Sobre búnkeres y justicia climática: ¿Puede la IA democratizar la resiliencia?

Actualidad26 de diciembre de 2024
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Una visión distorsionada de la resiliencia

Mientras los efectos del cambio climático intensifican tormentas, inundaciones, incendios y sequías en todo el mundo, una tendencia inquietante crece entre los más ricos: la “bunkerización”. La idea de supervivencia se ha convertido en un negocio lucrativo que ofrece aislamiento y seguridad como respuesta a un futuro incierto.

Ultra millonarios como Peter Thiel, Sam Altman y Mark Zuckerberg no se enfocan en soluciones comunales, sino hacia la construcción de lujosos refugios privados en lugares remotos. Zuckerberg, por ejemplo, ha sido duramente criticado por sus adquisiciones en Hawái, donde construye un extenso complejo subterráneo conocido como Koolau Ranch, que choca con las necesidades y el equilibrio medioambiental y cultural de las poblaciones locales. Altman y Thiel invierten en propiedades en Nueva Zelanda, considerada por algunos como el «refugio final» ante cualquier colapso social o climático. Además, figuras como Larry Hall, creador de los «Survival Condos», han desarrollado búnkeres de lujo en antiguos silos nucleares, ofreciendo suites con todas las comodidades a los más adinerados.

Sin embargo, ni los muros o los silos de estos búnkeres, por muy altos o profundos que sean, protegerán ante un posible caos global o al menos, desde un punto de vista práctico o conceptual, estas estructuras no pueden considerarse soluciones resilientes ante una crisis de escala mundial. La historia demuestra que ninguna fortificación, por imponente que sea, ha resistido los efectos de un mundo fracturado, donde las catástrofes climáticas, económicas o sociales no respetarán fronteras ni barreras físicas. La bunkerización como estrategia de resiliencia no es una solución; sino más bien, la renuncia a una responsabilidad compartida.

El coste humano y económico: realidades globales y locales

El cambio climático no es un fenómeno distante ni homogéneo. Sus efectos se sienten de manera particular en cada región, amplificando vulnerabilidades y desigualdades existentes. Según un informe de la OCDE, el 24 % de la población mundial vive en zonas consideradas frágiles, que a su vez son el hogar del 73 % de las personas en situación de pobreza extrema. Para 2030, advierte este organismo, estas cifras podrían aumentar al 36 % y al 86 %, respectivamente. Estas estadísticas reflejan una verdad incómoda: mientras las crisis globales se intensifican, son los más vulnerables quienes se llevan la peor parte.

Dejando a un lado los desastres climáticos y sociales en los países más desfavorecidos —Haití, Sudán, Myanmar o regiones del Sahel, por mencionar algunos—, donde la intensidad, frecuencia e impacto que sufren sus comunidades parecen importar poco tanto a los medios de comunicación como a las redes sociales, el cambio climático sigue siendo implacable. Aunque en menor medida, también golpea con fuerza a regiones económicamente más prósperas. Es una realidad cercana, que se asoma como las orejas de un lobo, y con un impacto tan devastador que expone la magnitud de un problema que, según muchos científicos e investigadores, no es más que la punta del iceberg.

En España, la DANA que el mes pasado afectó a Valencia, ha sido catalogada como la peor inundación del siglo, dejando 227 víctimas mortales, personas todavía desaparecidas y afectando al 40 % de la población en la provincia. La intensidad de las lluvias alcanzó en algunos municipios los 772 litros por metro cuadrado en 24 horas, anegando 25.000 hectáreas de terreno, dañando 30.000 edificios y afectando seriamente 54.312 hectáreas de cultivos. Más de 37.000 personas tuvieron que ser rescatadas, y 600.000 quedaron sin acceso a agua potable, lo que resalta no solo el impacto humanitario del desastre si no también un problema estructural.

Situaciones similares se repiten en diferentes partes del mundo: en Florida, donde los huracanes han aumentado exponencialmente en frecuencia e intensidad; o en Australia, donde incendios forestales arrasan millones de hectáreas. Más allá de las cifras de daños visibles, las estadísticas invisibles suelen ser las más devastadoras: comunidades desplazadas, vidas perdidas y generaciones enteras atrapadas en un ciclo interminable de reconstrucción incompleta.

El problema no se limita a los desastres en sí, sino que se agrava con un sistema financiero inexorable. En Valencia, el daño económico derivado de la DANA según fuentes de El País, alcanzó más de 28.000 millones de euros, equivalente al 34,5 % del PIB de la provincia. El sector industrial reportó pérdidas de 10.000 millones de euros, y más de 66.000 empresas se vieron afectadas. En otras regiones con alta vulnerabilidad climática, como Florida y California, las primas de seguros han aumentado hasta un 400 %, haciendo prácticamente inasumible la contratación de un seguro. Este fenómeno, conocido como «desiertos de seguros», crea una tormenta perfecta: los riesgos climáticos hacen que las aseguradoras se retiren, las viviendas pierden valor y los ciudadanos más expuestos quedan abandonados a su suerte.

Un ejemplo paradigmático son los incendios de Black Summer en Australia, que arrasaron 24 millones de hectáreas, destruyeron 3.000 hogares y que según un estudio de la Universidad de Sídney, causaron pérdidas económicas por 10.000 millones de dólares australianos. Además del impacto inmediato, muchas familias quedaron en situación de insolvencia, una realidad que persiste años después, demostrando que los efectos de estos desastres son duraderos y multidimensionales.

Las fracturas sociales se profundizan a medida que las poblaciones vulnerables soportan cargas desproporcionadas, creando ciclos de inequidad y desplazamiento. Según el Banco Mundial, los desastres empujan a aproximadamente 26 millones de personas a la pobreza cada año. Aquellas comunidades que carecen de estructuras sociales o económicas sólidas y de infraestructuras resilientes se ven forzadas a reconstruirse con recursos limitados, perpetuando un ciclo de dependencia y recuperación incompleta que las deja aún más expuestas a futuras crisis.

La resiliencia comunitaria como solución: más allá de las respuestas individuales

Frente a este panorama, es urgente repensar cómo construimos resiliencia. El enfoque actual, que a menudo prioriza respuestas individuales o soluciones aisladas, debe transformarse en una visión interconectada y sistémica. La resiliencia, entendida como la capacidad de resistir, adaptarse y prosperar frente a adversidades, no puede seguir siendo un privilegio reservado a quienes cuentan con recursos económicos. Debe ser inclusiva, colectiva y accesible para todos.

Un ejemplo destacado en esta dirección es el Resilient Communities Framework, desarrollado por la Minderoo Foundation y utilizado como referencia por el Instituto para la Resiliencia Climática de la Universidad de Miami. Este marco aborda la resiliencia desde una perspectiva integral, articulada en seis entornos clave: natural, social, cultural, económico, construido y de salud y seguridad. Entre sus principios fundamentales, se subraya la importancia de empoderar a las comunidades, adoptar una visión consciente de los riesgos futuros y fomentar soluciones sostenibles e integradas

Adaptación basada en la naturaleza

La naturaleza es nuestra primera línea de defensa contra los desastres climáticos. Ecosistemas como manglares, arrecifes de coral, humedales o bosques actúan como barreras naturales. Según un informe de la Alianza Global de Derecho Ambiental (ELAW), los manglares pueden reducir la fuerza de las olas hasta en un 66% durante tormentas y fenómenos extremos. Por su parte, los humedales mitigan inundaciones, absorben el exceso de agua y protegen áreas urbanas y agrícolas de daños mayores.

Sin embargo, la urbanización descontrolada y los proyectos industriales continúan destruyendo estos ecosistemas, incrementando la vulnerabilidad de las comunidades y exponiéndolas a riesgos mayores.

Proteger y restaurar estos sistemas no solo protegen físicamente las comunidades de desastres climáticos, sino que también sustentan medios de vida y reducen la dependencia de soluciones costosas como infraestructuras artificiales. La restauración de estos ecosistemas es una inversión que multiplica beneficios económicos y sociales.

Infraestructura cultural y sostenible

La arquitectura vernácula, desarrollada a lo largo de generaciones, nos enseña cómo adaptar las construcciones a las condiciones locales. Viviendas elevadas en zonas inundables, materiales naturales que regulan la temperatura en climas extremos y técnicas pasivas de climatización son ejemplos de cómo el conocimiento local puede integrarse en la resiliencia moderna.

Por su parte, la infraestructura verde, aplicando soluciones basadas en la naturaleza como los tejados verdes o jardines de lluvia, ofrecen una alternativa eficiente y sostenible frente a las crecientes inundaciones urbanas. Además de absorber grandes cantidades de agua, estas infraestructuras mejoran la calidad del aire, la biodiversidad, reducen las islas de calor urbano, disminuyen la demanda energética, generan una atmosfera urbana más fresca y fortalecen la conexión de las comunidades con su entorno natural

Modernizar estos enfoques mediante el uso de tecnologías sostenibles y nuevos materiales de bajo impacto medioambiental permiten desarrollar infraestructuras más resistentes y accesibles. Esta integración no solo protege a las comunidades frente a los efectos del cambio climático, sino que también refuerza su identidad cultural y fomenta soluciones económicas y eficientes que armonizan con su entorno.

Empoderamiento local y participación comunitaria

La resiliencia no se impone; se construye desde la base con la participación de las comunidades. La capacidad de resistir y adaptarse a las crisis depende del liderazgo local, la equidad en la toma de decisiones y el acceso a herramientas y conocimientos. Esto implica involucrar a líderes comunitarios, indígenas, comunidades de vecinos, o cualquier agrupación según el contexto social y cultural, en todas las etapas de planificación y ejecución de proyectos.

Es fundamental capacitar a las comunidades con información clara y recursos accesibles, promoviendo al mismo tiempo la igualdad social para evitar que las soluciones perpetúen desigualdades existentes. Cuando las comunidades son incluidas y participan activamente en el diseño de los proyectos, las respuestas son más eficaces y sostenibles. Además, este enfoque colaborativo fortalece el tejido social, fomenta la cohesión y mejora la preparación colectiva para afrontar futuros desafíos.

La IA generativa como herramienta para la resiliencia

Uno de los avances más prometedores en la construcción de la resiliencia es el uso de la inteligencia artificial (IA). Lejos de ser una herramienta reservada a grandes corporaciones o proyectos elitistas, la IA tiene el potencial de democratizar el acceso a soluciones eficaces y personalizadas para cada comunidad.

El uso de la IA y «modelos de aprendizaje automático» (ML) puede predecir riesgos climáticos con una precisión sin precedentes, ayudando a las comunidades a anticiparse a inundaciones, incendios o tormentas extremas. También permite optimizar recursos, identificando las inversiones más eficientes en infraestructuras o restauración de ecosistemas, y traduce datos complejos en información clara y accesible, capacitando a gobiernos locales y líderes comunitarios para tomar decisiones más informadas.

Estas herramientas pueden convertirse en aliadas fundamentales si se utilizan de manera inclusiva y transparente. La clave está en garantizar que la tecnología no sirva exclusivamente a las élites, sino que empodere a las comunidades más vulnerables.

Inversión y economía: una resiliencia financieramente sostenible

Construir resiliencia comunitaria requiere repensar el modelo económico actual, involucrando no solo a gobiernos y empresas, sino también a universidades y comunidades locales. La inversión en soluciones que ayuden a la resiliencia no es solo una necesidad ética, sino una oportunidad económica que puede transformar nuestra respuesta a las crisis.

Las universidades y centros de investigación desempeñan un papel crucial como generadoras de conocimiento e innovación. A través de la investigación aplicada y la formación de líderes, pueden desarrollar tecnologías y estrategias para infraestructuras y ecosistemas resilientes. Por ejemplo, proyectos liderados desde la academia pueden optimizar la restauración de humedales, que no solo previenen inundaciones, sino que también reducen los costes de los daños y protegen activos ecosistémicos esenciales. Además, la colaboración entre universidades y gobiernos locales puede traducir estas innovaciones en soluciones prácticas adaptadas a las necesidades de cada región.

Por otro lado, colaborar con instituciones financieras con el fin de reducir los costes de los seguros es clave para que las comunidades puedan recuperarse sin enfrentarse a graves dificultades financieras. A medida que las soluciones resilientes mitigan los riesgos, las aseguradoras pueden ofrecer primas más asequibles y accesibles, generando un ciclo virtuoso: menos riesgos, costos reducidos y una mayor capacidad de recuperación económica para las comunidades.

Los gobiernos, por su parte, desempeñan un papel decisivo en la promoción de la resiliencia. Políticas fiscales, subsidios e incentivos específicos pueden fomentar la inversión en proyectos resilientes, mientras que las alianzas público-privadas permiten combinar recursos para desarrollar soluciones innovadoras. Estas colaboraciones no solo benefician a las comunidades locales, sino que también generan oportunidades para el sector privado, creando mercados sostenibles, reduciendo riesgos financieros y fortaleciendo la competitividad empresarial en un entorno cada vez más afectado por el cambio climático.

Una llamada a la acción colectiva

La imagen de búnkeres y refugios privados puede parecer una solución atractiva para quienes pueden permitírselo, pero es una ilusión peligrosa. Ningún muro es lo suficientemente alto para protegernos de un sistema global en crisis. La resiliencia real no se construye aislando a unos pocos; sino enfrentando desafíos compartidos basados en la colaboración, la inclusividad y la sostenibilidad.

Debemos abandonar la idea de que la resiliencia es un lujo individual y reconocerla como un bien común y un derecho universal. Esto implica restaurar nuestros ecosistemas, diseñar infraestructuras sostenibles y, sobre todo, empoderar a las comunidades para que lideren sus propias soluciones. La tecnología, especialmente la IA, puede ser una herramienta decisiva para lograrlo, siempre que se utilice de manera inclusiva y equitativa.

Invertir en resiliencia no solo protege a las generaciones presentes; también garantiza un futuro más justo, sostenible y preparado para los desafíos que están por venir. La elección es nuestra: retirarnos detrás de un muro infranqueable o construir un futuro donde nadie quede atrás. El camino por delante exige cambios audaces y sistémicos, pero, sobre todo, el compromiso de recorrerlo juntos.

* Miguel Alexandre Barreiro-Laredo es Fellow en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y profesor asociado en IE University, donde enseña y lidera proyectos en ética de la inteligencia artificial, empoderamiento comunitario y gestión de alianzas. Colabora como asesor del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en la Unidad de Respuesta a Crisis y actualmente en el MIT lidera una investigación orientada al diseño de un sistema de certificación que democratice la resiliencia comunitaria utilizando la IA como herramienta clave para identificar riesgos climáticos, sociales y económicos y promoviendo soluciones inclusivas y escalables.

Nota:retinatendencias.com

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