El silencio del señor Presidente

Actualidad19 de abril de 2025
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Hay una línea que une el apaleamiento sistemático a los jubilados frente al Congreso de la Nación, la represión salvaje a minusválidos y familiares frente a la Casa de Gobierno, los gases arrojados a la cara de niñas menores de diez años y el disparo de una pistola letal contra un fotoperiodista, en el peor atentado contra la prensa desde el homicidio de José Luis Cabezas. Esa línea ata a la ejecutora vil de esa política con el silencio del presidente de la República. Conviene preguntarnos sobre la naturaleza de ese silencio, y de qué manera nos concierne.

Javier Milei llegó a la presidencia de la Nación a caballo de un personaje inverosímil, inventado por los hermanos Milei como un microemprendimiento para ganar notoriedad y dinero. El personaje combinaba todos los elementos de la clase media agobiada en su peor versión cualunquista. Necio, ignorante, faccioso, tergiversador, misógino, antiperonista, individualista, negacionista, pero sobre todo y ante todo, bocón. Que hoy sea presidente habla más de la sociedad que lo eligió que de sus méritos o defectos. Convendría detenerse en ese detalle.
Ese personaje que parece salido de una cloaca por lo desaliñado y grotesco, exuda odio y rencor. Pero, sobre todo, grita. Su razón de ser era, y es, la incontinencia verbal. Se habla encima, con un contenido escatológico explícito que pregona a los cuatro vientos su condición de abusado rencoroso y furioso. Ejemplos de lo dicho inundaron todos los canales de televisión, proliferan en las redes, e incluso hoy los actos oficiales. Como se dice habitualmente, no califico, describo.

Sin las palabras, sin esas palabras actuadas, Javier Milei no es nada. Habla hasta el aturdimiento, propio y ajeno. Habla con razón y sobre todo sin ella, porque lo que vale es vociferar y, en lo posible, apabullar, enmudecer y anular a quien se ha elegido de adversario. Que rara vez le enfrenta, porque en estas tenidas de vituperios, el personaje habla solo. Confronta con el ausente. A lo sumo, tiene a su lado quien le da el pie para que se extralimite, como si el que funge a veces de interlocutor fuera en propiedad quien le da la razón para que se retroalimente en la diatriba. Hasta cuando quiere ser didáctico resulta dañino. Con la lógica del discurso y con la persona que elige de blanco. Porque no discute ideas, insulta personas ausentes.

Por eso, su silencio frente a la represión resulta tan atronador. No por inesperado, sino por estentóreo. Él, que hizo del hablar su razón de ser, calla ante una violencia tan cruel como injustificada.

Porque la violencia ejercida por las hordas desatadas por Patricia Bullrich no tiene justificación alguna. En ningún caso ha mediado provocación y menos peligro alguno para la paz social o aun para las fuerzas de seguridad o el orden instituido. Ni con todo el aparato represor desplegado, la inteligencia interior ilegal realizada, las detenciones arbitrarias a mansalva y las imputaciones inventadas han podido demostrar la comisión de un solo delito, excepto los suyos propios. La ministra de Inseguridad ha demostrado ser lo más peligroso que tiene hoy la República Argentina. Y ese es justamente el trabajo que ha asumido.

La treintena de jubilados que se reunían en la esquina de Callao y Rivadavia no molestaban a nadie. De haber habido un intendente a cargo de la seguridad de esta bendita ciudad de Buenos Aires, habría enviado un patrullero a monitorear el asunto y se hubiera olvidado del tema. Un oficial de calle con algo de calle habría negociado con los jubilados una vuelta olímpica al Congreso por la vereda, o acaso un carril de la avenida sin entorpecer el tránsito, y todos a casa y felices. El conflicto quedaba encapsulado y desactivado como la nota simpática de los miércoles.

Pero no. La ministra Bullrich se empeñó en transformar a esos viejos derrengados en el enemigo público n° 1, con intenciones destituyentes y todo. La violencia no se justificaba sino por lo ejemplificadora. Una lección que debían aprender no solo los apaleados, sino y sobre todo los que miraban por televisión. Ver, oír y callar son los derechos que nos consienten. Y obedecer más luego.

No resultó. Cualquier persona sensata lo hubiese sabido. Pero la Bullrich no es sensata. Con la obcecación de los necios siguió golpeando jubilados, porque en su mentalidad si no se entiende al primer golpe, se entenderá en los que siguen. Y lo que siguió es lo que conocimos: La respuesta social fue la solidaridad con sus viejos, y comenzó el principio del fin de la invulnerabilidad del gobierno.

Ahora bien, la Bullrich está allí porque, en sus términos rústicos, le prometió al presidente la paz social del garrote. No le pasaría a ella lo que a ella ya le pasó en el 2017, que provocó el principio del fin del gobierno que integraba en el mismo lugar de gendarme para todo. El presidente parece que le creyó, o no tenía a otro para el trabajo sucio, y parece que no puede hacer ahora más que seguir creyéndole, o sosteniéndola, hasta el fin de sus propios sueños.
Ahora bien, ¿el silencio del presidente es aquiescencia con su subordinada? Puede que sí, puede que crea que puede desentenderse de las minucias de gobernar. ¿Qué significa? Significa algo que a esta altura no sorprende a nadie: su absoluta despreocupación por cualquier cosa que no sea el sueño de su ombligo. La falta de empatía del presidente, calificada ya millares de veces como sociopatía, ya no asombra, aunque indigne. Lo que deberíamos preguntarnos es si ese desentendimiento sobre la suerte de los que le dieron el puesto que goza es lo único que debe preocuparnos.

No le resto importancia. Ni como realidad, ni como símbolo y mucho menos como síntoma de la sociedad que representa. A eso vamos.

Que el presidente prefiere la ceguera a abandonar sus sueños de grandeza, no es algo que le ocurra solo a él. Los pueblos del mundo ya han sufrido lo indecible por casos así. Lo que inquieta es el precio. Porque a la pregunta de cómo llegamos aquí le sigue cómo salimos.
Y podríamos salir más o menos enteros si no fuera porque hay, en lo descripto hasta ahora, otro silencio. Que no advertimos por el ruido que hace el del presidente. Es el silencio no de quienes lo secundan, sino de quiénes están allí para controlarlo, con la fuerza y el imperativo de la ley.

De quienes lo secundan, por convicción, ambición o pago, poco podemos esperar. Están en el lugar que están porque los hermanos Milei así lo quieren, y deben todo lo que hoy son a esa circunstancia, y a esa circunstancia subordinan su presente, su honra y su futuro. Allá ellos. Son, lejos, el conjunto más estrafalario y desastroso que hayamos visto como elenco gobernante, y hemos visto mucho y variado.

Lo que no tiene perdón ni explicación es el silencio de los demás. Aquellos que deberían actuar porque ese es su deber legal y deber ser ético. Me refiero, en principio, a jueces y funcionarios judiciales que dejan hacer y cometer delitos sin cumplir sus obligaciones. A funcionarios y jefes policiales que obedecen órdenes notoriamente ilegales. Pero también a funcionarios de toda índole, gobernadores, legisladores, intendentes, abismados en sus propios laberintos, desentendiéndose de una debacle institucional que ya los está arrastrando a la ignominia. Y hablo de empresarios y miembros de la clase dirigente, que en vista a los beneficios obtenidos y por obtener, rifan su propio futuro y dignidad a cambio de negocios inmediatos, y ruina futura, también para ellos.

Para bien o para mal, y pese a los deseos de quienes han apostado a este experimento desastroso, los argentinos habitamos un Estado nación. Que siendo un Estado fallido, un desastre social y ecológico, podrá ser un negocio para algunos, pero tarde o temprano será un desastre para todos. Y también para ellos.

Bien harían en tomar en cuenta este destino, si pensamos construir otro. Que no solo es mejor, sino además posible. Basta con honrar el pacto democrático que nunca terminaron de aceptar. No es difícil, tampoco fácil, pero se puede comenzar ahora. Antes de que redoblen las campanas.

Por Miguel Gaya * Escritor, poeta y abogado defensor de Derechos Humanos. / La Tecl@ Eñe

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