Ni tragedia ni farsa

Actualidad05 de enero de 2025
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Se sabe bien que nada vuelve a ser como fue. Aquello de que nadie se baña dos veces en el mismo río y de que si la historia se repite, primero será como tragedia y después como farsa. Queda decidir si esto que estamos viviendo es la repetición trágica de los '90 o la farsa, es decir si los '90 ya eran una repetición o era algo original. En todo caso, de nada vale hacer analogías cósmicas, pensando en un Racing campeón del 2001, por ejemplo, para imaginar que estamos frente a otro estallido porque la Academia se alzó con otro título. Nada es nunca como fue. Nunca vamos a volver porque no se vuelve. Lo saben las parejas que se dan segundas oportunidades, lo saben los fans que ven secuelas de sus películas favoritas. Lo sabemos cuando leemos el libro que nos voló la cabeza en la adolescencia y ya no hace efecto. Nada es como fue. Nunca lo será. Sin embargo, existen ciclos, ritos, bucles del tiempo, tradiciones que nos permiten hacer de vuelta lo que ya hicimos, con la ventaja de saber algunas cosas que antes no sabíamos. No somos el protagonista de El día de la marmota, que puede hacer su lección de piano ahí donde la dejó el día anterior y terminar siendo un músico de jazz, porque las circunstancias no son un calco y nosotrxs lxs únicxs que sabemos qué es lo que va a pasar. Pero, algunas sensaciones, alguna sabiduría nueva, aquello de la memoria como exemplum y no como como datos congelados, nos puede asistir tal vez.

Hace treinta años, a mediados de los años noventa, yo trabajaba en la Secretaría Nacional de Industria y Comercio. Recuerdo que hacía poco había llegado la “modernización” de Cavallo al edificio que había sabido ser un conjunto de oficinas oscuras de puro contrachapado de madera y cubiles endebles, con pasillos con luz de tubo y máquinas de escribir de esas que hacían que los dedos meñiques adquirieran una fuerza inusitada. En esa época ya todo brillaba y era blanco, beige, metálico y automático. Cada escritorio tenía una computadora, aunque no muchos sabían qué hacer con ella, y en la entrada hicieron su aparición los molinetes, las tarjetas y la seguridad privada. Todo se hizo privado. “Tercerizado”, se decía. El servicio de limpieza, el servicio médico, las ventanillas en las que nos pagaban los sueldos, los porteros, los asesoramientos, las capacitaciones. Todo lo que ante había sido empleo público, ahora eran empresas de servicios. Recuerdo que ese año, previo al feriado de Navidad, en todas las oficinas se repartían vasitos de plástico y sidra tibia. Sin embargo, no todos brindamos. Muchos ponían sus tarjetas en el molinete y la lucecita en vez de ponerse verde se ponía roja. “No funciona”, le decían al empleado de seguridad, que se fijaba en una planilla y decía que sí, que el molinete funcionaba, pero que ese empleado había quedado “desvinculado” de esa dependencia. No lo dejaban pasar ni a buscar sus cosas. Cientos de lucecitas rojas antes de Navidad y otras tantas antes de fin de año. Llanto, mucho llanto. Angustia, golpes en el mostrador, gente sentada en la vereda con la caja de cartón llena de objetos que no eran más que una botica del empleado: tazas con tatuajes de café, papeles inútiles, portarretratos, muñequitos un poco bobos, ceniceros de cerámica, algún libro que había quedado olvidado debajo de una pila de expedientes. No hubo ningún paro general ni movilización que acompañara al menos la tristeza de volver a las casas con la peor noticia posible: el desempleo. Sin indemnización, además. Para el empleado público contratado no había sueños de kiosco ni de remisería ni de parripollo. Yo, que odiaba ese trabajo como pocas actividades odié en mi vida, sentía vergüenza de ese odio, porque mi lucecita siguió siendo verde.

Por Raquel Robles / P12

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