







Conrado Yasenza publicó hace unos pocos días en La Tecla Eñe su texto “Después de la Plaza”, donde propone pensar con mayor profundidad a partir de lo que había pasado en esos días de encarcelamiento de Cristina y de presencia popular en las calles.


Una de las consecuencias del fallo ilegal de la Corte, fue que se reactivó una movilización defensiva del espacio kirchnerista/peronista y se aceleraron dentro de los espacios políticos peronistas las negociaciones orientadas a llegar a algún tipo de acuerdo electoral para enfrentar a Milei en el país y principalmente en provincia de Buenos Aires.
En la Plaza se volvió a cantar “a volver, a volver, vamos a volver”, expresión que fue resaltada por la propia Cristina.
Conrado Yasenza formuló en esa nota algunas preguntas centrales, que por ahora no están contestadas en la política concreta.
¿Quiénes “vamos a volver”? ¿A dónde? Y también a qué vamos a volver: “¿Reeditar la experiencia kirchnerista de gobierno?” pregunta Yasenza.
Las respuestas a estas preguntas son relevantes porque nos permitirán separar la realidad de la ficción, el pensamiento mágico de la acción política efectiva, el personalismo extremo de la organización colectiva para el triunfo.
“Unidad”
Una de las palabras más imprecisas que existen en el vocabulario peronista es la palabra unidad. Se llama a y se reclama la “unidad”, pero cada uno le da a esa palabra su propia amplitud y su propio sentido.
Todos sabemos cómo y en qué medida el peronismo histórico ha sido atravesado por fracturas, peleas y discrepancias que llevaron a tomar por caminos diversos, a veces totalmente opuestos.
Sin embargo, sigue vigente la fantasía de que si “todo el peronismo se une llegará la hora de la victoria” (electoral). Lo feo de las victorias electorales del peronismo, o de cualquier gobierno que quiera hacer algo por las mayorías, es que ese día de triunfo termina, y al día siguiente hay que gobernar el país real.
El tema es que ni siquiera la primera parte de la afirmación anterior es cierta. El peronismo dejó de ser la mayoría cantada en el país hace rato (¿o no perdió con Alfonsín en 1983?), y si bien es una masa importante de gente, pareciera que su presencia en las nuevas generaciones se continúa reduciendo.
Cada peronista, cuando escucha la palabra “unidad” construye su propia unidad imaginaria con sus amigos y la gente que medianamente soporta. Descarta a los otros, los que decididamente están en otra o que son, abiertamente, “traidores”.
El ejemplo más reciente de unidad imaginaria que tuvimos fue en 2019, donde por iniciativa de CFK se convocó a activos enemigos suyos a ocupar cargos relevantes en un gobierno de “unidad”, que tuvo la peculiaridad de carecer de acuerdos fundamentales para gobernar.
Es cierto que la convocatoria a los peronistas que detestaban a Cristina, y que pretendían mediante la “moderación” atraer a un empresariado que la rechaza, tuvo el valor de crear un polo de atracción electoral, que aprovechó el desastre económico del gobierno macrista, para derrotarlo en las urnas.
Pero después, el Frente de Todos emprendió un gobierno que no tenía claridad en cuestiones elementales: cómo se controla la economía para que responda a los intereses de las mayorías, cómo se comunica lo que se hace y se construye poder político, qué hacer con los problemas estructurales dejados por los sucesivos gobiernos neoliberales, y cómo se enfrenta y se gana el conflicto político y social inevitable con los enemigos del pueblo.
Ahora, como si nada hubiera ocurrido, se cae de vuelta en la palabra mágica, UNIDAD, como si esa sola invocación permitiera resolver los problemas electorales, y sobre todo, diera paso a un gobierno que fuera a tener las cosas claras, y que esta vez no le fuera a fallar a sus votantes.
Unidad sin un sentido concreto, sin diagnóstico compartido, es garantía de fracaso gubernamental.
Unidad “hasta que duela” (es decir, con gente nefasta) y “gobierno popular coherente” (es decir, con valores y decisiones compartidas) son dos expresiones incompatibles en la realidad.
Algunos lo resuelven diciendo que “la conducción es la que garantiza que esa mezcolanza pueda hacer un gobierno coherente”. Pero el ejemplo de los 12 años K es irrepetible, ya que se trató de una coyuntura política extraordinaria –por la desorientación transitoria de la clase dominante hasta que armó un esquema de manipulación y control político- y porque Néstor y Cristina, manejando la lapicera, pudieron ir llevando a la gestión por un camino progresista que sufrió el rechazo creciente de sectores centristas y conservadores del peronismo. Como ocurrió con Alberto, ningún sector conservador del peronismo va a estar dispuesto a ser conducido por nadie que aspire a transformaciones reales. No solamente no quieren esos cambios, sino que detestan que el poder real los llame “kirchneristas”.
“Volver a la década ganada”
Más allá de las discusiones válidas que podamos hacer sobre aciertos y errores de los 12 años kirchneristas, no cabe duda de que fueron años de mejoría para muchísima gente, y que el país empezó a ponerse interesante, en términos de capacidades nacionales para avanzar hacia un perfil más soberano.
Fue eso lo que determinó la repulsa de una parte del gran empresariado, del sistema de medios, del poder judicial, y de los dueños del patio trasero sudamericano hacia la gestión K y sus principales responsables.
Si miramos con una perspectiva de largo plazo, la democracia argentina venía muy mal hasta los Kirchner. Alfonsín, con su proyecto socialdemócrata derrotado, fue expulsado por un golpe de mercado, que creó las condiciones para que el gobierno de Menem entregara todas las banderas populares a favor de un programa en el que coincidieron los grandes grupos locales, el capital financiero internacional y los principales países centrales.
Sólo la gravísima quiebra de la convertibilidad, detonada por el corte del crédito internacional, llevó a una nueva etapa política en la que a los poderes que manejaban de facto el país se les “escapó” la llegada de los Kirchner, y su novedad de conducir el país en forma relativamente autónoma de las exigencias del capital local y foráneo.
Ese escenario es irrepetible. No se puede volver a él. Toda la persecución contra Cristina tiene ese sentido: la elite empresarial y los norteamericanos no quieren que vuelva un gobierno que no puedan controlar. Macri sí era de ellos. Milei es de ellos. Alberto no les sirvió para acaparar más negocios, a pesar de que al mismo tiempo defraudó a sus propios votantes.
Pareciera que el kirchnerismo no quiere hacer una lectura política de la demonización a la que es sometido desde hace 17 años: el poder real, concreto, gobernante, aquel que les dice a los jueces qué hacer y cuándo hacerlo, no tiene problemas personales con Cristina. ¿O vamos a pensar que la preocupación del gran empresariado argentino es por la honestidad en el manejo de la cosa pública de los presidentes?
El poder corporativo, el que gobierna a las instituciones “representativas” de la pseudo democracia, el que manejó el Congreso para que saliera la aberrante “Ley Bases”, redactada por las propias corporaciones, no quiere saber nada con ningún gobierno que sea popular, progresista, redistribucionista, o nacional.
Ese poder real no piensa facilitar una gestión de gobierno a ningún espacio político que no siga órdenes, y cree que las tendencias en el mundo lo favorecen: las mayorías sociales son convidados de piedra luego de las elecciones, la democracia es para que la gilada se ilusione un rato con un show que mira desde afuera, mientras el único norte de la vida social es que se incrementen las ganancias de las corporaciones.
La idea de que se puede “engañar” a los poderes fácticos haciéndose los moderados, presentando un programa económico “prudente”, que rescate “las cosas buenas que ha hecho el gobierno de Milei”, es un autoengaño. Han ajustado los filtros, y si es por la voluntad de los poderes fácticos, sólo llegarán al gobierno sus empleados, sus satélites intelectuales.
“En las urnas se consagrará un gobierno popular”
El nivel de destrozos y daños que está provocando el gobierno de Milei es enorme.
Están destruyendo todas las áreas del Estado que tienen capacidad de promover el desarrollo nacional y una mejor calidad de vida para la población. Destruyen la salud pública y la educación, para degradar a la población como sólo un gobierno de ocupación colonial podría hacerlo. Generan condiciones para el enraizamiento del narcotráfico y la lumpenización social. Endeudan al país y hacen circular discursos de odio contra la democracia y la igualdad. Alinean el país en contra de sus intereses económicos estratégicos. Promueven la usura financiera contra la producción de riqueza genuina y llevan a la quiebra y el desempleo a los sectores medios.
Nadie puede pensar que se puede reconstruir algo con una propuesta económica que diga “Milei es malo, pero hizo algunas cosas buenas que vamos a mantener” (eso es para que el poder económico local y extranjero nos acepte). O con esta otra expresión: “A Milei le faltó sensibilidad social (eso es para nuestras propias bases), así que vamos a darle un poco de plata al Garrahan para que pueda seguir operando”.
Después de una experiencia límite, catastrófica, como la actual, decir “gobierno popular” no puede volver a ser el vaporoso “vamos a volver mejores”. Ahora sabemos que “volver mejores” no era saber gestionar mejor, con más eficacia, sino no importunar a los dueños del poder con ninguna iniciativa “rara”. “Volver mejores” significó que, si había alguna discrepancia entre el gobierno y los señores empresarios, ellos siempre tendrían la razón.
¿Para qué volver al gobierno? La partidocracia piensa en términos de cargos, puestos y carreras en el aparato. Pero la mayoría vota por otra cosa: para que en el aparato estatal estén personas dedicadas a mejorarles la vida y tomar las decisiones apropiadas. Ese es el sentido de un programa popular, y eso es exactamente lo que rechazan los que pusieron a Macri y ahora a Milei.
Es decir: un gobierno popular, si quiere aplicar un programa popular, no puede esperar sino confrontaciones para imponer algunas mejoras productivas y distributivas fundamentales.
Las precondiciones para que ese gobierno pueda hacer algo, y no vaya a ocupar el lugar de un bufón impotente, son dos:
1-Que el personal político que vaya a ocupar el Estado comparta ideas, objetivos y un fuerte compromiso con las mayorías, lo que incluye imprescindiblemente la decisión de defender las metas, confrontar y ser audaces y eficientes en la implementación de las políticas públicas.
2-Que el “votante” deje de ser un individuo descomprometido, que se sienta a ver la tele a ver qué le cuentan los medios del sistema. Un gobierno popular tiene que ser sostenido por mucha gente activa, que entienda lo que se está jugando, que se sienta involucrada y defienda en todos los terrenos las políticas populares. Si se sigue pensando en “votantes” como sujetos pasivos, que van a la votación como si fueran a la góndola del supermercado, no hay posibilidad de que haya un gobierno popular, porque no va a tener el sustento necesario para hacer ningún cambio.
“Esperar hasta el 27 para volver”
Hay quienes sostienen una estrategia política que reside únicamente en actuar en función de los actos comiciales. Viven perdidos en las tácticas de corto plazo. Esperan que el mileísmo se vaya deteriorando, y que se repita lo que pasó con Macri… que detonó por el lado de la economía y no pudo ser rescatado por el FMI.
En la perspectiva que nos da la historia, mejor que la victoria popular no esté asentada en personas que miden todo por su bolsillo. Ya nos pasó que trabajadores bien remunerados votaron en 2015 por Macri, porque pensaban que iban a tener los mismos empleos y salarios que con Cristina, pero que ahora Mauricio les iba a sacar el Impuesto a las Ganancias, y por lo tanto estarían en la gloria.
Hace falta claramente un nivel de consciencia social más alto para poder tener un gobierno popular.
Ese futuro gobierno popular se construye hoy, no en los conciliábulos apurados en los meses previos a comicios que vaya a saber en qué condiciones pueden llegar a darse.
Un 2027 se prepara hoy, construyendo una dirigencia decidida, convencida, luchadora, consciente de los desafíos y dispuesta a una gran patriada.
Y sobre todo se prepara fortaleciendo muchísimo más a los sectores populares, en sus luchas, en sus convicciones, en sus esperanzas, en su comprensión de lo que les ocurre, ofreciéndoles una visión completamente alternativa a las estupideces de Milei y su comparsa.
Sin dirigencia convencida, sin pueblo movilizado, sin programa alternativo, sólo puede esperarse chapucería del tipo “Milei + Garrahan”, o como ocurrió con la Alianza, cuando Mariano Grondona les decía: “aprobamos la materia economía (con Menem), ahora avanzaremos hacia la prolijidad institucional”.
Todo está mal en este modelo de destrucción nacional. Y se lo puede derrotar, a condición de dejar de lado toda fantasía de vuelta imposible al pasado. En el peronismo es muy fuerte la idea de un conductor o conductora que se las sabe todas. Es fácil y cómodo para sentarse a esperar todo de arriba. Pero es una profunda injusticia, y de un milagrerismo exacerbado reclamar que Cristina, ella sola, resuelva los problemas profundos de la sociedad argentina.
Para bien o para mal, un proyecto popular en serio requerirá de nosotros un nivel de convicción e involucramiento que pareció no ser necesario en los 12 años K.
El cuadro hoy es otro, y habrá que saber estar a la altura.
Por Ricardo Aronskind * Economista y magister en Relaciones Internacionales, investigador docente en la Universidad Nacional de General Sarmiento. / La Tecl@ Eñe







