¿Una Democracia ilegítima?

Actualidad07 de noviembre de 2024
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Horacio González, refiriéndose a la Revolución Francesa, decía en alguna parte que Libertad es una palabra muy bella, pero no lo suficientemente fuerte para caminar sola: necesita la ayuda de las otras dos, Igualdad y Fraternidad. Está de más decir que todo el capitalismo –aunque sobre todo en ese formato que ha dado en llamarse “neoliberal”- ha sido una empresa, a veces extremadamente violenta, para precisamente separar a la Libertad de sus dos palabras hermanas. Y si bien se puede decir que en cierto sentido la democracia moderna es un “invento” de la Revolución Francesa, esa fragmentación burguesa de sus componentes ideales de la que estamos hablando no ha hecho otra cosa que deslegitimar paulatinamente (y en los últimos tiempos muy aceleradamente) tanto el concepto como la práctica de la democracia. Es uno de los grandes debates filosófico-políticos de nuestra actualidad: ¿qué significa, cómo definir hoy, una democracia realmente legítima? Porque va de suyo, y casi da pudor tener que aclararlo, que esa definición, así como la democracia misma, no es una entelequia abstracta, sino que se transforma dependiendo de las diferencias entre las coordenadas históricas y conceptuales precisas.

Permítaseme volver un instante a la Revolución Francesa. Una de las grandes discusiones que se produjo ya desde su estallido giró alrededor de la cuestiòn de qué hacer con Luis XVI, el rey depuesto: ¿había que someterlo a un proceso o ejecutarlo sumariamente sin juicio previo? Robespierre y Saint-Just defendieron esta segunda posición, con un argumento seguramente opinable pero ingenioso y, como veremos enseguida, muy importante para el debate filosófico-político que invocábamos: si el rey fuera sometido a proceso, habría que contemplar la posibilidad implícita de su inocencia. Pero desde el punto de vista de la lógica de la revolución republicana, esto es un completo absurdo: la monarquía es por definición ilegítima, y por lo tanto el rey es necesariamente, ontológicamente, culpable de ilegitimidad, por el solo hecho de ser rey.

Entiéndasenos: aquí no estamos discutiendo si estuvo bien o mal guillotinarlo a Luis Capeto. Lo que nos importa señalar es que todo poder despótico, y mucho más si se arropa en una “democracia” transformada en patética farsa, es constitutivamente ilegítimo. Y que lo que se puede llamar el momento verdaderamente revolucionario –independientemente de lo que suceda después con la propia revolución- es el de una alteración radical de la lógica misma del pensamiento jurídico-político tal como se había naturalizado hasta ese momento, congelando las nociones de legalidad y legitimidad. Según una famosa tesis de Benjamin, es justamente esto a lo que teme el poder constituido ante una revolución: a la emergencia de una nueva Ley que torne ociosa e ilegítima la anterior. Curiosamente, el miedo a la revolución no es a su posible violencia, sino a la potencia de la nueva juridicidad que produce.

Pero entonces, ello significa que no se puede pretender realizar ningún cambio político y social radical repitiendo, una y otra vez, las lógicas que justamente ese cambio se propone transformar. No es con tibios “progresismos” o “reformismos” que se va a conseguir, porque el sistema dominante no es progresable ni reformable, ni su historia es lineal. Y no estamos diciendo que la historia no tenga ninguna importancia. Más bien al contrario, estamos diciendo que una de las grandes lecciones de la historia es que sus “modelos” de referencia se expresan siempre en modos diversos. Para decirlo gráficamente: hoy y aquí, la fecha del 17 de Octubre no nos es más útil que la fecha de Octubre del 17, y viceversa. Son, desde ya, dos concepciones distintas de lo que debería significar aquel cambio radical, una en contra de toda forma de capitalismo, la otra no. Son símbolos históricos que pueden conservarse por lo que definen de esas distintas concepciones, pero que en cada situación concreta se llenan de determinaciones precisas. Indican objetivos generales que orientan, pero no predeterminan, el canónico “análisis concreto de la situación concreta”. Es este el que, para repetirnos, puede producir el acontecimiento que transforme la lógica del proceso en su conjunto.

El primer paso para ese curso de acción es el reconocimiento de las condiciones de nuestro tiempo y el establecimiento de las prioridades, las necesidades y las urgencias. No podemos seguir comportándonos como si viviéramos en una democracia “normal”. En verdad, nunca tuvimos esa “normalidad”: todo lo que se nos aseguró que se podía satisfacer con la democracia llamada burguesa –comer, educarse, curarse- se cayó por la borda una y otra vez, y en la actualidad alcanza el rango de una verdadera catástrofe.  Y no son solo las necesidades básicas y la salud física las que están en estado de desastre, sino el propio equilibrio psíquico. Literalmente, se está queriendo volver loca a la sociedad. Y agreguemos algo que durante décadas vino señalando nuestro maestro y amigo León Rozitchner (de cuyo nacimiento se acaba de cumplir un siglo, como también se recordó en este sitio): el Terror que, instalado en la década del 70, nunca se fue. Hace 40 años recuperamos la democracia, sí, pero una democracia aterrorizada, como si dijéramos jamàs del todo recuperada de un “trauma” que repetidamente retorna de lo reprimido, paralizando a la sociedad.

En el seno de esta tragedia social, económica, política, cultural, etcétera, no podemos darnos el lujo de confundir nuestras prioridades. Por solo dar un ejemplo –que está lejos de ser el único-: poner tanta energía en las internitas de un partido que además está en franca decadencia, es como empeñarse en jugar otra mano de canasta en el salón comedor del Titanic. Tenemos por delante una tarea inmensamente mayor, como es la de volver a juntar a la Libertad con lo que llamábamos sus palabras hermanas, en un momento como el actual de degradación abyecta de la lengua, incluyendo, por supuesto, nuestras lenguas políticas. La generación de una nueva Ley para nuestra polis –como hubieran dicho aquellos antiguos atenienses que inventaron ese extraño concepto mixto de demos-kratos, lo que significa el poder del pueblo llano- partirá de lo contrario de la afirmación de lo existente, de lo contrario del pensamiento “positivo”.

Tenemos, en efecto, demasiadas positividades que nos aplastan: la de los poderes económicos y financieros, la de las camarillas políticas que los representan directamente o son demasiado cobardes para enfrentarlos, la de los medios de comunicación y las redes (a)sociales, y asì siguiendo, sin olvidar el Terror y el estado de semi-locura a que aludíamos recién. A ese aplastamiento por lo positivo solo se le puede oponer lo que en una época se llamaba la dialéctica crítica, que supone una negatividad material que fusione el pensamiento con la acción. Por suerte se ve que eso està empezando a ocurrir. Pero hay que estar muy atentos al riesgo de que los distintos movimientos se desarrollen en un paralelismo que podría hacer que terminaran agotándose en sí mismos. Es imprescindible la convergencia y la articulación de sus diversidades, si es que queremos hacer nacer una nueva legalidad y una diferente legitimidad.

 

Por Eduardo Grüner * Sociólogo, ensayista y crítico cultural. Doctor en Ciencias Sociales de la UBA. 

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