La soledad después del pastor

Actualidad23 de abril de 2025
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Murió Jorge Mario Bergoglio. Y con él, algo más que un Papa: una de las últimas voces proféticas del siglo XXI. Murió Francisco, el obispo de Roma que eligió llamarse como el santo de los pobres, el que no necesitó adornos para dignificar el gesto más cristiano: mirar a los ojos a los últimos y decirles que eran el centro.

Su partida ocurre en el corazón de una época oscura. No solo porque el mundo gira hacia formas renovadas de autoritarismo, exclusión y deshumanización, sino porque asistimos a un momento de disgregación moral global. Los “trumpismos” del planeta avanzan como nuevas teologías del odio. Y frente a ese panorama, Francisco representaba algo más que un símbolo: era una trinchera. Una frontera ética. Una forma de amor con consecuencias.

Francisco no fue un Papa cualquiera. Fue un Papa del Sur, con memoria del barro y del conurbano, con conciencia de clase y sensibilidad por el dolor ajeno. Habló desde los márgenes hacia el centro, y desde ahí exigió que la Iglesia dejara de jugar a la neutralidad para encarnar el Evangelio como acto político. Fue, en el sentido más radical del término, un militante del amor cristiano. Y por eso resultó tan incómodo: para los poderes imperiales, para los mercados que todo lo mercantilizan, para las castas eclesiásticas que vieron en su humildad una amenaza.

Eligió decir “quién soy yo para juzgar”, y con esa frase desestabilizó siglos de exclusión hacia identidades sexogenéricas no normativas. Convocó a los movimientos populares a Roma y les dijo que sus luchas por Tierra, Techo y Trabajo no eran periféricas al Evangelio, sino su núcleo más ardiente. Denunció la crueldad del capital financiero, el colonialismo ambiental, la banalidad de un mundo que cosifica la vida y desecha cuerpos.

Su legado es incómodo porque no fue solo pastoral: fue teológico y político. Francisco comprendió que sin una crítica frontal a la lógica del descarte, la Iglesia quedaba reducida a museo. Se animó a denunciar el extractivismo, el clericalismo, la pederastia institucionalizada. Y lo hizo sabiendo que su soledad era creciente.

Porque sí: fue un Papa solo. Solo frente a los lobbies vaticanos, solo frente a la indiferencia de buena parte del mundo “bienpensante”, solo frente a la marea de cinismo neoliberal que lo trató de demagogo, de populista, de ingenuo.

Murió Francisco. Y muchos sentimos que, con él, algo del porvenir también se apagó. Porque su figura representaba una esperanza rara en tiempos de desesperanza programada: la posibilidad de una espiritualidad liberadora, de una Iglesia al servicio del pueblo y no del privilegio, de una ética que no renunciara a la ternura ni al conflicto.

Nos queda su palabra. Nos quedan sus encíclicas —Evangelii Gaudium, Laudato Si’ y Fratelli Tutti— como cartografías de un mundo que puede ser otro. Pero más que nada, nos queda la responsabilidad de no dejar que su mensaje se archive entre homenajes tibios y obituarios protocolares.

Francisco no será beatificado por la historia oficial. Será recordado por quienes entiendan que su “revolución de la ternura” no fue un eslogan, sino una herejía contra el orden del cinismo.

Hoy estamos más solos. Pero también más interpelados. Si su resurrección ha de existir, será en la tierra: en cada acto de amor que no claudica, en cada comunidad que se organiza, en cada gesto que rehúsa pactar con el poder que mata.

Por Claudio Altamirano * Educador, escritor y documentalista argentino. / La Tecla Eñe

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