El fin de Skype como metáfora de Europa

Actualidad06 de marzo de 2025
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Mi columna en Invertia de esta semana se titula «Adiós, Skype…», y está inspirada por el anuncio de Microsoft de poner fin al proyecto Skype, veintiún años después de su lanzamiento original, para concentrar recursos en su producto de desarrollo interno, Teams.

El final de Skype me genera muchísima nostalgia. Aunque ahora nos parece una cosa de lo más normal, cuando la aplicación apareció, tuvo un impacto enorme, y se convirtió en un auténtico símbolo de la disrupción producida por internet: de la noche a la mañana, podías hacer llamadas internacionales a donde te diese la gana, de manera completamente gratuita, a través de tu conexión a la red, con mejor calidad de sonido que la que te daba el teléfono convencional (que recortaba mucho más los rangos de frecuencias), y sin que las operadoras que te proporcionaban esa misma conexión a la red pudieran hacer nada para evitarlo.

El final de Skype es comprensible. El «not invented here» hizo que Microsoft apostase por su propio desarrollo, Teams, y fuese relegando Skype a un ostracismo que la pandemia solo contribuyó a evidenciar, hasta abocarla a lo que ahora vemos. Pero no siempre fue así, y de hecho, en el momento de su adquisición en 2011, Microsoft se disputaba la compra nada menos que con Google, y pagó por la compañía nada menos que 8,500 millones de dólares, la operación más importante que había acometido hasta la fecha.

Para los profesores y estudiosos de la innovación, Skype y su proceso de adopción fueron una auténtica maravilla, porque ilustraban perfectamente el concepto de disrupción. Las llamadas internacionales eran, en aquella época, la auténtica vaca lechera de las operadoras, que cobraban cantidades elevadísimas por supuestamente conmutar circuitos – en la práctica ya estaban conmutando paquetes, algo que prácticamente no tenía coste alguno más que el que ellas se inventaban – y te cobraban más en función del tiempo que hablases y de lo lejos que estaba tu interlocutor.

«Poner una conferencia» era algo que generalmente solo hacías de vez en cuando, y si tenías que hacerlo por tu actividad, suponía un coste elevado. Con Skype, todo eso cambió, y lo hizo en un tiempo brevísimo: la revolución de las aplicaciones «over-the-top«, u OTT, cambió el panorama de las telecomunicaciones, y las obligó a replantear su modelo.

Pero lo mejor del tema es que, además, Skype era un desarrollo europeo. Creado por el danés Janus Friis y el sueco Niklas Zennström junto con cuatro desarrolladores estonios, su lanzamiento fue un claro testimonio que desde la vieja Europa también se podían llevar a cabo proyectos disruptivos y enfrentarse a una industria que tenía, probablemente, uno de los lobbies más potentes con llegada al poder político, como consecuencia sobre todo de su procedencia de los antiguos monopolios estatales. De hecho, Skype generó varias batallas, se meditó su posible prohibición – para descartarla por imposible – y fue bloqueada durante varios periodos de tiempo por algunas operadoras, hasta que se dieron cuenta de la futilidad de luchar contra un fenómeno así, que estaba surgiendo ya por todas partes.

En efecto, Europa puede innovar. Tiene el talento y los recursos para hacerlo, y únicamente se enfrenta a un reto fundamental: entender que la esencia de sus fundamentos jurídicos, una Civil Law mucho más garantista que los derivados de la Common Law anglosajona, tiene que asegurar que la innovación puede tener lugar en un ámbito razonable y con unas reglas iguales para todos, en lugar de retorcerse para funcionar como un seguro para que los incumbentes lo invoquen a su conveniencia alegando trágicos perjuicios.

La Unión Europea es un mercado con un potencial brutal: más de quinientos millones de personas con un nivel económico y cultural elevado y razonablemente uniforme, o al menos, mucho más que en América o en Asia, con universidades y centros de investigación de muy buena calidad y con capital para financiar todo tipo de proyectos. Y sin embargo, nos dedicamos a recurrir a los Estados Unidos para todo, como si la narrativa supuestamente heroica de Silicon Valley fuese la única que conocemos y aceptamos, y pedimos desesperados a una nación de 340 millones de habitantes dirigidos por un idiota miserable y maleducado que nos proteja de otra nación de 140 millones dirigida por un despiadado dictador con el que, además, simpatiza.

Que la épica de Skype nos sirva para rememorar los tiempos en los que Europa hacía cosas interesantes, por favor. El atlantismo y las antiguas alianzas, con Donald Trump en el poder, no tienen ya ningún valor, y es fundamental resituar Europa, ponerla en el lugar que le corresponde en el mundo. Los Estados Unidos se han convertido, a todos los efectos, en el enemigo. Y al enemigo, ni agua.

Nota: https://www.enriquedans.com/

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