







Es muy raro -demasiado raro- escuchar decir de boca de un mandatario que quienes pagan impuestos son una mezcla de otarios y pusilánimes y que, por el contrario, los evasores integran una especie de elenco estelar y son “héroes”.


Tan raro es todo este asunto que nunca antes un presidente había desparramado una postura tan sorprendente y -en apariencia- contradictoria. No se conoce nada parecido en el mundo, no hay antecedentes. Una triste cucarda que se cuelga en el pecho la Argentina.
Hay una larga lista de presidentes que evadieron tributos antes de ocupar ese cargo, pero lo que no abunda, claro, es que fomenten esas ruines maniobras una vez que llegan a la presidencia de un país.
Por supuesto que los definidos como héroes no son aquellos que no pagan la patente del auto o el monotributo: los halagados con ese grandilocuente adjetivo son tipos que hacen operaciones por cifras multimillonarias y luego, como por arte de magia, logran que esos negocios no queden registrados. Nada por aquí, nada por allá: no se paga ningún impuesto. “Talento”, define el mandatario argentino y justifica a esa maniobra como un adecuado artilugio para "no ser robado por el Estado".
¿Cómo un mandatario alienta a no cumplir con una de las principales fuentes de capitalización del Estado -junto con la toma de deuda claro, tan común por estas pampas con gobiernos de derecha que prometen ordenar la economía-? Tal vez la respuesta haya que buscarla en una frase que dijo meses atrás: “Soy un topo en el Estado”.
Los topos no dan a conocer su identidad, pero el presidente lo hizo como una provocación, como si ya no le hiciera falta esconderse: ahora como figura máxima dentro de la estructura estatal, juega a romper el Estado desde adentro, y ya hace 15 meses que lo viene haciendo sin parar.
El Estado en este esquizoide esquema parece tener como rol principal cumplir con las necesidades de un reducido sector de poderosos, donde -ahí sí- si hay una necesidad, hay un derecho. Y ya no importa nada más. Si en el afán por conseguir esos vitales dólares para el gobierno hay que abrir la puerta a dinero manchado con sangre, esa puerta se abrirá de par en par. No es un problema para los asuntos económicos si ese dinero se consiguió con el narcotráfico, la trata de personas o un secuestro extorsivo.
El gobierno presentó este jueves el Plan de reparación histórica de los ahorros de los argentinos. Hace días, el presidente -en una de sus habituales catarsis antiestatal- había prometido que este blanqueo apuntaría a que se puedan sacar los dólares de abajo del colchón sin el riesgo de que nadie tenga posteriores problemas; es decir, sin que nadie deje las huellas marcadas. El flamante plan garantiza en palabras del presidente la inmunidad en forma exclusiva para la gente de bien.
Hay otra parte de este estrafalario escenario que rompe moldes. No solo el rey desnudo que invita con sus dichos -de modo directo o involuntario- a no pagar impuestos es rarísimo. También resulta muy extraña esta sociedad postcovid, que sigue impávida ante cualquier cosa, aun ante las bárbaras medidas gubernamentales que avanzan imparables destruyendo los basamentos centrales en los que se asienta un Estado.
El blanqueo de plata sucia y la asociación con rufianes de diverso pelaje no escandaliza a nadie. No tiene entre la gente la trascendencia que debería alcanzar un hecho de semejante peligrosidad. Se habla más de los malos resultados de Boca y River, de la vida de Wanda Nara o del nuevo beneficio para la salud que se halló en el consumo de las paltas. ¿Hacia dónde se encamina un país que habilita esos resortes económicos para los que se mueven en el fango de la ilegalidad?
En cada aspecto del país en el que se pone el foco, la imagen es similar. Todo parece avanzar inexorablemente hacia la desnacionalización. El Estado sólo está presente para garantizar negocios a los poderes económicos, reprimir protestas sociales y derogar derechos de todo tipo. No para ayudar a los habitantes de zonas inundadas, tampoco para mejorar la educación, ni -tras el chiste del alambrado de 200 metros levantado por Bullrich- para controlar la multitudinaria procesión (ahora) acuática de contrabandistas en Aguas Blancas, Salta.
¿No importa seguir atravesando un túnel donde al final no hay ninguna luz (como había imaginado Michetti), sino una cruel y peligrosa distopía? El magro 50% que votó en las legislativas de CABA y los porcentajes similares en las elecciones de hace dos semanas en cuatro provincias parecen arrimar algo parecido a una respuesta.
No hay osos en la Argentina. No hay chances de correr la misma y desastrosa experiencia del pueblito estadounidenese de Grafton, en New Hampshire, donde un gobierno con un Estado mínimo -casi inexistente- terminó con su territorio tomado por los osos.
El rey desnudo mostró todas sus cartas y sigue en su misión de topo destructor del Estado. No para. Hay que reconocerle su perseverancia. Y seguirá rompiendo todo, desmarcando las fronteras de la Nación y quitando los derechos más básicos, esos que se garantizan a las sociedades desde la formación de los estados-nación.
¿Intervendrá la sociedad civil en sus distintos estamentos para desviar el cauce de semejante salvajada? ¿Despertará en algún momento para evitar el debilitamiento de un país? ¿Dirá basta al circo romano de miles de policías pertrechados hasta los dientes para pegarles con saña a los jubilados?
Si no pasa algo de todo esto, la Argentina pegará un enorme salto cuántico hacia atrás. En lo institucional, en los derechos individuales, en los derechos de los trabajadores, en la educación, en la vida cotidiana, en la pérdida de recursos naturales. En todo los aspectos del país. Tal vez ese salto hacia el pasado sea de décadas. Tal vez, sea mayor. Si sigue corriendo como un río desbocado, sin un dique que finalmente frene sus aguas envenenadas, Milei seguirá destruyendo todo a su paso.
No habrá osos, está claro. Pero la Argentina tampoco es Grafton. Algo frenará esta acelerada, perversa y demencial carrera hacia una argentina distópica. Un nuevo cambio de piel devolverá todo a la auténtica argentinidad.
Por Eduardo Diana / P12







