La singularidad argentina

Actualidad11 de noviembre de 2024
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La ultraderecha es la hija no reconocida

del fracaso del progresismo neoliberal.

 
Desde que Javier Milei se impuso en la segunda vuelta electoral de la que se cumplirá un año próximamente, analistas y periodistas de todo el mundo comenzaron a resaltar los puntos comunes entre la trayectoria de Milei y la de otros políticos en el mundo a los que se quiere incluir en una supuesta internacional política.

Ese nivel de arbitrariedad descriptiva nos señala como “estrategas coordinados” a Milei, Trump, Bolsonaro, Marine Le Pen o Georgia Meloni.

Sin embargo, la tendencia a la simplificación y a la comparación de peras con melones no parece muy adecuada para la profundidad analítica.

En principio, ninguno de los nombrados, salvo Milei se ve como anarcocapitalista con la misión celestial de destruir el Estado de su país.

La tendencia a juzgar la totalidad de la política en base a la posición puntual sobre determinados aspectos de la periferia de un plan de gobierno hace que muchos crean que Milei y Trump plantean lo mismo, lo que claramente no es así.

Sí es cierto que ambos defienden los mismos intereses, los de Estados Unidos, pero las coincidencias en lo programático son bastante menos de lo que se señala. Uno, Milei, es un globalista libertario antiestatal al servicio de las empresas multinacionales y los bancos globales, y el otro, Trump, es un derechista nacionalista conservador pero partidario de usar el Estado de su país y sus herramientas para proteger su economía interna y sobre todo los puestos de trabajo en su país.

Al igual que Trump y Bolsonaro, Milei se presenta como alguien que no forma parte del establishment y que llegó para luchar contra las élites políticas.

Esta premisa, sin embargo, es sobre todo falsa en Bolsonaro. Un “permanente” del Congreso Brasileño por más de tres décadas, que además proviene de las Fuerzas Armadas de Brasil. Es decir, alguien que no es ajeno al sistema político de su país ni mucho menos “outsider” del establishment de Brasilia.

Además, Bolsonaro es producto de un fraude electoral que proscribió a Lula da Silva y que dio inicio a su ilegitimo gobierno. Cuando Lula pudo ser candidato, Bolsonaro fue derrotado sin atenuantes.

La situación de Milei es bien diferente. Sin dirigentes argentinos proscriptos, a excepción del exvicepresidente Amado Boudou, Milei se impuso claramente sin estructura ni fuerza política organizada ante el desastre del gobierno del Frente de Todos liderado por Alberto y Cristina Fernández.

Milei fue economista en el sector privado en uno de los principales grupos empresariales de Argentina, la Corporación América, que tiene negocios que van desde la gestión de aeropuertos hasta la agroindustria, y su meteórico ascenso no solo es atribuible a su discurso contra “los políticos de siempre” desde los medios de comunicación privados, sino principalmente a los muy malos gobiernos de Mauricio Macri y de Alberto y Cristina Fernández, cuyas imágenes y popularidad están muy lejos de ser competitivas electoralmente.

Milei está bastante lejos de Trump en múltiples aspectos, si bien coinciden en su desprecio por el cambio climático y por las políticas de género.

Pero en lo geopolítico están bastante distantes. Trump cree al igual que Le Pen que la OTAN es un dispositivo caro e inútil al que ninguno de ellos considera valioso y financiable y ambos, Trump y Le Pen, cuestionan también a la OCDE y a la propia Unión Europea defendiendo a rajatabla su moneda nacional.

Milei en cambio se arrastra para ser aceptado en OCDE y OTAN y considera que ni la moneda argentina ni el Banco Central son necesarios.

Como sucede en estos casos, que parezcan similares no significa que lo sean.

Por otro lado, tanto Milei como Trump, Bolsonaro, Marine Le Pen o Georgia Meloni, son beneficiarios de la frustración de sus sociedades por la desigualdad, la que lleva a sectores importantes de la población a identificarse de modo desesperado con “outsiders” que ilusionen con un progreso económico que los gobiernos moderados de centro progresista no han podido resolver, ya que lo único que no han moderado son el crecimiento de la desigualdad y de la pobreza de sus electores.

Ante esta realidad inocultable la reacción suele ser la misma en distintas latitudes. Se escucha aquello de que “el pueblo no sabe votar” mientras se señala que los votos de candidatos de estas características se amontonan entre gente “inculta de baja educación” y “engañada por las redes sociales”.

La misma lógica que señala desde un progresismo de formato religioso que “infieles y blasfemos descarriados” a ese relato portador inmanente del bien solo merecen la cancelación ya que no están capacitados para la democracia.

Autocritica de la insolvencia política progresista, de su traición a los vulnerables que decían representar, del desastre de sus gobiernos, de su complicidad con la desigualdad, ninguna. Una mirada maniquea sobre el bien y el mal, que los ubica a ellos como fiscales y jueces de ese “incomprensible” comportamiento electoral, reiterado en distintas latitudes.

Esta descalificación del voto popular ha venido acompañada de una insólita limitación a la libertad de pensar. Quien se atreva a no someterse al dogma del progresismo actual, intentando visibilizar el efecto nocivo de la inseguridad en barrios populares, el de la inflación deteriorando los salarios, el del exceso de esencialización de las minorías, será “cancelado” de inmediato ya sea como “cómplice de la criminología mediática” o como “fascista representante del patriarcado”. Quien señale la sostenida pérdida de derechos de los sectores más desprotegidos o la distribución cada vez más desigual del ingreso mientras gobierna el “progresismo”, “le hace el juego a la derecha”. Lo vemos en Argentina y también en el resto de occidente.

Trump, Milei, Bolsonaro, Le Pen y Meloni, agradecidos a tanta insolvencia, aunque no sean ellos lo mismo entre sí. La soberbia y la incapacidad de sus adversarios los transforma en beneficiaros electorales de tanto desatino.

 

Por Marcelo Brigada * Analista político.

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