Milei contra los jubilados
“NO ENTREGARÉ EL DÉFICIT CERO”, titulaba Javier Milei su posteo en Instagram el 5 de junio, después de que, tras una sesión maratónica, la Cámara de Diputados aprobara un proyecto de ley que establecía una nueva fórmula de movilidad jubilatoria, una recomposición de los haberes y un nuevo piso para el haber mínimo, equivalente a 1,09 de la canasta básica total de un adulto. Esto significaba, en la práctica, absorber el bono no contributivo de 70.000 pesos que vienen recibiendo los jubilados –hace tiempo y como parche– para que sus ingresos los dejen apenas unos pesos por encima de la línea de pobreza. “Una parte del Congreso muestra una vocación sistemática por destruir el equilibrio fiscal”, denunciaba el presidente en el mismo posteo, que acompañaba una imagen hecha con Inteligencia Artificial de un león con banda presidencial y motosierra, custodiando feroz una caja de dólares atacada por ratas. Las ratas representaban a los diputados, a quienes antes ya había llamado “ladrones” y “coimeros”. “Cada vez que los degenerados fiscales de la política quieran ir a romper el equilibrio fiscal, se los digo yo ahora: les voy a vetar todo, me importa tres carajos”, reafirmó Milei a viva voz el mismo día, en una conferencia en el Latam Economic Forum.
Fueron 72 votos en contra y 8 abstenciones, el resto de la Cámara acompañó el proyecto. Un número importante ante la amenaza de Milei de vetar la ley. La iniciativa pasó entonces al Senado, en donde, con los votos de la UCR, el PRO y Unión por la Patria, se aprobó con 61 votos a favor y sólo 8 en contra (los 7 libertarios y un senador del PRO). El resto es historia conocida. El mismo Congreso que aprobó la medida, luego efectivamente vetada por el presidente, solo 3 meses después dio marcha atrás: no alcanzó los dos tercios –que sí había logrado reunir en junio– para revertir el veto. Hubo diputados radicales que dieron vuelta su voto, otros se ausentaron o fingieron demencia en sus explicaciones. La nota de color la dio la diputada libertaria Lourdes Arrieta, que había sido desplazada de su bloque, que tuvo la dignidad de defender a los jubilados y decir que no son un pasivo. “Milité creyendo que el ajuste lo iba a pagar la casta”, explicó.
Es cierto que las jubilaciones vienen perdiendo poder adquisitivo desde el gobierno de Mauricio Macri (con una caída real del 20%) y que lo hicieron también durante la gestión de Alberto Fernández. En esta etapa, y gracias a los bonos, los haberes mínimos perdieron el 2% en términos reales. Sin embargo, el resto de los jubilados, que son aproximadamente el tercio restante del total, perdió más del 25% del poder adquisitivo (quienes más cobran, perdieron más).
Pero esta vez la profunda y rápida pérdida de capacidad de compra se da en el contexto del autoproclamado “mayor ajuste en la historia de la humanidad”. Y la recomposición por la que se armó la gran batalla legislativa significaba nada más que unos magros 15.000 pesos de aumento, es decir, menos de 3 kilos de carne o 6 kilos de pan. Un jubilado que participó de una de las manifestaciones le dijo al movilero que lo entrevistaba que quiso comprarse un alfajor pero que salía 1.500 pesos y no pudo darse ese lujo. “¿A vos te parece? Llegar a los 80 años para privarme de una pavada”, resaltó, y cerró con “es todo muy triste”.
Más allá de los números
Pero esta batalla trasciende los números. Lo que está en juego es mucho más que 15.000 pesos. Los jubilados son la variable de ajuste de Milei.
Para el gobierno, el problema de Argentina es uno solo: la inflación. Y la solución, también: el ajuste. Su lógica es básica: el gobierno gasta demasiado (despilfarra), eso genera déficit, que se financia con emisión, y la inflación es, como dice su mantra personal, “siempre y en todo lugar un fenómeno monetario”. Así que la receta es simple: emitir menos, gastar menos, llegar a déficit cero, el superávit sí se puede. Y así, se acabaría la inflación. Para Milei, de esto se trata “ordenar la macro”, aunque esta “macro” reducida a una sola variable desordene todo el resto (consumo, inversión, empleo, actividad industrial) y nos lleve a resultados completamente indeseables, como un aumento del 10 % de la pobreza en apenas un semestre.
En su cruzada por reducir el déficit, casi un tercio del recorte se explica por la licuación de las jubilaciones. A principios del gobierno, cuando presentaba sus primeros logros, Milei explicaba que consiguió el superávit gracias a una reducción del 76% de las transferencias discrecionales a las provincias, un recorte drástico del 87% en la obra pública, la eliminación del 50% de los cargos políticos y el cierre de organismos innecesarios (según él), la cancelación de la pauta publicitaria estatal y una baja del 22% en los gastos de funcionamiento del Estado, entre otras medidas. Lo que no explicitó es que la licuación de las jubilaciones del primer bimestre del año explicaba casi la mitad de la reducción total del gasto público primario (antes del pago de los intereses de deuda). Es decir, su primer superávit se logró a costa de que los jubilados pierdan poder adquisitivo. Y es así también como se pudo mantener.
En Argentina, más del 65% de los jubilados y pensionados perciben la jubilación mínima. Se trata de más de 5 millones de personas, la mayoría mujeres. Es decir que el gobierno logró el celebrado superávit fiscal a costa de congelar los ingresos de los jubilados. Hoy la jubilación mínima –más el bono de 70.000 pesos– asciende a 304.540 pesos, mientras que la canasta básica está en 304.170 pesos. El próximo mes cobrarán 314.324 –incluyendo el bono– y la canasta básica les respirará en la nuca. Porque si además consideramos la motosierra aplicada a los medicamentos del PAMI, la cosa se pone más fea: menos carne, menos verduras, remedios que se toman salteado, menos esperanza de vida. Familias que se sostienen como pueden, hijos ayudando a padres en una cadena intergeneracional de empobrecimiento.
Como siempre, Milei activa su batalla cultural para sostener la motosierra. Así como los trabajadores del Estado son ñoquis, los jubilados que cobran la mínima serían “gente que nunca en su vida trabajó” y que “no aportó al sistema”. El ingreso por la vía de las moratorias de millones que se llevarían los aportes del resto sería, en esta perspectiva, lo que pone en jaque el sistema previsional. Incluso se ha llegado a decir que las moratorias se iban a los bolsillos de amas de casa ricas de Barrio Norte. El propio presidente se hizo eco de estas ideas en una entrevista con Chiche Gelblung: “Mi papá y mi mamá tienen la misma jubilación. ¿Cómo puede ser? Mi mamá no trabajó y mi papá sí”.
En términos simples, no es necesario reducir las jubilaciones en pesos: basta con dejarlas congeladas mientras la inflación –que en diciembre de 2023 alcanzó un 25% impulsada por la devaluación de Luis Caputo–, las diluye lentamente.
Vale la pena detenerse en este punto porque es un lugar común bastante nocivo. Desde hace tiempo se ha instalado esta especie de guerra entre quienes “aportaron toda la vida” y “los que estafaron al sistema”. En principio, las moratorias consisten en generar un plan de pago para cubrir la deuda que tiene el trabajador o trabajadora con el sistema previsional. O sea: es un mecanismo pensado para personas que sí aportaron, aunque no los 30 años que pide el sistema; trabajadores que llegaron a la edad de jubilarse –60 y 65 años, mujeres y varones respectivamente– sin este requisito. En la Argentina actual, solo 1 de cada 10 mujeres y 3 de cada 10 varones que están cerca de su edad jubilatoria cuentan con más de 20 años de aportes. Dicho de otro modo: tal como están las cosas hoy, el 90% de las mujeres no podría jubilarse y el 70% de los varones, tampoco.
¿Por qué sucede esto? La respuesta tiene múltiples facetas.
El trabajo precarizado, como el de las empleadas domésticas y las trabajadoras comunitarias, es una trampa sin aportes ni derechos. Las empleadas domésticas recién en 2013 ingresaron a un régimen especial que avanzó en la formalización del sector, que sigue siendo el de mayores niveles de precarización laboral: 75,5% son informales, mientras el promedio general es de 35,7%, y reciben los salarios más bajos de toda la economía. Estamos hablando de una de las principales salidas laborales de las mujeres y de un sector en donde el 98% son mujeres. Son más de 800.000 las empleadas domésticas que trabajan día a día cuyos patrones no les pagan los aportes. Lo mismo aplica para las miles de trabajadoras que hacen trabajos comunitarios, que revuelven las ollas en los comedores populares y alimentan barrios enteros. Ellas no saben lo que es un aguinaldo o una licencia por maternidad. No aportan, pero trabajan y son la base para que muchos otros puedan salir a flote. ¿Vamos a decir que lo que hacen no es trabajo? ¿Quién les hace aportes a esas mujeres?
También están las famosas amas de casa que, como la madre de Milei, “nunca laburaron”. Esas señoras que, aunque cambien pañales, hagan las compras, cocinen, cosan, lleven y traigan chicos de la escuela, se sienten a hacer las tareas con ellos, cuiden a personas con discapacidad o a sus familiares mayores, pongan pañitos fríos para la fiebre y curitas en las heridas, saquen turnos médicos o recorran kilómetros buscando precios para hacer rendir la plata de la casa, nunca están trabajando. Según las estadísticas, de hecho, están “inactivas”. Así se releva la actividad de estas mujeres, que en realidad son el sostén invisible del tejido productivo y social.
Muchas de ellas han intercalado años de empleo fuera de la casa con años de “amadecasismo”. La maternidad es un factor de penalización en el mundo laboral para las mujeres, que terminan condenadas a trabajos precarios, mal pagos, sin aportes ni posibilidades de crecimiento. Más del 70% de las tareas domésticas y de cuidados no pagas son realizadas por mujeres. Este es un factor determinante para poder –o no– trabajar por un sueldo. Esa distribución asimétrica de los cuidados significa para muchas tener que dejar un empleo, o trabajar menos horas, aceptar la precariedad para acomodarse a la logística del hogar y, por supuesto, resignar estudios, desarrollo personal, dinero, autonomía económica y aportes.
El monotributo significa para muchos trabajadores que no tienen una relación de dependencia, la posibilidad de pagar sus aportes de manera independiente y acceder a algunos beneficios de los trabajadores formales. La evolución de este sector ha cambiado a lo largo del tiempo por la complejidad de un mundo laboral cada vez más precario. Lo mismo sucede con el monotributo social, hoy en la mira del gobierno y bajo amenaza de la motosierra, que fue creado para que los trabajadores más postergados puedan acceder a una obra social y hacer aportes jubilatorios. En total, según la Secretaría de Trabajo, Empleo y Seguridad social, hoy son casi 3 millones las personas que están bajo esta forma laboral precaria, que crece cada vez más con la caída del empleo formal.
Las y los trabajadores empujados a la informalidad una y otra vez por la precarización de la economía en cada ciclo de caída o flexibilización laboral aparecen como estafadores del fisco, como los grandes culpables de la insostenibilidad del sistema previsional. Mientras tanto, las empresas hacen lobby por leyes que les descuentan los aportes a la seguridad social de sus trabajadores a cambio de generar algunos empleos. Todas las empresas que operan bajo la Ley de Economía del Conocimiento (LEC), por ejemplo, desfinancian al sistema previsional trasladando al Estado esa carga. La LEC otorga un bono para pagar impuestos nacionales equivalente al 70% de las contribuciones patronales del personal de las empresas que adhieren al régimen. La Ley Bases, junto al paquete fiscal, habilitaron un blanqueo que, entre otras cosas, habilita a los empresarios a formalizar trabajadores sin penalización. Es decir, el nuevo marco legal contempla un perdón sin costo alguno para las empresas. Pero a esos trabajadores que pasaron años en la oscuridad fiscal nadie les devuelve los aportes, y quedan a merced de la decisión de que se extienda o no la moratoria vigente cuando llegue el fin de este año.
Por supuesto, el desafío es construir un sistema en el que el mercado laboral funcione de manera tal que el sistema previsional pueda mejorar, pero no es eso lo que está en debate. Lo único que se pone en juego es cuánto van a cobrar los jubilados empobrecidos durante su vida activa en trabajos precarios y en su vida pos laboral, con ingresos de hambre. Las opciones que ofrece la “derecha meritocrática” cortan siempre por el eslabón más débil. Y muchas personas que aportaron toda su vida y consiguieron una jubilación, que tampoco les alcanza para vivir de manera digna, se enojan con otros jubilados, más empobrecidos aún, que no tuvieron chance de conseguir un trabajo con derechos laborales plenos.
El ajuste del ajuste
Entonces, y volviendo a la cocina del ajuste, ¿en qué consiste la licuación del gasto previsional? Se trata de desinflar el valor real del gasto manteniéndolo inmóvil en lo nominal, o permitiendo que crezca a una tasa menor que la inflación. En términos simples, no es necesario reducir las jubilaciones en pesos: basta con dejarlas congeladas mientras la inflación –que en diciembre de 2023 alcanzó un 25% impulsada por la devaluación de Luis Caputo–, las diluye lentamente. Con otro 20% de inflación en enero y 12% en febrero, el presupuesto destinado a jubilaciones fue desangrándose, perdiendo su peso real dentro del gasto público. Y lo mismo aplica para todas las partidas congeladas o raquíticamente ajustadas.
¿Hay alternativas a este ajuste por el bolsillo de los más vulnerables? Sin duda. Un ejemplo claro: el gobierno de Milei redujo la alícuota del impuesto a los bienes personales, un tributo que sólo pagan los más ricos del país. Curiosamente, el costo fiscal de esa rebaja es ligeramente mayor que lo que se requería para otorgar a los jubilados el incremento de 15.000 pesos propuesto por el Congreso. En otras palabras, se optó por beneficiar a una minoría acomodada en lugar de garantizarle a los jubilados un mísero respiro económico.
Algunos creen que este ajuste podría marcar el principio del fin de la luna de miel de Milei con la sociedad. Otros, menos entusiastas, sabemos que las juntadas de firmas no bastan. Además de la supervivencia también hay una lucha cultural, que debe ser profunda, con un horizonte claro. Porque no estamos hablando sólo de 15.000 pesos; estamos ante un gobierno que tantea sus límites e impone su agenda, y que nos hace vivir el ajuste en carne propia y con crueldad.
Por Mercedes D’Alessandro * Economista / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur