poder Judicial como herramienta de persecución política, como sí sucedió durante el macrismo. Sin adscribir a la teoría del lawfare, que oscurece más de lo que ilumina, es cierto que durante la gestión de Cambiemos se articuló una política de persecución selectiva de opositores, ejecutada desde el Fuero Federal con el apoyo de los servicios de inteligencia y la anuencia de la Corte Suprema. La combinación de la Ley del Arrepentido con la discrecionalidad en el uso de la prisión preventiva –la Doctrina Irurzun– fue la herramienta mediante la cual algunos jueces avanzaron en esta estrategia, que llevó a la cárcel a empresarios, legisladores, dirigentes territoriales y dueños de medios de comunicación, todos kirchneristas (más tarde, la “causa cuadernos” terminó con algunos empresarios, más diversos, detenidos). Nada de eso está sucediendo hoy, y la prisión domiciliaria de Cristina, posibilitada por una acordada de la Corte tras un largo camino judicial, parece más una inercia de aquella época que una operación originada en el actual gobierno.

El último punto es el más nuevo y, por la dificultad para estimar su incidencia, el más importante. Milei y su aparato de comunicación despliegan un lenguaje de violencia nunca visto desde la recuperación democrática, que no se limita a proferir insultos o difundir noticias falsas, como el fake Macri que llamaba a votar a Adorni, sino que selecciona blancos con los que se ensaña de manera sistemática y coordinada, como el diputado Esteban Paulón o la periodista Julia Mengolini. Y lo hace además recurriendo a un doble juego equívoco, lanzando un insulto, poniendo en circulación un video falso o una burla, y retractándose después, con el argumento de que era un chiste, que no iba en serio, que cómo no lo entendiste (5). El recurso es una trampa perfecta, poque la oposición suele reaccionar con una solemnidad indignada que no la favorece, ni le suma; pero tampoco puede no decir nada. Entonces el tema crece y el gobierno ríe, profundizando la dificultad para dar con el tono exacto de la réplica. Como escribió Tomás Richards (6), es el problema de responder en tono de tragedia en una época que se conjuga en farsa.

El resultado, en todo caso, es claro. Milei no cierra medios de comunicación ni censura, y direcciona la pauta oficial como cualquier otro gobierno, pero le inyecta a la conversación pública una violencia inédita. Aquí sí hay algo muy nuevo, cuyo alcance, decía, no podemos todavía estimar. ¿Derrama esa violencia sobre la sociedad? Los estudios de polarización afectiva realizados en Estados Unidos demuestran una obvia retroalimentación entre la violencia discursiva ejercida desde el Estado y la violencia privada registrada al nivel social: incidentes entre vecinos, lazos rotos, linchamientos. Una violencia mimética que vence frenos inhibitorios y circula.

En este sentido, y volviendo al comienzo de esta nota, el fascismo no es sólo un tipo específico de régimen político; también puede ser visto como una práctica social: la movilización horizontal del odio –y su instrumentalización desde el poder– contra un grupo estigmatizado, que pueden ser los judíos, los gitanos, los “pibes chorros”, los inmigrantes o los que viven del Estado –o los periodistas o economistas que discuten las verdades oficiales–. Este componente movilizador, rasgo central de los fascismos históricos, contrasta con autoritarismos más despolitizadores, como fue, sin ir más lejos, la última dictadura, y se repite en la actualidad, aunque se trate de una movilización más digital que presencial y aunque por supuesto estemos lejos del clima de entreguerras.

Antes de terminar, una última cuestión crucial: las elecciones. Como todo autoritarismo, el fascismo rompe en algún momento el hilo democrático: Hitler con la Ley Habilitante de marzo de 1933, Mussolini con las leyes fascistísimas de 1924-1926. Más cerca en el tiempo, Trump y Bolsonaro intentaron anular el resultado de las elecciones mediante la toma del Capitolio en Washington y la marcha sobre la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia. Si fracasaron fue en buena medida porque sectores del propio oficialismo decidieron no acompañar las maniobras antidemocráticas de su líder. En Argentina, el macrismo siempre respetó el mandato de las urnas: Macri perdió su reelección, reconoció los resultados y entregó la banda presidencial… en mano. ¿Qué haría Milei, llegado al caso? Aunque no corresponde juzgarlo por un crimen que no ha cometido, sus comentarios ambiguos sobre la democracia y su identificación con los líderes de la extrema derecha nos llevan a preguntarnos cuál sería su reacción ante una derrota electoral, esa que aún no sufrió pero que tarde o temprano terminará llegando.

1. “¿Fascismo?”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 308, febrero de 2025.
2. La quiebra de las democracias, Alianza Editorial, 1987.
3. https://lateclaenerevista.com/el-debate-sobre-el-fascismo-y-los-modos-de-analisis-en-las-ciencias-sociales-por-daniel-feierstein/
4. “¿Conviene decir ‘fascista’?”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 313, julio de 2025.
5. Eugenia Mitchelstein, “Es un chiste”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 312, junio de 2025.
6. https://dolarbaratomag.com/2147/del-ridiculo/
 

Por José Natanson * Periodista / El Diplo

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