Los Ingalls
Cuando era chica, y estoy hablando de hace medio siglo - que para mí es muchísimo pero para la historia es nada-, pasaban por televisión una serie que se llamaba los Ingalls, o La casa de la pradera. Era una estilización hasta lo exasperante de las bondades de la vida rural posterior al western, donde los conflictos podían ser los anteojos rotos de un vecino, o el fracaso de un pastel de cumpleaños. Todos eran buenos y aunque vivían en la pequeña casa, que en realidad era un monoambiente, la familia Ingalls parecía no necesitar nada más para la felicidad.
En la época en la que los niños veíamos los Ingalls, era precisamente eso lo que nos atraía. Esa satisfacción con lo mínimo. Esa austeridad y ese esfuerzo por sobrevivir que se traducían en besos en la frente antes de dormir, sopas humeantes por las noches, una armonía familiar que los niños espectadores nunca habíamos experimentado tan radicalmente como los Ingalls, que eran extremistas de la armonía familiar.
Nosotros ya necesitábamos más. Mucho más que los Ingalls. No solo porque nuestras vidas eran urbanas y en la pequeña casita de la pradera no hubiéramos sobrevivido ni cuatro días, sino porque nuestra propia época era la que se encargaba de hacer circular productos culturales masivos para compensar el malestar en el que vivíamos.
Y sin embargo, todavía no había llegado la dictadura. Todavía no había llegado el neoliberalismo. Todavía no había llegado el genocidio. O mejor dicho: mientras se sucedían las temporadas de los Ingalls, fue transcurriendo el horror. Empezó en l974 y terminó en l983.
Quiero decir: siendo niños, los que hoy pasamos los sesenta, experimentamos el bienestar capitalista, pero también y sobre todo su malestar. Y sin embargo, alcanzamos a vivir en un país sin las características económicamente monstruosas que hoy tiene la Argentina. Y fuimos también testigos del exacto momento en el que, bajo Martínez de Hoz, producir, trabajar y vivir en paz dejó de ser frecuente, y ahora dejó de ser posible. El de Milei es un país en el que no se puede producir, ni trabajar, ni vivir en paz. No hay manera, es absolutamente imposible. Y ya empezaron con los parlantes orwellianos y la caza de brujas. Retrocederán para adelante porque no tienen cintura sino odio.
El ideario extremista de esas políticas, que desde que se implantaron bajo el consenso de Washington no han dejado de radicalizarse al punto de haber destrozado una forma de gobierno, la democrática, es el que trajo a este país sus problemas aparentemente irresolubles. Para los que vivimos la dictadura, el menemismo, el delarruismo, el macrismo y ahora esto, no hay posibilidad de ver en el horizonte nada más que más sufrimiento, y no inútil: es útil para los mandantes de Milei, ese puñado de timberos que lo inventaron y que tienen rentabilidades del 2000 por ciento.
Vuelven al recuerdo los Ingalls, un producto capitalista cero zurdito, porque básicamente el éxito de la serie fue esa idealización de valores rurales y cuáqueros que veían bien la austeridad y que no aceptaban la mentira. Esos eran los productos culturales anteriores al neoliberalismo, que desde hace medio siglo trafica violencia en todos los intersticios posibles. Millones de niños crecieron viendo películas o series que mostraban la solidaridad como algo positivo. La que surge de ese modo de vivir en paz con la naturaleza, pero es del mismo orden que en las ciudades viven los vecinos de un edificio que se ayudan o se protegen recíprocamente.
No puedo creer que esté escribiendo sobre los Ingalls, lo juro, pero supongo que la náusea es tan honda, tan impronunciable, que por oposición surgieron aquellos recuerdos calmantes de la infancia frente al televisor, aquella inadvertida penetración cultural que se centraba en los dramas leves y en las modestas alegrías cotidianas de personas comunes y corrientes que por la noche siempre cenaban a la luz de las velas.
Supongo también que los Ingalls es un recuerdo sustituto, sobrevenido en la desesperación de ver que todo cae, todo se rompe, que nos quitan todo, que nos subestiman, que tantos están en venta y tantos compran gente. Puede llamarse también cansancio moral, porque ya es intolerable, ya es violento escuchar a Adorni con su repertorio displicente y cínico, gozando a “los caídos”.
El volumen de dolor de este país se huele desde lejos. Todos exudamos dolor. Los que no somos fachos, los que somos colectivistas, los que nos enorgullecemos cuando el hijo de un matrimonio cartonero como Ezequiel Frías se recibe de abogado, estamos siendo atormentados todos los días. Es obvio que somos más vulnerables que los ególatras, los egoístas y los egocéntricos porque ellos viven en su propia zona de confort. Nosotros somos atravesados por el abatimiento y la perplejidad de este shock.
No se combate al fascismo solamente con las herramientas políticas convencionales. Hay que apelar a otras. A las herramientas emocionales, nosotros, siempre con tanto miedo a los golpes bajos. Creo que por eso me acordé de los Ingalls, ahora que lo pienso mejor. Porque era un golpe bajo tanta placidez bucólica, desentendida de cualquier mal sentimiento. Pero hoy no me importa. Hoy, en esta circunstancia límite, tengo la sensación de que al fascismo se lo derrota también con coraje y alegría, siendo generosos, siendo hospitalarios, siendo éticos. Estas son cosas que se dicen siempre. Las digo en serio. Frente a la maldad encarnada, ya basta de resistencia. Contraataque. Pero para la lucha son necesarios, entre nosotros, los mejores sentimientos.
El compañerismo es algo que ellos no conocen, y no saben la fuerza de luchar por amor a la patria, que no es otra cosa que un pueblo feliz. Nosotros sí, y a esta altura es el compañerismo la más urgente forma del amor.
Por Sandra Russo * Periodista, escritora y docente / P12