La conducción del resentimiento

Actualidad07 de septiembre de 2024
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Scrollear, leer una barbaridad, fruncir el ceño y seguir scrolleando. Como parte de este hábito de la cotidianidad sociodigital, recuerdo un comentario reciente de un viejo amigo en una publicación de un medio de comunicación donde hablaba de la -según él- nula importancia de estudiar “cómo se sienten” los empleados públicos. La publicación refería a un estudio de una especialista en Administración Pública sobre el estado de estos trabajadores luego de meses de licuación salarial y maltrato laboral. Luego de leer esto, se me vino a la mente el relato de un sociólogo amigo que investigó acerca de las devastadoras consecuencias psicológicas de los operativos de las fuerzas de seguridad que deben cuidarnos, pero cuyas demandas de mayor protección estatal fueron tradicionalmente subestimadas (por no decir ignoradas) por el sistema político. La extraordinaria exigencia que representó la pandemia y sus consecuencias sobre los profesionales de la salud es otro ejemplo relevante acerca de la importancia de “cómo se sienten” los trabajadores del sector público. Sólo por citar otro ejemplo: los innumerables desafíos que enfrenta la educación en el siglo XXI, como el de promover el aprendizaje de estudiantes expuestos a una multiplicidad de estímulos externos, en contextos de vulnerabilidad social, con docentes mal remunerados y, para colmo, atacados por grupos que los perciben como fácilmente reemplazables (como en aquel clásico capítulo de Los Simpson), deberían ayudar también a tomar consciencia de la seriedad de los asuntos en cuestión. Podríamos continuar enumerando una amplia gama de integrantes de la administración pública encargados de operativizar la puesta en marcha de políticas públicas -es decir, la acción estatal sobre el campo social- que hoy son objeto de ataques por el propio gobierno y a los que una parte de la sociedad mira como “privilegiados”

Traer a colación esta anécdota tiene un fin ilustrativo para la reflexión que proponemos. La movilización de los afectos es una de las dimensiones fundamentales de la política. La misma es rastreable en un nivel elemental, por ejemplo, en el miedo que despierta en el hombre la ausencia de un poder común que garantice alguna forma de orden para que la voluntad humana pueda desenvolverse. El Leviatán de Hobbes logró capturar el modo en que el miedo opera en contextos de desorden como el de la guerra civil inglesa de la que fue testigo en el S. XVII. También Baruch Spinoza criticó en su inconcluso Tratado Político (1677) a los filósofos que desestimaron los afectos como vicios, puesto que no son realistas sobre la naturaleza humana. Así, la felicidad, el amor, el odio, la envidia, la soberbia y la piedad, como también los demás “movimientos del alma”, no pueden ser entendidos como desviaciones de la razón sino como propiedades de la humanidad que nos caracteriza. Y, cabe resaltar, como elementos movilizables mediante el discurso y el liderazgo en pos de la consecución de proyectos de los más variados.

Considerando la antigüedad de las reflexiones al respecto, las ciencias sociales han demorado en profundizar en esta dimensión en función de la acumulación de saber, especialmente aquellas imbuidas de concepciones positivistas que presuponen un individuo guiado exclusivamente por la racionalidad (y, particularmente, una instrumental de costo-beneficio). El marketing supo comprender esta faceta de la existencia humana hace tiempo a los fines de la acumulación de capital, y hace ya algunas décadas que la comunicación política, una disciplina a la que poco favor le hacen quienes la asimilan al marketing, también supo comprenderlo a los fines de la acumulación de poder.

Afectos y populismos 

En particular, la aparición de movimientos categorizados como de “derecha radical” o “populistas de derecha” (a diferencia de las derechas liberales y conservadoras tradicionales) en el Norte global han revitalizado el interés de los académicos en la cuestión, inspirados en casos como el ascenso de Donald Trump en los Estados Unidos o el empuje de Nigel Farage a la causa del Brexit. En paralelo, el ascenso de figuras como Jair Bolsonaro en Brasil, José Antonio Kast en Chile o Javier Milei en Argentina conectó a la región latinoamericana en esta ola global. Es que la incapacidad programática y derrota anímica de los proyectos igualitarios, la sedimentación de capas de descontento con un presente poco venturoso para la imaginación del futuro y la percepción popular de olvido por las élites -o, más precisamente, de agravio– fue el caldo de cultivo necesario para el ascenso de tantas fuerzas organizadas para representar la revancha contra el sistema, la élite bienpensante o simplemente “la casta”. 

Sara Ahmed plantea en La política cultural de las emociones (2004) que estas deben ser entendidas como una parte constitutiva del proceso de subjetivación, de producción de superficies y límites que nos permiten distinguir entre un adentro y un afuera. Es a través de ellas que el “yo” y el “nosotros” se ven moldeados. Esta posición epistemológica nos sugiere una vez más la futilidad de una distinción entre lo estrictamente individual y lo colectivo: estas “no están ni “en” lo individual ni “en” lo social…” (p. 34). Ahmed entiende que los objetos de la emoción adoptan formas variables como efectos de la circulación: 

“Mi argumento explora cómo es que las emociones se mueven a través del movimiento o circulación de los objetos, que se vuelven “pegajosos” o saturados de afectos, como sitios de tensión personal y local. Después de todo, las emociones se están moviendo, incluso aunque no solo se muevan entre nosotros (…) el movimiento no separa al cuerpo del “donde” en que habita, sino que conecta los cuerpos con otros cuerpos: el vínculo se realiza mediante el movimiento, al verse (con)movido por la proximidad de otros” (Ahmed, p. 35-36) 

La movilización de un pueblo a partir de una percepción de agravio puede remontarse milenios atrás, tanto como la historia del propio ideal democrático. El populismo es tan antiguo como la democracia misma, dado que es el reflejo de su incompletitud. En su libro ¿Por qué funciona el populismo? la politóloga argentina María Esperanza Casullo nos recuerda que éste es un subproducto de la propia democracia, y es a partir de la tensión entre la soberanía del pueblo y la representación fallida por parte de sus gobernantes que los líderes carismáticos pueden encontrar las condiciones para ascender, ya sea por izquierda o por derecha, en defensa de este pueblo agraviado. Su legitimidad, de acuerdo con la autora, se deriva de “su capacidad de explicarle al pueblo quién lo ha dañado y qué debe hacer para alcanzar la redención”. Así, el “mito populista” debe lograr explicar: 1) quién forma parte del nosotros que compone el pueblo; 2) quién es la élite-villano que ha dañado al pueblo, que de alguna manera lo ha traicionado; y 3) por qué el pueblo necesita de ese líder-héroe para lograr su redención. La diferencia entre ambas direcciones radica en la dirección u objeto del ataque esgrimido por el líder: es decir, entre los que “pegan para arriba” y los que “pegan para abajo”. Mientras para los primeros la élite es entendida en términos socioeconómicos (sectores empresariales, financieros, la “oligarquía”), para los últimos la élite se define en términos socio-étnico-culturales: minorías intelectuales, religiosas, culturales, migrantes, etc.

Afectos y libertarismo 

Resulta curioso como, en el caso de Milei, el ataque a “la casta” se nutre de la identificación de un grupo social particular (“los políticos”) que es leído fácilmente también como élite socioeconómica dada la presencia de numerosos ejemplos de personajes que se valieron de sus posiciones de poder para la acumulación de riqueza, muchas veces por medios de dudosa legalidad. El clásico resentimiento contra la oligarquía propio del s. XX es, así, redireccionado contra “la casta”. En sentido amplio, el término alcanza también a grupos como empleados públicos o las élites intelectuales que integran los sistemas científico y universitario. Ya con más sinceridad oficialista, “casta” es simplemente cualquier opositor.  La “actualización” en forma de meme del afiche marxista a continuación es ilustrativa de este punto.

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El presidente Milei, en su radicalidad ideológica y verborragia, ha llegado a afirmar que la idea de justicia social es propia de “resentidos” que, además, le roban a los “argentinos de bien” (el pueblo agraviado) el producto de su trabajo. Aún cuando no se identificaran con el ideario de la justicia social, todos sus críticos son incluidos dentro de esta misma bolsa. El “resentido” es deslegitimado como interlocutor válido en la discusión de los asuntos comunes. Desde la perspectiva de quienes lo colocan bajo este rótulo, su posición sobre diversos temas no resulta de una concepción del mundo y las cosas sencillamente diferente, sino de un interés espurio camuflado bajo un discurso de buenas intenciones. Así, el giro en la trama política argentina nos muestra un Milei que pasó de conducir el resentimiento con el progresismo peronista a convertirse en la personificación de la esperanza puesta en un cambio, un optimista acérrimo que sólo ve resentidos en sus opositores.

Uno no puede simplemente desestimar esta percepción de injusticia que motiva este tipo de planteos. En efecto, el agravio sufrido bajo el amateurismo, la falta de coraje y/o la incapacidad de buena parte de la dirigencia política nacional (en la que obviamente incluyo a representantes de la actual oposición) es evidente para quien presta un poco de atención a los resultados económicos y sociales de los últimos 10 años. Y este agravio, lógicamente, duele todavía más cuando viene de manos de quienes hablan en nombre de lo justo. Difícilmente la apelación a la importancia de la protección estatal como valor público pueda tener éxito cuando los rostros encargados de tal representación política recurren a la escuela privada y la prepaga o malgastan el tiempo de todos en internas inconducentes. Resultados materiales deficientes intentaron ser compensados mediante la clásica recurrencia al sobrecumplimiento de demandas simbólicas, mientras otras elementales como el acceso a la vivienda, una simplificación tributaria para facilitar el emprendedurismo en auge o reformas de las leyes laborales para promover el acceso a empleos de calidad (sobre todo para los jóvenes) fueron desestimadas durante años.

Optimismos y pesimismos 

El realismo sobre un pésimo horizonte es denunciado de pesimismo motivado por resentimiento: una fantasía en la que todo un sector de la sociedad compuesto por millones de personas que hoy se sienten opositores desean que el gobierno fracase en su proyecto político para, así, lograr retornar al poder y continuar reproduciendo un sistema viciado del cual logran capturar una porción de riqueza. Cualquiera que pretenda cuestionar los imperativos de los Mercados modernos y sus falsos profetas -como si la forma en que entienden estos “mandamientos” no fuera igual de delirante que otras- merece ser expulsado de la plaza ya que atentan contra el optimismo de quienes ya no les queda más que esperanza y contra el proyecto de quienes usufructúan políticamente esta esperanza. La epidemia del terraplanismo económico no escasea en cepas: están los que reniegan de las restricciones presupuestarias, los que reniegan de la restricción externa, los que creen que cualquier forma de intervención en la economía es “socialismo”, o que el Estado no juega un rol en construir mercados y planificar el desarrollo de un país, y podríamos seguir. 

Es difícil aventurarse en las posibilidades de éxito de la actual gestión en su ambicioso programa revolucionario. Lo que sí es claro, y como advertimos hace tiempo, que el núcleo de este éxito radica en la aceptación del fin de la excepcionalidad argentina dentro del contexto latinoamericano: la existencia de una amplia clase media y la irreverencia argentina (graficada en el famoso “¿Y a mí qué me importa?” de Guillermo O’Donnell). El nudo de la “batalla cultural”, lejos de la agenda LGBT+ y el antiprogresismo, no es otra cosa que la aceptación de una sociedad más desigual de raíz y que ha renunciado a su aspiración igualitaria luego del “reseteo” de la desinflación por medio de la recesión. Las condiciones de movilidad entre clases se verían lesionadas, una vez más, bajo la falsa -en tanto las condiciones de partida nunca son iguales y en general no es suficiente sólo con el esfuerzo individual- apelación al mérito, el sacrificio del individuo en su competencia con otros dentro del Mercado. Para quienes prestan atención a declaraciones como “la justicia social, esa aberración”, una parte central del repertorio de la naciente antidoctrina o doctrina en espejo, esto no debería ser ninguna novedad. 

En conclusión, mientras persistan proyectos como este con un programa económico de dudosa viabilidad política, indeseable en términos sociales y, a la postre, en el que ni siquiera los mercados a los que rezan confían, habrá quienes sigan insistiendo en el cuestionamiento del optimismo ciego en los mandamientos de un falso profeta.

 
 
Tomás Albornoz / Revista Urbe

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