Acontecer del odio cultivado

Actualidad14 de agosto de 2024
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El período mileísta está siendo estudiado y pensado a velocidad acelerada por el campo democrático, popular y de izquierda.

¿Quiénes son? ¿De dónde salieron? ¿Reflejan algo permanente o transitorio? ¿Pueden tener éxito?

Las preguntas se agolpan día a día, y muy tímidamente empiezan a aparecer respuestas parciales, dado que el fenómeno encierra algunas novedades –pésimas- hasta ahora desconocidas en la Argentina.

Uno de los elementos que se señalan reiteradamente en relación al fenómeno es que el mileísmo usa, y se monta sobre, y a su vez propicia, un discurso del odio.

Es cierto. A simple vista se ve el desprecio, la crueldad, los prejuicios viejos y nuevos que se exhiben, la furia contra “el socialismo” (ya no el peronismo o el kirchnerismo) y otras tantas furias demenciales promovidas por el presidente y su entorno.

Pero necesitamos entender a qué responde, de dónde viene, como es que entró en circulación social el discurso del odio.

Por empezar, debemos decir que el discurso del odio, al menos en Argentina, estuvo mucho antes de Milei. Ya en los prolegómenos de la revolución libertadora, en las incitaciones, en los bombardeos, había odio acumulado. Odio promovido y cultivado que se extendía hacia todo lo que pudiera representar intereses populares.

Pasó el tiempo, y reapareció una nueva experiencia de gobierno popular, autónomo de los poderes fácticos, y ahí se relanzó el odio.

Un nuevo discurso del odio fue desarrollado contra la experiencia kirchnerista, según el cual todos los vicios y perversiones morales, y todas las desgracias públicas, devenían del gobierno kirchnerista. Fallecido Néstor Kirchner, el odio fue focalizado en Cristina Fernández, y en todo lo que ella tocara.

Unos cuantos periodistas, muy bien pagos, que trabajan en los medios de mayor penetración del país, hace 16 años viven de hablar contra CFK todos los días a todas las horas, por las razones más diversas y hasta ridículas.

Diarios impresos, canales de televisión, redes, dedicados a la incitación cotidiana, creando malestar social e indicando que si se terminan, si desaparecen ciertos fenómenos políticos “populistas”, el país se arregla y todos vivimos bien. La invitación cotidiana es a canalizar todas las amarguras y frustraciones contra el kirchnerismo y contra la figura de Cristina.

Pero no ha habido, en cambio, una actitud simétrica desde los sectores nacionales y populares, o de la izquierda. Allí hay denuncia en relación a la derecha, sus políticos y sus periodistas, hay burla, hay repudio, pero no hay odio, entendido como sentimiento que se autonomiza de todo razonamiento y acaba por manejar a la persona que lo porta. No se siembran sentimientos que tendencialmente llevan al asesinato.

Por lo tanto hay que desambiguar la idea sobre “el discurso del odio” y politizarla.

El discurso del odio proviene de un lado del espectro político, no de todos lados. No es un fenómeno que brota espontáneo de los poros de la sociedad, sino que es sistemáticamente trabajado, sembrado, plantado y regado en la cabeza de millones de personas, que terminan desarrollando una adicción al consumo de veneno mediático, políticamente orientado.

El discurso del odio, en la democracia, fue construido y fomentado para que tenga una dimensión masiva. No sólo tiene una dimensión política concreta, contra el kirchnerismo y Cristina, sino que también avanzó desde el macrismo hacia lo social: el odio a los pobres, a los perceptores de ayudas sociales, a los habitantes de las villas, a los migrantes sudamericanos, a los empleados públicos, a los marginados de la sociedad. A los “negros”.

Este odio va en paralelo al otro, pero anticipa una perdurabilidad independiente de cual sea el espacio político que encarne en el próximo tiempo las demandas de las mayorías. El mileísmo amplió el discurso derechista de odio, incluyendo también a las feministas, a las diversidades, a los “zurdos” en general, sin dejar siquiera un espacio para las más timorata de las perspectivas socialdemocráticas.

Tiene que quedar claro: el discurso de odio de la derecha en las últimas dos décadas, fue un instrumento político destinado en principio a desgastar al kirchnerismo, lograr la fragmentación de los sectores populares, fidelizar una parte del electorado a la prédica de la derecha, y buscar el progresivo aislamiento del espacio kirchnerista apuntando a su fragmentación y disolución.

Ningún afán comunicacional fue tan claro como ese. Ninguna inversión mediática revistió un carácter tan claramente político como esa campaña de largo plazo, que aún continúa. En nombre del anti kirchnerismo se hizo pedagogía derechista en sectores amplios de la población. La incitación no quedó encapsulada en el nombre de Cristina, sino que abarcó al Estado, a las políticas inclusivas, a las ideas de nacionalismo económico, y a la propia defensa de los intereses nacionales.

Debe quedar claro que si la lucha por un país socialmente integrado, o políticamente autónomo de los Estados Unidos fuera llevada adelante por un cristiano popular, o por un socialdemócrata de izquierda, recibirían el mismo discurso defenestrador y estigmatizante que le propinaron al kirchnerismo.

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LUCHA DE CLASES

Hablar de “discurso de odio” sin entenderlo dentro de la lucha que la derecha argentina lleva adelante desde el golpe del ´76 contra el resto del país, es perder la oportunidad de comprender la política argentina en su integridad. Si bien es cierto que la derecha mundial desarrolla diversas formas de discurso de odio, la nuestra no necesitó “contagiarse” de un fenómeno global.

Nuestra elite odiaba que el experimento neocolonial de la década del ´90 hubiera volado por el aire y que un grupo político al que consideraban menor, hubiera tomado la conducción del estado nacional y se hubiera salido del libreto neocolonial. Eso fue el kirchnerismo, con sus aciertos y errores.

El macrismo fue la fuerza política que capitalizó el discurso de odio que se sembró durante la gestión de Cristina. El mileísmo, a su vez, hizo un cóctel discursivo tóxico en el que retomó temáticas caras al macrismo, pero combinándolas con nuevos aportes proveniente del bizarro trumpismo norteamericano. Una vuelta de tuerca al pensamiento neo colonial de la derecha local.

Para poder enfrentar con efectividad el discurso de la derecha se requiere un discurso muy claro, muy nítido, y que sepa nombrar a los fenómenos que vive la gente con mucha más crudeza. Un balbuceo impreciso no está en condiciones de enfrentar al discurso agresivo, completamente falso, pero muy definido de la ultraderecha. Ese nuevo discurso popular tiene que incorporar un concepto que es bastante resistido: la lucha de clases.

Es resistido por varias motivos: primero, porque está asociado con el marxismo. Fue un pilar ideológico del comunismo durante buen parte del siglo XX. Discursivamente, el comunismo en sus diversas variantes, planteaba una solución radical al problema del capitalismo que implicaba su abolición. Para que esta pudiera producirse, la lucha de clases entre los explotados y los explotadores debía resolverse a favor de los primeros, los trabajadores.

Y segundo, porque el peronismo nació tratando de enfrentar a esa ideología, planteando alternativamente la búsqueda de la armonía de clases. Eso podría ocurrir si todas las clases estuvieran dispuestas a ceder en parte para encontrar algún equilibrio que satisfaga, en parte, sus intereses. Pero no es así como ocurrió la historia reciente argentina.

Luego de la severa derrota de los años 70/80 a nivel internacional, la clase obrera, y los trabajadores en general, quedaron a la defensiva frente a las fuerzas del capital, desguarnecidos, y fueron objeto de transformaciones económicas, financieras y tecnológicas en la estructura del sistema económico mundial, que promovieron objetivamente el debilitamiento de su influencia social y de su identidad.

Además, los cambios en la división internacional del trabajo y en los modos de producir bienes y servicios han generado mutaciones tanto en las formas que asume el trabajo como en el tipo de consumo que caracteriza a los sectores sociales. La posibilidad de identificar a qué clase se pertenece se ha vuelto más borrosa para partes importantes de la sociedad.

En cambio, los que sí se consideran una clase, y actúan como tal, al menos en relación a los otros sectores de la sociedad y al Estado, son los miembros del alto empresariado, la elite económica y social que opera a nivel mundial, y por supuesto también en Argentina.

En nuestro país hemos observado un largo proceso, iniciado en los años ´70, de ofensiva de la elite económica argentina contra la mayoría del país, buscando recuperar un poder “perdido” que quedó en un pasado remoto.

El notable pensador boliviano Álvaro García Linera ha señalado que las luchas y avances populares tendrían una dinámica, al menos en nuestra región, que se expresa en sucesivas oleadas. Es decir, no es un proceso continuo, sino que reconoce avances y retrocesos.

En el caso argentino, parece que las “oleadas” son al revés: la clase dominante local realiza embestidas políticas exitosas, concreta en parte sus aspiraciones, luego pierde el dominio del Estado transitoriamente -producto de su modelo de negocios cortoplacista-, y luego retoma la ofensiva para avanzar sobre nuevos espacios de la vida social.

En el medio, se presencian gobiernos que en un principio buscan una salida más favorable a los intereses mayoritarios, pero que no tienen el poder necesario para inducir un cambio de rumbo estratégico. Es cierto, el contexto global es muy otro al mundo de posguerra, es el mundo del capitalismo neoliberal, con dominio político, ideológico y cultural de las grandes firmas multinacionales de los países centrales, que funciona sistemáticamente a favor de la concentración de la riqueza y en contra de los intereses de las mayorías.

 
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LA DEMOCRACIA

En el transcurso de estas décadas, la expectativa que generó la democracia en nuestro país se ha visto defraudada en cuanto a la realización de las necesidades populares. Por el contrario, se ha observado un deterioro de largo plazo en las condiciones de vida de la mayoría de la población, además de haber tenido que atravesar varias crisis macroeconómicas y sociales con picos muy agudos de incertidumbre y zozobra.

Es evidente que a los sectores concentrados que han llevado adelante la lucha de clases contra los intereses de las mayorías, les importa poco y nada el bienestar de la población, o el progreso general del país.

Han logrado capturar el sistema institucional y ponerlo al servicio de sus intereses, manteniendo en la superficie la división de poderes y los formalismos como para poder “tildar” los casilleros que le corresponderían a una democracia liberal tal cual como la ha definido occidente.

El gobierno de Milei es la máxima expresión de ese poder de clase, que incluye la capacidad de manipular y controlar el apoyo electoral de franjas poblacionales sumamente vulnerables, y capas medias llamadas a hundirse en la miseria. Los sectores concentrados encontraron en Milei el vendedor adecuado de sus intereses a las masas, que vieron en ese discurso ficcional una novedad que podía dar una salida a su endeble situación.

Entendemos que las posibilidades populares de revertir la actual ofensiva del capital sobre todos los aspectos de la vida de la población requieren una profunda elaboración y comprensión del decurso del período democrático, de sus falencias, de sus bloqueos por parte de los poderes fácticos, de las limitaciones y errores de los gobiernos que quisieron gobernar con una lógica diferente al poder dominante.

Para eso, hay que poder asumir que estamos hablando de intereses sociales contrapuestos en muchos casos, y estar preparados para tomar medidas que no serán buenas “para todos”, pero sí para la mayor parte de los habitantes de nuestro país.

Cuestionar la idea de que “se está haciendo lo único que podía hacerse”, que al final “la cosa va a mejorar para todos”, y que la democracia es este ritual empobrecido y sin perspectivas que se nos ofrece, son parte de la construcción de una nueva mirada popular.

La Patria no resultó ser el otro (argentino), con el cual se comparten intereses y esperanzas. El otro del movimiento nacional y popular fue y es un poder económico extranjerizado, para el cual esta tierra es simplemente un espacio de captura de riqueza a costa del resto del país.

 

Por Ricardo Aronskind * Economista y magister en Relaciones Internacionales, investigador docente en la Universidad Nacional de General Sarmiento. / La Tecl@ Eñe

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