Los sonidos de la ciudad





Anoche, hubo cacerolazos en muchos puntos de la ciudad. En uno del barrio de Once, a veces llamado Balvanera, el grupo se iba engrosando. Había niñas y niños que llegaron cantando “¡los abuelos, los abuelos!”. Las personas más grandes hacían voz de su memoria emotiva y conjugaban el “¡que se vayan todos!” con “¡Milei, basura, vos sos la dictadura!” Un grupo que venía del trajín de todo el día en el congreso, traía canciones más largas, como “señor, señora, no sea indiferente, le pegan a los viejos en la cara de la gente” o “ellos no quieren la libertad, solo ajuste, bala y a privatizar”. Había otras, que se cantaban entre el sonido retumbante de las cacerolas, los tachos, las latas y las bocinas. Porque el síntoma de esa noche fueron las bocinas solidarias, los autos que pasaban y paraban a saludar. Lo que hace cada transeúnte rápido, que está en la calle como lugar de circulación y no de protesta, es un síntoma importante del descontento. Hay malestar, bronca, hastío.
Más temprano llegaba a la zona de Congreso, antes del horario de la concentración y el tránsito se detenía en Rivadavia no por un corte de manifestantes de a pie -que estaban un poco en la vereda y un poco en la calle- sino porque había autos que se frenaban para tocar bocina y detenían la circulación general. La protesta de los miércoles de jubiladas y jubilados desbordó: el hartazgo de ver esos cuerpos apaleados movilizó algo del honor que se juega en la defensa de los más débiles. El gobierno y sus fuerzas represivas cultivaron la exacerbación de esas imágenes que, si para su núcleo duro son la legitimación festiva de la crueldad, para gran parte de la sociedad rozan lo intolerable. En ese plano, y ante la quietud pactista de parte del mundo sindical y la impotente pasión legislativa de la oposición política, es que conmovió el llamado de las hinchadas. Ser hincha de un club es ser parte de una comunidad, de un nosotros que se constituye por una pasión común. Ser parte de un común es templarse en defenderlo: nos pasa en una universidad, en un club, en una iglesia o un sindicato. Lugares en los que el lazo con otras personas se hace vivo y nos reconocemos como partes de algo. Una camiseta indica esas pertenencias y la llevamos con más orgullo que tristeza.
Una hinchada no es una barra brava, sino el sentir de un entusiasmo que nos conmueve. En cada hinchada habrá votantes del gobierno, pero también hay, como se vio en estas semanas, personas que sienten que deben actuar de un modo arriesgado y honorífico. Bancar los trapos. El pasaje es bien interesante, porque allí donde fracasan las banderas políticas, se politizan las banderas de otras identidades. Por eso, el gobierno responde con un gesto tan pavote que, si no estuviera apoyado en las intenciones asesinas claramente demostradas, podría causarnos infinita risa: un volante atribuido al Frente de izquierda, en el que explicaría, con pelos y señales, su estrategia conspirativa.
Hizo dos movimientos en su trama narrativa: ese burdo volante mal escrito, puesto a circular por el vocero presidencial y sus múltiples ecos; y la producción mediática del reemplazo de hinchas por barras, para atribuirles la responsabilidad de la violencia, una amenaza a la vida institucional y una decisión destructiva. No es lo que se veía en la plaza de los dos Congresos, donde la represión empezó antes del horario de concentración y antes de cualquier disturbio. Los periódicos conservadores no dejaron de agitar la idea de barras bravas, cuando la bravura que se veía en la calle era la de las y los jubilados que sostenían, como cada miércoles, la parada.
El dispositivo represivo es también narrativo. El del miércoles 12 de marzo fue muy semejante al que la ministra de Seguridad montó para la discusión de la Ley Bases. Se producen escenas de violencia, se enuncia un intento de golpe de Estado, se organiza una represión en pinzas y se dispone una cacería a lo largo de muchas cuadras. La diferencia, enorme, es que mientras las personas detenidas en aquel momento fueron prisioneras por mucho tiempo; esta vez una jueza dispuso la libertad durante la noche. Si el gobierno pudo presionar a la magistrada anterior con el conocido cincuenta y cincuenta, esta vez, por ese lado, su narrativa fracasó. Y se puso en escena con la más cruenta impunidad y desnudez: la ministra afirmó que el ataque a un fotorreportero, que hoy está en grave estado, era merecido por su filiación política. Cuando se muestran así es menos por fuerza que por debilidad.
Ahora bien, es una debilidad que no los lleva a la caída, sino al endurecimiento represivo, al recorte de la institucionalidad democrática, a la liturgia destinada a su núcleo duro. Mientras reprimían para causar disturbios, levantaban la sesión en la Cámara de Diputados. Aunque ayer el aire se teñía de las memorias dosmilunistas, no estamos en ese contexto: parte de la ciudad estaba conmovida, mientras otra seguía en el sostén de un cotidiano de compras, comidas, visitas. No fue así aquel diciembre, en donde todo ya estaba tomado por una fuerza de protesta, ira y preocupación. No es así, tampoco, porque hay una voluntad de los sectores dominantes de acompañar a este gobierno un tramo mayor, embarcados en la reforma de la estructura social argentina, en el desguace del Estado y en la redistribución regresiva de los ingresos. Quieren terminar con la idea de una sociedad con derechos, aunque eso significa arrojar al desván de los objetos perdidos al Estado de derecho.
Lo hicieron, lo sabemos, con la experiencia del terrorismo de Estado, y hoy lo están delineando con un nuevo tipo de orden autoritario, sostenido en el malestar social con las experiencias políticas anteriores y en una maquinaria de desinformación de la que conocemos su reverberación superficial, pero no el modo en que modifica las vidas enteras y el ámbito público. Ese orden postula una lógica de la enemistad y la exclusión: la idea de que muchas personas no merecen estar vivas, podrían ser aniquiladas o separadas de la reproducción de sus condiciones de vida, por su identidad sexo-genérica, su pertenencia política, su afirmación étnica, su avanzada edad o sus condiciones de salud. Ese orden pretende clausurar las posibilidades de experimentar otras apuestas políticas y vitales, esas apuestas que sostienen lazos no mercantiles.
El 1 de febrero se produjo una movilización inesperada, que puso en la escena pública los términos fundamentales de antifascismo y antirracismo. Sostenía así una intuición fundamental: el racismo es ese núcleo organizador de jerarquías, explotación y dominio, en el que se anuda la persistencia colonial, y está en la base de toda la jerarquización autoritaria de la sociedad. Y que esa jerarquización puede nombrarse como fascismo. No faltaron las advertencias historiográficas y los paladares negros de la politología, sobre la inadecuación de esta categoría frente a las experiencias de los fascismos del siglo XX. Tampoco las reticencias respecto de un término que no tendría una resonancia inmediata en la vida popular. Sin embargo, fascismo nombra esa explícita decisión de recortar la institucionalidad democrática hasta volverla una pura mascarada de actos de fuerza y someter la vida pública a unas condiciones represivas que ayer demostraron su dimensión mortífera. La grave situación de Pablo Grillo no es una anécdota más de una escena repetida, es un punto de quiebre, una advertencia del punto al que están dispuestos a llegar.
Frente a eso, solo es posible un frente antifascista. Un frente que se dibuja en las calles, que aparece en esas alianzas inesperadas, en esas movilizaciones preocupadas y festivas LGTBIQ+, en la revitalización de los feminismos en este 8 de marzo, en la politización de las hinchadas de fútbol. El gobierno actual logró tomar para sí la fuerza de la calle multitudinaria de los festejos del mundial, esas masas que se movían solas y sin Estado a la vista parecían dibujar el deseo de una emancipación respecto de las viejas políticas y las camisetas argentinas diluir las diferencias y antagonismos. En estos días, esa multitud se fragmenta y reaparece, en una de sus partes, como defensora de los clubes, la vida social, el lazo entre generaciones, los y las abuelas. Esta multiplicidad insinúa un nuevo frente. Que se anunciaba ayer en los bocinazos, que se aparece en nuestros deseos. Eso es lo que el gobierno intenta cortar a sangre, fuego y dólares frescos, mientras jadea con la respiración entrecortada por sus propias dinámicas de estafas, crueldades y trapisondas.
Ojalá seamos capaces de detener esa bacanal destructiva.
Por María Pía López * Socióloga, ensayista, investigadora y docente. / La Tecl@ Eñe