¿Nacionalistas o reaccionarios?
En Argentina estamos atravesando el insólito experimento del gobierno de Milei. El golpe es tan fuerte que todavía vivimos bajo el aturdimiento de ese hecho. Como efecto de este escenario distópico todas las ideas preestablecidas quedaron sospechadas, los debates se suceden caóticamente, cada quien busca su culpable favorito. Pero más allá de las limitaciones o perjuicios que trae la discusión en (y para) las redes sociales, avanza una conversación sobre qué representan algunos liderazgos internacionales y, en forma más general, en qué mundo se desarrolla nuestra aventura “libertaria”.
Una premisa muy difundida es que estamos ante un resurgimiento de las fuerzas “nacionalistas” en Occidente. Desde algunos sectores del peronismo, se suele agregar en tono positivo: nuestras ideas ahora coinciden con ideas que están de moda en esos centros de poder (Estados Unidos y Europa, básicamente), lo cual tendría el beneficio de que el propio proyecto nacional argentino podría ser comprendido y aceptado.
Este auge nacional se daría a partir de una disputa entre “globalistas” y “nacionalistas”. Los primeros abogan por mantener ciertas reglas generales a través de organismos varios, promoción de mercados abiertos, una agenda cultural de élite “progresista” de minorías intensas, mientras que los segundos tendrían la intención de volver a las raíces de cada uno de los países: menor injerencia exterior, cierta autonomía en cuanto al manejo de la economía y un regreso al capitalismo clásico de producción y consumo.
Ese diagnóstico está equivocado.
Supuestos nacionalismos
Tanto en Estados Unidos como en Europa, más allá de la retórica encendida de los propios políticos reaccionarios, hay consensos multipartidarios en muchos aspectos que acá se creen que son grietas. Por ejemplo, la política del demócrata Biden hacia China no cambió demasiado –y en algunos planos se profundizó– respecto de la que llevó adelante el republicano Trump en su primer mandato. Biden estuvo lejos de querer reflotar grandes acuerdos comerciales, algo que era una tónica también compartida entre ambos partidos hasta los años de Obama. Por otro lado, el regreso de industrias y empresas a suelo estadounidense tampoco es exclusividad de la gestión “nacionalista” del ex presidente: durante los años de Biden, donde también influyeron los coletazos de la pandemia y las consecuencias de las pujas con China, el proceso de “reshoring” de las compañias estadounidenses no sólo continuó, sino que se acentuó. Pero al mismo tiempo tampoco se modificó sustancialmente el peso de las importaciones que llegan a Estados Unidos (alrededor de un 11% del PBI desde hace veinticinco años), desmintiendo una tendencia de “autarquía”, lo cual explica que una consecuencia del conflicto con China sea el actual auge de inversiones e importaciones procedentes de México. Por el contrario, fue Biden y no Trump quien dijo el año pasado: “Los trabajos están regresando, el orgullo está regresando debido a las decisiones que tomamos en los últimos años”, cuando defendió una política industrial agresiva, con subsidios y protecciones varias bien alejadas de las normas de la OMC.
En definitiva, así como todos eran más o menos promotores de los acuerdos de libre comercio en los años de Clinton o Bush, ahora son todos más o menos proteccionistas y anti China.
Tampoco se confirmó la idea de que Trump iba a poner fin a las intervenciones de Estados Unidos en el mundo en lo que sería un supuesto neo “aislacionismo”. Sólo para señalar algunos casos, durante su presidencia volvió la tensión con Irán (cuando de forma intempestiva se retiró de un acuerdo nuclear que venía funcionando virtuosamente y aún más cuando asesinó al comandante Quasem Solemaini), movió la sede diplomática en Israel en un gesto unívoco de apoyo a la gestión extremista del gobierno de Netanyahu y, en nuestra región, dio marcha atrás con la normalización de las relaciones diplomáticas con Cuba y llegó a discutir al interior de su gobierno una posible invasión militar en Venezuela.
Resulta extraño que cueste ver ese espíritu intervencionista desde Argentina, donde tuvimos el célebre préstamo del Fondo Monetario Internacional para estabilizar el proyecto político de Mauricio Macri en 2018. Como aclaró el propio representante de Estados Unidos en el FMI de aquel entonces, Claver Carone: “Yo tenía a los europeos enfrente de mí, cuando quisimos impulsar e impulsamos el programa de asistencia más grande en la historia del Fondo Monetario Internacional para ayudar a la Argentina en su momento de crisis, fueron los europeos que estaban peleados contra nosotros, porque no querían ayudar a la Argentina, porque no les interesaba el Hemisferio Occidental”. De forma más directa también lo confirmó Carlos Melconian, cuando dijo que Macri lo quiso seducir para que asumiera como ministro al decirle que los estadounidenses “me están dando la plata para ganar la elección”. Más allá de estas declaraciones, resulta evidente que sin una sintonía política muy relevante y una mirada muy negativa sobre un eventual retorno del peronismo al poder, no hay demasiadas explicaciones para entender la decisión de Trump de romper las reglas del FMI habilitando semejante préstamo a nuestro país. Como sea, este ejemplo podría mostrar un Trump “globalista” con uso intensivo de un organismo internacional de Bretton Woods.
Así como todos eran más o menos promotores de los acuerdos de libre comercio en los años de Clinton o Bush, ahora son todos más o menos proteccionistas y anti China.
Así como gran parte de la ciudadanía argentina no tiene claro que el drama de la deuda fue provocado por una decisión del gobierno de Macri, otro tanto pasa con el rol de la administración estadounidense en el mismo suceso. Y tal vez, ambos “ocultamientos” tengan origen en la decisión del ex presidente Alberto Fernández de no clavar allí una bandera contundente.
Volvamos a la caracterización de estos supuestos “nacionalismos” de los países centrales de Occidente. Esa identidad, ya discutible en Trump, es todavía más tenue en figuras como Giorgia Meloni, que pasó de posturas críticas respecto de la Unión Europea a ser parte contundente de su conducción. A punto de cumplir ya dos años al frente del gobierno de Italia, no se avistan proyectos de salir de la Unión, ni siquiera de cuestionar la parte fundamental de los acuerdos que la sustentan, como la centralización de la política monetaria y bancaria. Además, Meloni se ha plegado a los defensores de Ucrania y su objetivo principal en la política europea es ver cuánto puede quedarse del jugoso presupuesto militar regional para direccionar hacia las empresas italianas vinculadas a la industria de defensa. Nada de autonomía, nada de cambio geopolítico, nada anti establishment.
Por último, asoma la figura de Marine Le Pen, que quedó una vez más a las puertas del gobierno francés sin poder ingresar. En este caso se suele hacer hincapié en que el nacionalismo de Le Pen tiene incluso una particularidad “popular”, en el sentido de que logró representar a los trabajadores asalariados franceses. Ese corrimiento de votos ocurrió efectivamente, aunque no es una novedad. Se trata de una dinámica histórica larga, en la medida en que los gobiernos socialdemócratas fueron perdiendo legitimidad en sus bases electorales y la izquierda dura quedó sin proyecto desde la caída del muro de Berlín. Aún así, es importante tener en cuenta que las centrales sindicales francesas fueron y son fervientes opositoras a la llegada de Le Pen al gobierno. Y se trata de las centrales sindicales que mayores límites lograron poner a las avanzadas de los programas neoliberales de las últimas décadas en Europa. Todavía más esclarecedor es lo que están haciendo, desde el otro extremo social, los grandes empresarios galos. En esta última elección, donde como nunca se temió que el dique anti Le Pen terminara de romperse, algunos destacados empresarios, como el multimillonario Vicent Bolloré, apoyaron decididamente a la hija de quien en 2005 fuera condenado por decir que la ocupación nazi de Francia “no fue particularmente inhumana”. Bolloré, además de multimillonario, es un pulpo mediático, y tiene como costumbre adquirir revistas, radios y canales de televisión tradicionales y muy conocidos para los franceses y cambiar la línea editorial previa por una marcadamente reaccionaria.
En esa misma dirección de acercamiento a los grandes empresarios franceses, quien era el candidato a Primer Ministro de Marine Le Pen, Jordan Bardella, cerró su campaña electoral avisando que la promesa de retrotraer la baja de la edad jubilatoria que había hecho Macron no estaba garantizada “en un primer momento”. A lo que agregó que “hay que hacer concesiones” y que “en temas económicos, soy razonable”; todas melodías muy atractivas para el empresariado francés que, como buena élite, se encuentra migrando del macronismo declinante en busca de otros resguardos políticos con más futuro.
Si a eso le sumamos la emergencia, después de años, de una izquierda con un programa anti neoliberal marcado y con votos, la dinámica real no parece la de un nacionalismo de derecha popular que viene a representar a los obreros y la identidad francesa contra el orden establecido, sino la de una descomposición del centro político y una nueva alianza entre la ultraderecha política y los grandes empresarios galos por un lado, y un intento de reorganización desde la izquierda donde también existe una apelación a la identidad nacional.
Hay un solo punto en que son consistentes todos estos supuestos “nacionalismos” del Norte. Ese punto es una agenda retrógrada con respecto a derechos civiles y, en particular, hacia los inmigrantes en cada uno de esos países. La cuestión migratoria tiene varios puntos para analizar, pero se suele saltear lo obvio: las políticas antiinmigrantes son, antes que nada, políticas contra los más pobres. Es decir, una política que restringe derechos a los inmigrantes es una política que al final facilita su explotación laboral. Ni en Europa ni en Estados Unidos los inmigrantes son una capa superficial y reciente sino que, después de décadas, conforman un sustrato social sólido y en una inmensa mayoría constituyen la base de la pirámide social y laboral. No advertir esta clave significa “comprar” la retórica reaccionaria que hace pasar esta política como una cuestión “cultural” o de protección de una identidad nacional. Menos inmigrantes o inmigrantes más desprotegidos es menos Estado de bienestar, menos gasto público y más facilidades para que los empleadores nieguen derechos a esas personas. Ese programa es, finalmente, una forma de disciplinamiento para todos los trabajadores (aún los “nacionales”) en tanto hace descender la vara salarial y de derechos para todos. No parece muy “popular”, ni “nacional”.
Hijos del neoliberalismo
En definitiva, lo que está ocurriendo en Occidente no es un retorno feliz a las identidades nacionales. Tampoco una recuperación de las agendas de las mayorías sociales, ni la emergencia de un “localismo” productivo que vuelve sobre los pasos de la globalización capitalista. Lo que viene ocurriendo es algo menos nuevo y menos sexy: la aparición de productos políticos cada vez más reaccionarios y retrógrados después de cuarenta años de dominio neoliberal hegemónico. No son su contrario ni su antídoto, son su consecuencia. Desde hace cuatro décadas que Estados Unidos y Europa vienen consolidando una política económica en favor de las corporaciones y en contra de las mayorías. El famoso y reiterativo “el 1% de la población concentra el… de la riqueza” tuvo sus hijos políticos y culturales. Después de una guerra social de cuarenta años finalmente se horadaron los consensos políticos, sociales y culturales largamente construidos. Es elemental: si las sociedades se volvieron cada vez más desiguales, si los Estados y gobiernos cada vez dieron menos soluciones a los ciudadanos, pero si además –en ese mismo proceso– los partidos de izquierda, los sindicatos y movimientos contestatarios en general perdieron músculo o se plegaron al programa neoliberal, el corrimiento hacia la derecha no tuvo (ni parece tener por ahora) límite.
En definitiva, no se trata de un auge nacionalista, sino de la expresión política más fiel a la actual fase del ciclo neoliberal.
Si lo entendemos desde esta perspectiva, la dinámica política europea y estadounidense (y en un sentido más amplio, de todo Occidente, Argentina incluida) se vuelve mucho más clara y coherente: el neoliberalismo no es sólo una agenda económica, sino un gran rediseño de poder, cuyo objetivo es concentrarlo en las esferas más altas y reducirlo en las bajas y medias. Por eso todos estos movimientos, además de anti inmigrantes, son anti sindicales, anti feministas, anti minorías, anti Estado. Son anti cualquier cosa que pueda funcionar como freno al poder de los más ricos y las élites. El peronismo no puede ver allí otra cosa que su contra espejo, su némesis.
Por eso, más allá de ciertos maquillajes, este movimiento reaccionario es también un movimiento de arriba hacia abajo. Muchas veces se piensa lo contrario por el carácter outsider de algunos de estos liderazgos emergentes. Pero eso se liga con lo que decíamos arriba: al tratarse de un proceso de larga duración (las cuatro décadas neoliberales) los sistemas políticos y sus elencos fueron perdiendo legitimidad social, abriéndose espacios para personajes alternativos. Los outsiders, lejos de venir a romper los esquemas del sistema, vienen a profundizarlos aún más. Como si le estuvieran dando rosca a un tornillo ya muy gastado, cada vuelta viene con más fuerza, cada vuelta se hace de forma más brusca, pero siempre con la misma dirección y objetivo: concentrar la riqueza y el poder un escalón cada vez más arriba.
De hecho, si invertimos el uso de las palabras que hacen desde la “Internacional Reaccionaria” –como bien bautizó Juan Gabriel Tokatlian– podría calificarse a esos movimientos como parte de un nuevo “globalismo” antes que de un “nacionalismo”, en tanto responden bastante bien a los objetivos que declaman algunos miembros connotados de la nueva élite empresarial global como Elon Musk o Mark Zuckerberg. El primero ya apoyó públicamente a Trump desde su propia plataforma social. En una entrevista reciente, Zuckerberg admitió que fue seducido por la potente imagen de Trump saliendo con el puño en alto luego del atentado en Pensilvania.
Los outsiders, lejos de venir a romper los esquemas del sistema, vienen a profundizarlos aún más.
Este neoliberalismo o globalismo tardío va de la mano de un imaginario “antisistema” que los grandes empresarios tech de nuestra época compran entusiasmados. Parece una contradicción, pero es solo aparente. Una vez que los programas neoliberales se asentaron y fueron generando modificaciones profundas, las nuevas camadas de empresarios siguieron avanzando sobre terrenos que antes eran espacios estatales o públicos: cohetes al espacio, plataformas de conversación pública, grandes infraestructuras de comunicación, incluso la “fabricación” de dinero. En todo caso, el rol de estos “nacionalismos” parece ser más el de garantizar un cambio cultural profundo y una tendencia a una involución democrática que vuelva más difícil cuestionar el orden social con las herramientas legales.
Modelos para Argentina
¿Dónde pueden mirar entonces fuerzas como el peronismo argentino, que en medio de una crisis profunda debe, al mismo tiempo, empezar a configurar un proyecto alternativo de poder? Más allá de nuestra pertenencia –subordinada y periférica, cabe recordar– a Occidente, sí existen verdaderos proyectos nacionalistas en auge en otras regiones del mundo. China, India, el sudeste asiático, Rusia, incluso incipientes movimientos en África, buscan de distintas maneras construir proyectos nacionales más o menos exitosos en los últimos tiempos. Por supuesto que con enormes diferencias en sus sistemas políticos, en sus valores culturales, en sus políticas civiles y de derechos humanos para con sus ciudadanos, entre otras diferencias notorias. No se trata de copiar nada de eso. Simplemente, advertir que allí, en esos territorios, existen ejemplos de desarrollo económico e industrial reciente, de reducción de la pobreza, de esquemas híbridos de participación estatal y privada, de relaciones internacionales bajo lógicas de cooperación. Un mundo. Pero un mundo que va hacia el futuro. Y en el que, al menos, las preguntas y desafíos guardan alguna relación con nuestra realidad concreta.
En esos países suele darse un elemento que, creemos, es parte sustancial del intríngulis argentino. De distintas maneras, con distintos formatos políticos, los grandes empresarios de esas naciones debieron aceptar ser parte de un todo más grande, donde la última palabra no la tienen ellos, sino los Estados a través de sus gobiernos. Un capitalismo con mucha regulación política para garantizar no sólo cierto bienestar social, sino también el indispensable desarrollo e interés nacional. A la luz de lo que nos pasó en la última década y media, cabe la pregunta de si no es ese también nuestro tema central de cara al futuro.
Por Federico Vázquez * Periodista. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur