El imperialismo tecnológico, etapa superior del capitalismo

Actualidad05 de enero de 2025
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“El imperialismo, etapa superior del capitalismo”, escribió Lenin hace poco más de un siglo. “El capital tecnológico, etapa superior del imperialismo”, podría ser la versión lineal actual. Sin embargo, como en tiempos de Lenin y de la civilización sumeria, la supremacía imperial tiene siempre una raíz económica, la apropiación por vía de múltiples formas del excedente, en tanto que la dominación económica implica siempre superioridad tecnológica. El dato nuevo, en todo caso, aparece en la velocidad y la extensión, en la aceleración evolutiva del cambio técnico y en la escala planetaria de las operaciones, las transformaciones en la organización de la producción y en las nuevas formas de la globalización.

A fines de la década del 70 del siglo pasado, el “futurólogo” estadounidense Alvin Toffler publicó el por entonces best seller La tercera ola (1), que apenas medio siglo después parece trivial. Allí sostenía que la gran primera ola de cambio de la historia humana fue la Revolución Agrícola, que no casualmente dio lugar a los primeros imperios. No hay imperios sin excedentes. La segunda ola fue la Revolución Industrial, que posibilitó los primeros imperios globales y la mundialización de la producción, el capital tomando todo el planeta. La tercera ola, que Toffler anunciaba todavía con asombro, fue la de la informática y las telecomunicaciones, que consolidó la globalización financiera, la de los mercados interconectados que nunca duermen, y las cadenas de valor globales. 

Inteligencia Artificial y biología sintética

La primera ola duró unos 10.000 años; la segunda, la de la primera globalización, menos de 300; la tercera no lleva más que medio siglo. La cuarta ola, o La ola que viene, como tituló su reciente best seller Mustafá Suleyman (2), es la de la Inteligencia Artificial (IA) y la “biología sintética”, es decir la nueva capacidad humana de rediseñar los organismos biológicos existentes o directamente crear otros nuevos, dos dimensiones que, siguiendo a otro futurólogo de moda, Yuval Harari, ya podrían haber puesto en marcha la civilización “post humana”, con la IA trascendiendo las capacidades analíticas del hombre y con la biotecnología y la robótica transformando al humano como especie. No se trata sólo de los hallazgos de Suleyman o de Harari. Citar a quienes hoy exploran estas previsiones sería interminable, es el tema central que ocupa a tecnólogos y cientistas sociales de los países más avanzados. Quizá el primer post humano ya haya nacido, no estamos hablando de ciencia ficción. Lo único seguro es que habitamos el interludio, y que resulta difícil imaginar cómo serán las cosas en cien años. Como dijimos, la característica central de la actual etapa del cambio técnico es su aceleración.

Para promover sectores, se deben hacer apuestas competitivas: más INVAP y biotecnología y menos régimen de Tierra del Fuego.

Las proyecciones son tan abrumadoras que hasta los propios desarrolladores de la IA, como Suleyman, proponen la alternativa de la “contención” tecnológica, la improbable hipótesis de detener el ritmo de las transformaciones mediante la intervención humana. Aunque las transformaciones del presente parezcan de distinta naturaleza que las del pasado, la historia del cambio técnico siempre disparó el debate clásico entre tecnoptimistas y tecnófobos. El temor hoy es que la fuerza que está por detrás del éxito de la difusión de todas las tecnologías haga que la IA y el potencial de jugar con el ADN escapen del control de los Estados y las grandes corporaciones y se vuelvan potencialmente letales para la civilización. La amenaza distópica es que cualquiera con una formación científica estándar y unos pocos dólares para equipos pueda crear “en el garaje de su casa” por ejemplo un virus más resiliente y letal que el Covid-19. Todas las sociedades tienen sus enojados. Alcanzaría con ser un individuo con el mismo estado psíquico de quienes ocasionalmente toman un arma y acometen asesinatos masivos en escuelas, ese hábito tan estadounidense. Finalmente, al menos hasta aquí, la tecnología sólo potencia las capacidades y la voluntad humanas. Y, también hasta aquí, la historia parece haber demostrado que la autocontención no suele funcionar, aunque Suleyman proponga el contraejemplo, hasta ahora atendible, de la neutralización de la amenaza nuclear, campo en el que, sin embargo, no existió ni abaratamiento ni facilidad de acceso: nadie puede fabricar una bomba atómica en su casa.

Capital tecnológico y periferia 

Desde la perspectiva puramente local, es decir parándose desde un remoto país del lejano Sur que es tomador de las fuerzas económicas globales, estos debates parecen lejanos. Cuando la urgencia es el presente tiene menos sentido abocarse a desentrañar el futuro. Desde la periferia, la búsqueda es, por naturaleza, menos ambiciosa. De lo que se trata es apenas de entender, de decodificar el funcionamiento del nuevo orden global del imperialismo tecnológico como la forma contemporánea de apropiación de los excedentes planetarios para, recién entonces, evaluar las posibilidades de inserción y adaptación.

Una vía posible es avanzar de lo micro a lo macro. A fines del siglo pasado, el ya fallecido economista y profesor argentino Pablo Levín publicó El capital tecnológico (3). Allí, sobre la base de la teoría del capital de Karl Marx, una cita ciertamente “antiepocal”, Levín intentaba dar cuenta del funcionamiento de las empresas de capital tecnológico que ya habían comenzado a dominar el planeta, desde los gigantes informáticos a las biotecnológicas. Se trata de las multinacionales que, si bien todavía necesitan el respaldo del poder militar y de aseguramiento territorial de los Estados nacionales, conducen de hecho la economía planetaria, es decir comandan el día a día de la organización de la producción en todo el mundo.

Evitando complejizar en exceso, la obra de Levín señala un punto central. A fines del siglo XIX, siguiendo la tradición de la economía política clásica, Marx explicaba que existía un momento en el que el empresario podía obtener una ganancia superior a la media, de esas que hoy se denominarían “extraordinarias”, cuando descubría un nuevo proceso, una nueva técnica, que le permitía abaratar los costos de producción. El precio final al que vendería su producto no bajaría sino hasta que la técnica se difundiera también entre su competencia. Durante ese lapso, el empresario gozaba del “privilegio del innovador” y la consecuente ganancia (En términos marxistas, que no importan aquí, el privilegio del innovador permitía que los valores de cambio, los precios, se mantuvieran por encima de los valores.)

El aporte central de Levín fue poner en primer plano que, como resultado histórico de la dinámica de la competencia capitalista, las empresas se vieron compelidas a mantenerse permanentemente en el momento del privilegio del innovador, es decir a autonomizar el cambio tecnológico como una de sus funciones específicas. No conseguirlo significaba ser excluidas de la vanguardia del capital, perder la carrera. Levín llamaba a este proceso “diferenciación” del capital, pero lo que interesa no es el nombre de las categorías, sino el proceso mismo, el que explica la concentración del capital en las firmas tecnológicas y el dominio de estas empresas, devenidas “naturalmente” en multinacionales, sobre la economía global. No existe una sola de las grandes firmas tecnológicas que no sigan este patrón, de Facebook a Google, de Microsoft a Apple, de la fabricante de autos eléctricos china BYD a la Tesla de Elon Musk, de AstraZeneca a Novartis.

Estructura del poder global 

A partir de aquí puede recurrirse a otro autor marxista, más en línea con la época, Antonio Gramsci, para describir la nueva territorialización de la producción y la organización del poder, e incluso hasta la geopolítica de la relación centro-periferia. En su desarrollo conceptual sobre la construcción de las hegemonías, el teórico sardo sumaba a la típica distinción marxista de las clases sociales según las relaciones de propiedad, su funcionalidad. Así, las clases que se encuentran en el vértice superior de la organización de la producción, los grandes capitalistas que comandan el proceso productivo, eran las clases hegemónicas. Los trabajadores, que no conducen el proceso productivo, eran las clases subalternas. Y en el medio estaban las clases auxiliares, las que precisamente auxilian a las hegemónicas en la conducción del proceso, desde la alta gerencia a los profesionales independientes, desde la clase política a los intelectuales orgánicos.

Sobre esta base de Gramsci, para describir el nuevo orden del imperialismo tecnológico se propone como hipótesis que “las clases dominantes de los países periféricos no son hegemónicas, sino que funcionan como auxiliares de las hegemónicas de los países centrales”. Si el lector es un consumado marxista latinoamericano, es posible que en esta descripción escuche algún eco, y sólo un eco, del peruano José Carlos Mariátegui. No obstante, la mejor forma de comprender esta estructura de poder es observarla en su base material. Por ejemplo, en las relaciones al interior de cualquier firma multinacional, concretamente, el vínculo entre las casas matrices y sus subsidiarias, una relación que si bien se basa en las necesidades de expansión territorial y de adaptación a terceros mercados, no deja de ser jerárquica, dado que la estrategia global de la firma, el diseño y el control de la tecnología y las finanzas se reserva en la casa matriz.

Así, las clases hegemónicas son las que conducen la matriz, normalmente asentada en su país de origen, en general, aunque no siempre, del Primer Mundo. Las clases que conducen las subsidiarias en la periferia funcionan como auxiliares, pero a su vez pueden ser hegemónicas en sus propios países. Lo que tienen en común ambas clases es que quieren un modelo que garantice la libre movilidad de capitales y mercancías, lo que ayuda a comprender la ideología del nuevo orden capitalista global, pero también sus jerarquías y dónde se acumula el poder, el conocimiento y la capacidad de control sobre las infraestructuras críticas y el proceso productivo planetario.

La ruta del excedente

Dada esta estructura de clases global, es posible inferir lo que puede denominarse “la ruta del excedente”, que va desde el trabajador en la periferia a la cúpula de la multinacional en el centro del sistema. El dato diferencial en la era del imperialismo tecnológico es que esta estructura dejó de ser puramente geográfica. Una de las características del imperialismo tecnológico es la consolidación del desarrollo de las cadenas globales de valor, lo que dio lugar no sólo a la multiplicación de las escalas, sino –y por definición– a una desterritorialización de los procesos productivos, el ya famoso offshoring que tanto preocupa a Donald Trump.

La primera desterritorialización, la más evidente, fue la de la producción física, con las distintas etapas de los procesos separadas en distintas regiones del planeta. Un ejemplo simple es la producción automotriz, que siguiendo incentivos de costos toma insumos de un país, compra piezas y partes en otros y ensambla en otro distinto. Sin embargo, como describe el economista Richard Baldwin en La convulsión globótica (4), en la etapa actual también se produjo una globalización del trabajo. Gracias a las nuevas tecnologías, los trabajadores de los países subdesarrollados ya no necesitarían migrar a los desarrollados. El “peligro” residiría en lo que Baldwin llama “telemigración”, el nuevo temor xenófobo sería que el nigeriano “le saque el trabajo” al europeo sin moverse de su país y, por supuesto, a un costo salarial menor.
Pero lo que es amenaza para unos es oportunidad para otros, como bien lo saben los psicólogos y programadores argentinos que desde hace años exportan sus servicios a cambio de dólares, euros y criptomonedas. Dicho de otra manera, lo que profundiza la desigualdad en un país, la atenúa en otros. Estas ideas, que hasta hace pocos años estaban reservadas a los analistas especializados, se tornaron evidentes a partir de la pandemia, que volvió habituales fenómenos como el teletrabajo y las conferencias virtuales. Así, la revolución tecnológica posibilitó que no sólo “la fábrica”, sino ahora también “la oficina”, se vuelva global; no sólo los bienes y servicios, sino también las tareas cognitivas.

Uno de los tantos efectos de estos procesos es que las fronteras físicas y las regulaciones de los Estados no desaparecen, pero se vuelven una interferencia progresiva. Parece arriesgado decirlo, pero la ideología del nuevo imperialismo está en la técnica, viene con ella. Y frente a ella, el trabajador está cada vez más atomizado, más solo. Su vínculo con el mundo resulta mediado cada vez más por el software y el hardware tecnológicos. No hace falta exigir la imaginación para advertir los efectos de esta nueva realidad material en la organización política y económica, para entender por qué el ágora de las campañas electorales ya no son las plazas y los medios de comunicación de masas, sino las redes sociales, para comprender por qué un megamillonario como Musk se compra Twitter y no cien diarios o canales de televisión. Y también para entender cómo el excedente económico fluye hacia los propietarios de las nuevas plataformas tecnológicas.

¿Y la periferia?

En el nuevo escenario global resta la pregunta por las posibilidades de inserción de la periferia. Un punto de partida es comprender que muchos procesos que solían analizarse como locales son en realidad producto de transformaciones internacionales. Quizá el mejor ejemplo sea el fin del modelo de la industrialización sustitutiva de importaciones (ISI), que fue concomitante con los cambios de escala asociados al desarrollo de las cadenas globales de valor, es decir concomitante a la globalización de la producción. Vale recordar que, en general, los procesos de industrialización en la periferia, salvo los casos de “desarrollo por invitación”, estuvieron propiciados por restricciones globales a la libre circulación de capitales y mercancías, como por ejemplo durante las guerras mundiales, lo que la vieja Cepal llamaba “crisis en el centro”. Hoy esas crisis no están a la vista. Existe un solo modelo, el capitalismo, que se presenta con dos variantes principales, la estadounidense y la china. La batalla es intracapitalista y la carrera es tecnológica. Los niveles de planificación y los volúmenes de inversión excluyen a la periferia de la disputa.

Países como Argentina, que no tienen ningún control sobre los activos críticos del capital tecnológico, necesitan concentrarse en los mercados en los que tienen capacidad real de competir. Dos viejas tendencias quedaron decididamente obsoletas: la economía cerrada y las políticas indiscriminadas. Si se decide promover sectores, se deben hacer apuestas inteligentes y competitivas. Para decirlo con ejemplos, más INVAP y más biotecnología y menos régimen de Tierra del Fuego. El país necesita profundizar en aquello que ya demostró ser competitivo. Los sectores son claros: el agro y la agroindustria, las biociencias, el área nuclear, la llamada economía del conocimiento, que puede ser más que comercio electrónico, y los recursos naturales, hidrocarburos y minería, tarea para la que también existe escasez de capital local. Por aquí pasa la corriente principal.
Regresando al principio, reformulemos a Lenin: el imperialismo tecnológico no es una nueva singularidad, sino apenas la fase actual del capitalismo, ahora absoluta y multidimensionalmente global.

1. Plaza & Janés, Madrid, 1978.
2. Random House, Buenos Aires, 2024.
3. Catálogos, Buenos Aires, 1997.
4. Antoni Bosch Editor, 2019.

Por Claudio Scaletta * Economista. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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