Las reveldias del Siglo XXI
El filósofo español José Ortega y Gasset comenzó a publicar en 1927 una serie de artículos en el diario El Sol, que en 1930 se reunieron para dar forma a uno de los ensayos más leídos en el mundo hispano americano: La rebelión de las masas. El libro fue editado en el período de entreguerras, cuando Mussolini ya se encontraba en el poder y se había producido –en la década anterior– la revolución bolchevique. Europa asistía al apogeo de los movimientos de masas de izquierdas y de derecha, y para Ortega estos hechos marcaban el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Desde su perspectiva, situada en un liberalismo elitista, de tono aristocratizante, consideraba que “las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad”. De allí deducía que Europa sufría “la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer (…) su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama la rebelión de las masas. El hecho de la aglomeración, del ‘lleno’. Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores”.
El libro de Ortega se estructura alrededor de una idea central: ha terminado el período de primacía de las élites y las masas, liberadas de la sujeción de aquéllas, irrumpen provocando un profundo trastorno de los valores tradicionales. El concepto de “masa” para Ortega no coincide para nada con el de clase social del marxismo. La “masa” a que se refiere abraza transversalmente a hombres y mujeres de distintas clases sociales, igualándolos en un ser colectivo en el que se han fundido, abdicando de su individualidad para adquirir la de la colectividad, para ser nada más que una “parte de la tribu”. El filósofo español consideraba que “una de las consecuencias de la primacía del hombre-masa en la vida de las naciones es el desinterés de la sociedad aquejada de primitivismo y de vulgaridad por los principios generales de la cultura, es decir, por las bases mismas de la civilización”. Añadía que “la división de la sociedad en masas y minorías excelentes es la división más radical que cabe hacer en la humanidad en dos clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva”. Los prejuicios de Ortega sobre las masas no han dejado de perder actualidad desde entonces.
La rebelión del público
En 2014, es decir 85 años después del ensayo de Ortega, el analista Martín Gurri publicó en Estados Unidos La rebelión del público. La crisis de autoridad en el nuevo milenio (Ed. Interferencias, 2023, versión en español) un libro sumamente útil para entender las rebeldías de izquierda y derecha que pueblan las dos primeras décadas del siglo XXI. Según Gurri se puede demostrar que un orden social viejo y anquilosado, enraizado en las jerarquías y convenciones de la sociedad industrial, está agonizando, aunque el sustituto aún no haya aparecido en el horizonte. Considera que una revolución en la naturaleza y el contenido de la comunicación –la Quinta Ola de la información– ha terminado con el control desde arriba que las elites ejercieron sobre el público durante la era industrial. Por consiguiente, existe una fina línea de puntos que vincula episodios aparentemente tan distantes como la muerte de los periódicos, el fracaso de los partidos políticos establecidos, el avance imparable en todo el globo de Facebook y Google, y la propagación casi universal del teléfono celular. En su opinión asistimos a la colisión de dos modos de organizar la vida: uno jerárquico, industrial, y de arriba hacia abajo; el otro, conectado en red, igualitario, de abajo hacia arriba. Los hitos más famosos del viejo régimen, como los diarios y los partidos políticos, han comenzado a desintegrarse bajo la presión de esta colisión en cámara lenta y muchos rasgos que valorábamos del viejo mundo, como la democracia liberal y la estabilidad económica, también están amenazados.
A diferencia de las masas a las que se refería Ortega, Gurri toma como sujeto protagonista al público, que no es un cuerpo fijo de individuos. Sería más correcto hablar de los públicos, como las personas que están interesadas en un determinado asunto. Por lo tanto, no existe un único cuerpo del público, sino que hay muchos públicos, cada uno inserto en una circunstancia y cultura particular. Esos públicos son los que se han alzado tras el entierro que habían sufrido por parte de las masas en la etapa de la industrialización. Tradicionalmente las sociedades se estructuran alrededor de un endoesqueleto institucional jerárquico que articula el gobierno y representa a la autoridad establecida y acreditada. Otras organizaciones de la sociedad como las corporaciones, las universidades, los sindicatos, etcétera, repiten el mismo esquema. “La jerarquía ha gobernado el mundo desde que la raza humana alcanzó números significativos”, explica Gurri. Contra esa ciudadela basada en el statu quo, se ha alzado la Quinta Ola organizada en red. Esta rebelión pública está motorizada por aficionados desconocidos que se han conectado a través de dispositivos digitales. El nuevo agente perturbador, que se interpone entre la autoridad y el público, es la información. “Con la llegada de la esfera global de la información, cada fracaso es capturado, reproducido, multiplicado, amplificado y tomado como representativo de la autoridad en su conjunto. El ataque a la autoridad se ha expandido a prácticamente cada punto del paisaje social donde una jerarquía establecida se enfrenta con un público que domina las nuevas plataformas de comunicación”.
El debilitamiento del poder
Moisés Naim en El fin del poder (Ed. Debates, 2013) había aclarado que el título de su libro no podría llevar a pensar que el poder había terminado. Es obvio que en el mundo hay muchísima gente e instituciones con un inmenso poder. Pero también es cierto que el poder se está volviendo cada vez más débil y, por tanto, más efímero. Su tesis es que “mientras los Estados, las empresas, los partidos políticos, los movimientos sociales, las instituciones y los líderes individuales rivalizan por el poder como han hecho siempre, el poder en sí —eso por lo que luchan tan desesperadamente, lo que tanto desean obtener y conservar— está perdiendo eficacia. En pocas palabras, el poder ya no es lo que era. En el siglo XXI, el poder es más fácil de adquirir, más difícil de utilizar y más fácil de perder”. En su opinión, existían tres transformaciones revolucionarias que operaban sobre el poder. La primera, siguiendo la estela de Ortega, señalaba “la revolución del más”, es decir el aumento de todo (el número de países, la población, el nivel de vida, las tasas de alfabetización, el incremento en la salud y la cantidad de productos, partidos políticos y religiones). La otra transformación se refiere a la revolución de la movilidad, donde la gente, los productos, la tecnología y el dinero se mueven más que nunca y a menor coste. Finalmente, la revolución de la mentalidad, que refleja los grandes cambios de modos de pensar, expectativas y aspiraciones que han acompañado a esas transformaciones.
Las víctimas
Lugo de esta breve incursión por los autores que han reflejado los cambios de época, podemos dirigir nuestra atención a los afectados por estas transformaciones propiciadas por el uso político de las nuevas tecnologías. Se trata de un tema muy vasto, pero es posible detenerse en el análisis de las principales víctimas de estos procesos. En primer lugar, los periódicos, es decir los medios escritos que permitían, a través de sus columnas de opinión, favorecer el debate político. Las redes sociales son contrarias a la reflexión serena y buscan la brevedad y el impacto emocional inmediato. Esto permite que algunos partidos políticos hagan uso de las redes para acomodar su relato a visiones maniqueas estereotipadas, que evocan aquellas series infantiles que se veían en los cines de barrio en la década del ‘50. Toda la política queda reducida de este modo a la lucha de “los hombres de bien” contra la “casta” o, en un descenso por los círculos del infierno de Dante, contra las “ratas humanas” que se alojan en el Congreso. Cabe señalar aquí que para Naim, el estilo de Javier Milei y la confrontación permanente es un arma de doble filo que le será disfuncional en el mediano plazo porque “las pugnas son paralizantes a la toma de decisiones y degradan la calidad de las decisiones públicas”.
La otra víctima de las nuevas tecnologías son los partidos políticos tradicionales, que sucumben ante el fenómeno de nuevos partidos extremos, alejados de los consensos fundamentales que sustentan la estabilidad democrática. Se trata del discurso de la anti-política, que busca anatemizar a los partidos como conjunto. En Europa, la extrema derecha ha pasado a ser una fuerza relevante en Austria, Francia, Hungría, Italia, los Países Bajos, Polonia y Suecia. No obstante, conviene matizar esta idea. En los países donde los partidos políticos tradicionales son débiles, dado que funcionan más bien como plataformas electorales –como es el caso de la Argentina– es notorio que enfrentan un problema existencial. En cambio, en otros países como España, los partidos políticos tanto conservadores (PP) como socialdemócratas (PSOE) han sabido sostenerse frente a la polarización que dio lugar a la formación de nuevos partidos populistas de izquierda (Podemos) o de derecha (Vox). El ejemplo más notorio es el de Podemos, que llegó a amenazar a la hegemonía del PSOE al obtener más de 5 millones de votos (21 % del electorado) en 2015 y que hoy se ve reducido a la irrelevancia. Un fracaso similar ha sufrido el Movimiento 5 Estrellas en Italia. Son ejemplos muy aleccionadores para la Argentina dado que evidencian que el discurso de la anti-política resulta eficaz para alcanzar cuotas de poder en el corto plazo pero inevitablemente se ve sometido a un desgaste acelerado en el largo plazo.
¿Qué hacer?
La alternativa frente al fenómeno de las formaciones de extrema derecha pasa inevitablemente por el fortalecimiento de los partidos políticos que son representativos de las corrientes profundas que anidan en las sociedades. Es inevitable reconocer la existencia de dos fuerzas que operan en las sociedades capitalistas. Una busca conservar el mecanismo de incentivos propio del sistema basado en una economía que refuerza lo privado. La otra fuerza aspira a reducir las desigualdades, fortalecer el Estado del bienestar y evitar que la desregulación de la economía conduzca a la degradación del medio ambiente. Estas fuerzas no aspiran a cambios radicales del sistema y se mueven en las coordenadas de la democracia social. Ninguna puede pensar que está en condiciones de aniquilar a la otra, de modo que la alternancia está instalada siempre como una posibilidad. Estas fuerzas políticas deben, frente al fenómeno de la anti-política, hacer un examen profundo de las causas que han llevado al desprestigio de los partidos tradicionales y establecer reglas claras de juego limpio que impidan el uso partidista del Estado, la financiación ilegal de la actividad política o los usos políticos de la Justicia.
Moisés Naim argumenta que estos acuerdos en las reglas de juego deberían ser acompañados de media docena de consensos básicos sobre políticas de Estado que garanticen la estabilidad macroeconómica, puedan generar confianza en los ciudadanos y cambien la visión instalada por la anti-política. Sostiene que, en las próximas décadas, los países que logren alianzas internas que los fortalezcan externamente y que les permitan operar en un marco de estabilidad son los que van a tener más crecimiento y mayor desarrollo social. En cambio, en los países donde operen fuerzas que quieran imponer visiones dogmáticas sectarias, con capacidad de bloqueo, van a quedar rezagados. Añade que los problemas que tiene la Argentina hoy no pueden ser resueltos por una sola persona o por un solo grupo. “La sola mención de las alianzas hace reír a los cínicos, pero la verdad es que los problemas que tiene la Argentina no pueden ser resueltos si no hay un acuerdo nacional. Tan sencillo y dramático como eso”.
Por Aleardo Laria Rajneri / El Cohete