





Mi columna en Invertia de esta semana se titula «¿Será China el primer país en adoptar una Renta Básica Universal?», y es un intento de explicar por qué, en el complejo y fascinante escenario del desarrollo tecnológico y social global, China podría llegar a convertirse, contra todo pronóstico y prejuicio, en el primer país del mundo en garantizar que sus ciudadanos no caen por debajo del umbral de la pobreza, al implantar una Renta Básica Universal o Incondicional (RBU) de forma significativa.


Aunque muchos tienden a imaginar este tipo de medidas como propias de democracias avanzadas, con fuerte tejido institucional y tradición de políticas redistributivas, o al revés, a asociarlo con un comunismo que en China queda ya muy lejos, lo cierto es que el gigante asiático tiene varias cartas en la mano que lo posicionan favorablemente: una profunda digitalización que permitiría reducir los costes administrativos, una capacidad de implementación a gran escala ya demostrada en múltiples ámbitos, y una legitimidad cultural y política que puede facilitar ensayos ambiciosos de políticas públicas en nombre de la «prosperidad común«, una frase que Xi Jinping lleva tiempo repitiendo.
El informe de Naciones Unidas que cito en la columna, publicado por la UNDP y la Beijing Normal University («Universal Basic Income in China«), aporta datos reveladores. Entre ellos, que el 96% de los encuestados urbanos expresaron interés en recibir una RBU, y que las pruebas piloto indicaron poco o ningún efecto desincentivador sobre la actividad laboral, contrariamente a lo que suele esgrimirse desde una visión clásica de la economía del trabajo.
Además, la cultura confuciana, con su énfasis en el esfuerzo, el honor (mianzi) y las relaciones sociales (guanxi), contribuye a reducir el estigma asociado a recibir ese tipo de ayuda pública. A diferencia de los programas condicionados, percibidos a menudo como humillantes, la RBU es vista como una política más universal, digna y menos invasiva. Este aspecto cultural no es menor, y aparece también subrayado en fuentes como este buen análisis de AsiaGlobal Online.
El reto, evidentemente, está en la financiación. El informe estima que una RBU equivalente al umbral mínimo de subsistencia supondría un gasto de más de 8,5 billones de yuanes al año, unas veinticinco veces el presupuesto actual destinado a ayudas condicionadas. Incluso versiones más modestas representarían entre el 16% y el 24% del PIB de una ciudad como Tianjin. Y todo ello sin contar los ajustes que requeriría el sistema hukou —ese “pasaporte interno” que define la elegibilidad para servicios públicos en función del lugar de nacimiento— cuya reforma profunda sería ineludible para garantizar la universalidad real del sistema, pero que «soluciona» muchos de los problemas que otros países, como Suiza, han planteado sobre la inmigración y la renta básica universal.
Sin embargo, y como recuerda Scott Santens en su análisis, China ya ha sorprendido antes. Desde el crédito social hasta su expansión del sistema de pensiones, pasando por su capacidad para ensayar políticas de forma localizada y luego escalarlas si funcionan, la historia reciente del país está llena de experimentos de gobernanza de gran escala.
Si el nuevo modelo de desarrollo basado en el mantenimiento del consumo interno quiere ser razonablemente resiliente y sostenible, incorporar mecanismos de estabilización social como la RBU podría no ser una utopía, sino una medida racional y estratégica.
La conclusión es provocadora: la pregunta ya no es si China adoptará una RBU nacional completa, sino si será el primer país en demostrar que la RBU puede funcionar como una herramienta realista y eficaz para estabilizar una sociedad que transita hacia otro modelo de desarrollo. Un laboratorio social que el resto del mundo, por razones obvias, no puede dejar de mirar.
Nota: https://www.enriquedans.com/







