
Cómo amenaza el capitalismo la democracia: La política es hoy tan volátil como la Bolsa
Economía09/06/2025




Mi tutor en Cambridge, hombre profundamente civilizado, no creía en la democracia. Admiraba mucho al director del colegio universitario por su sabiduría y perspicacia, y pensaba que el país estaría mejor bajo ese tipo de gobierno paternalista que con su actual forma de gobierno. Me dijo una vez que los miembros del colegio universitario llevaban quince años debatiendo la trascendental cuestión de cómo iluminar mejor el salón de actos, lo cual parecía salido de una novela de David Lodge. En su opinión, añadía, harían bien en dejar de pelearse y poner el asunto enteramente en manos del director. Su forma ideal de soberanía, en resumen, era una dictadura benévola, una frase que para la mayoría de nosotros es tan contradictoria como «ética empresarial».


El problema de este punto de vista es que considera la democracia en términos puramente instrumentales. Juzga los sistemas políticos principalmente en función de si garantizan los mejores resultados, sea cual sea la definición de «mejores». Esto no puede ser correcto, ya que hasta los regímenes fascistas han conseguido logros impresionantes de cuando en cuando. No se pueden analizar únicamente las consecuencias de una forma de política, en lugar de su funcionamiento interno. Lo que mi tutor parecía no entender era que la democracia no es sólo una forma de hacer las cosas, una forma que para Winston Churchill era la menos mala y para mi tutor la peor con diferencia, sino lo que Aristóteles llamaría una actividad virtuosa. Esto significa, entre otras cosas, que resulta valiosa en sí misma, no sólo por lo que pueda aportar. Aristóteles no se opone totalmente al punto de vista de mi tutor: piensa que si hay un individuo que resulta claramente superior a todos los demás, entonces lo correcto es que gobierne sobre todos ellos; pero también cree que esto resulta algo raro o inexistente.
Asímismo, en otro sentido, Aristóteles piensa, como mi tutor, que los acuerdos políticos deben juzgarse instrumentalmente. Para Aristóteles, la buena vida es la vida virtuosa, la cual, como el ballet, la risa o los regalos, es un fin en sí mismo. Se podría decir que el fin del Estado político es la amistad humana, pero la amistad en sí no tiene un fin. Aristóteles escribe en la Política que los seres humanos se tienen afecto por naturaleza y, por tanto, desean vivir juntos, aunque no tengan necesidad de ayudarse mutuamente. Esto contradice notablemente la teoría del contrato social de Hobbes y Locke, para la que el gobierno es básicamente una cuestión de interés individual. El Estado existe para evitar que nos estrangulemos unos a otros o que nos robemos nuestras propiedades. Su función es, pues, en gran medida negativa. Aristóteles tiene algo de esto, pero en su opinión el Estado tiene un papel más positivo al crear las condiciones para que los individuos puedan prosperar, y una forma de prosperar es participar en la gestión del Estado, es decir, en la democracia.
Este punto de vista puede llevar a Aristóteles a conclusiones bastante autoritarias, pero en términos anacrónicos también lo sitúa en la izquierda política (no hace falta decir que, para algunos, izquierda política y autoritarismo son sinónimos). En general, la izquierda ha visto con buenos ojos la sociedad política como matriz de todo florecimiento individual, mientras que la derecha tiende a interpretar que esto significa que un Estado totalitario debería encargarse de ti. Se elude la distinción clave entre Estado y sociedad. A algunos oídos liberales les suena autoritario afirmar que la sociedad tiene prioridad sobre el individuo, pero para la izquierda se trata de una constatación más que de un imperativo político. Sólo por el hecho de pertenecer a un idioma y una forma de vida, se convierte uno en persona. El yo es relacional en sus raíces. No puede haber un solo individuo, como tampoco puede haber una sola letra o un solo número. La sociedad es constitutiva de los individuos, no simplemente un espacio neutral en el que se mueven o un obstáculo potencial a su libertad. El liberal o el conservador podrían replicar que es lo mismo al revés, que la sociedad es simplemente un conjunto de individuos. Pero esto no es del todo cierto. La sociedad es un conjunto de relaciones entre individuos, unas formales y otras informales, no un conjunto de unidades aisladas.
Así pues, la democracia, o autogobierno, es un ejercicio de nuestros poderes y capacidades que resulta intrínsecamente valioso, así como algo que conduce a fines más allá de sí mismo. En cuanto a sus resultados, a Aristóteles no le preocupa que bajo la democracia el pueblo tome todas las decisiones equivocadas, ya que, aunque cada uno de ellos sea peor juez que los expertos, colectivamente hablará mejor, o al menos no lo hará peor. También se podría señalar que los seres humanos pueden abusar de su libertad, pero no son plenamente humanos sin ella. La autodeterminación colectiva, es decir, la democracia, puede frustrar la libertad de algunas personas, pero autodeterminarse significa ser libre, al menos en un sentido del término. Ser libre no significa sólo no estar gobernado por otro, sino haber aprendido a gobernarse a sí mismo junto con otros.
Sin embargo, esta visión plantea algunos problemas. En primer lugar, parece sugerir que la política y la moral son fundamentalmente incompatibles. La política puede basarse en la voluntad del pueblo, pero es difícil ver la ética del mismo modo. ¿Está mal asesinar sólo porque la mayoría de nosotros piensa que lo está? Un número alarmante de ciudadanos medievales creían en la quema de brujas, pero eso no lo hace aceptable. ¿Y si el consenso moral del futuro contradice la ortodoxia actual? La mayoría de los británicos consideraban que la homosexualidad era pecado, pero la mayoría ya no lo cree así. Sin embargo, resulta inquietante suponer que nos inventamos nuestros principios fundamentales sobre la marcha. Eso parece sugerir que la humanidad no se apoya en nada más que en sí misma. La democracia significa que nosotros somos la máxima autoridad, en lugar de que exista una soberanía más allá de nosotros a la que debamos ajustarnos. Los seres humanos determinan su propia historia, pero de acuerdo con ningún plan básico independiente de ellos mismos. La democracia, en una palabra, es secretamente atea. Dios ha sido sustituido por la Plebe, y a la humanidad se le ha asignado una importancia que puede conducir a la arrogancia.
Existe asimismo una tensa relación entre democracia y mercado. Si los hombres y las mujeres se autodeterminan en la esfera política, no parece que tengan mucha de esta capacidad en la económica. Por el contrario, sus propias acciones libres se fusionan en el mercado para constituir fuerzas ajenas capaces de comandar el curso de sus vidas. Para ser verdaderamente soberano sobre uno mismo, se necesita un entorno relativamente estable y previsible. No se puede jugar una buena partida de croquet si, como en Alicia en el País de las Maravillas, el material se mueve caprichosamente de un lado a otro. Un cierto grado de previsibilidad es una condición de la libertad, mientras que la pura aleatoriedad equivale a su muerte. La vida económica del capitalismo es como un juego de croquet surrealista en el que las cosas se salen del campo o se transforman en otra cosa justo cuando quieres que se queden quietas. En cuanto a quedarse quieto uno mismo, hay que correr muy rápido para hacerlo, como le dice la Reina a Alicia en el cuento de Lewis Carroll. El socialismo es, entre otras cosas, una respuesta al hecho de que una economía capitalista es algo que está intrínsecamente fuera de control, y no fuera de control sólo en tiempos de crisis. Y en el mundo de Trump, la política se ha vuelto casi tan volátil y errática como la Bolsa.
Hubo un tiempo en que se consideraba al proletariado como ruina potencial de este sistema. Que estuviera destinado a ser el sepulturero del capitalismo era una especie de ironía, ya que él mismo era un producto de éste. Hoy, la perdición potencial del sistema sigue siendo el propio sistema. Las economías capitalistas avanzadas han alcanzado un grado de opacidad, complejidad y alcance global que socava algunos de sus propios fundamentos morales. El liberalismo clásico, con su fe en la libertad individual, ha evolucionado hacia un mundo corporativo anónimo en el que el individuo es en buena medida prescindible, y lo es el Estado nacional con él. El respeto tradicional por Dios, la familia, la comunidad y la patria da paso al desarraigo, la falta de fe, la desintegración de las comunidades, la provisionalidad de todos los valores y un planeta en el que cualquier lugar es más o menos intercambiable con cualquier otro. Tampoco puede haber una autodeterminación adecuada cuando el yo parece poco más que una ficción, un nexo fugaz de impulsos y deseos sin continuidad ni fundamento. El neoliberalismo ataca salvajemente a su más clásico antepasado, haciendo trizas los derechos civiles y redefiniendo la libertad de expresión como libertad de beneficiarse del discurso del odio. En reacción a todo esto, hay partes del sistema capitalista global que entran en una especie de salto en el tiempo, volviendo a los días en que los hombres eran hombres, la nación se mantenía en pie, el hogar y el parentesco eran lo más preciado, Dios se hallaba en su cielo y la fabricación de automóviles, en Detroit.
El neoliberalismo desenmascara la vergonzosa verdad de que el capitalismo y la democracia no son en el fondo compatibles, aunque sigamos teniendo el privilegio de elegir qué particular pandilla de antiguos alumnos de Eton debe representarnos en Westminster. Esta incompatibilidad no era tan evidente en la época del liberalismo clásico, cuando la libertad del individuo para adquirir propiedades parecía ir naturalmente unida a su libertad para disentir, divorciarse, lanzar una campaña o ascender en la jerarquía social. Sin embargo, no hablamos de Walmart o de las petroleras en términos del derecho del individuo a la propiedad privada. En la práctica, todo ese discurso está casi obsoleto; pero el neoliberalismo no tiene otra cosa que el lenguaje de la riqueza y la adquisición con el que llenar el vacío ideológico dejado. John Stuart Mill sabía que la democracia liberal se encontraba constantemente amenazada por «siniestros intereses». Hoy en día, se han apoderado efectivamente de ella.
Por Terry Eagleton * Figuras reconocidas de la crítica cultural y literaria anglosajonas en la tradición marxista británica de Raymond Williams. Tras doctorarse en el Trinity College de Cambridge, fue profesor en las universidades de Oxford, Cambridge y Manchester. Ocupa actualmente la Cátedra de Literatura Inglesa en el Departamento de Inglés y Escritura Creativa de la Universidad de Lancaster, en el Reino Unido. / Sin Permiso







