Contra el fetichismo del presente

Actualidad30 de julio de 2024
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Un precioso texto reciente de mi amiga María Pía López llama la atención respecto a la centralidad del problema del tiempo en el discurso actual de la derecha en la Argentina. Querría retomar esa preocupación de María Pía por discutir los modos en los que hoy se piensa entre nosotros esta cuestión fundamental del tiempo, solo que introduciendo respecto a su abordaje un doble desplazamiento. Primero, porque no querría considerar acá el problema del tiempo en su dimensión cuantitativa (cuántos años deberían pasar para que podamos jubilarnos, cuántas horas deberíamos trabajar por día) sino en su faz cualitativa, en la que tengo la impresión de que asistimos a una mutación fuertemente empobrecedora. Segundo, porque no me interesa examinar acá el modo en que piensa hoy la derecha que enfrentamos, sino el modo en que nosotros mismos estamos pensando (creo yo que bastante mal) este problema.

Desde hace varios meses, en efecto, buena parte de nuestros esfuerzos de comprensión de nuestra vida colectiva giran en torno a la pregunta por cómo fue que pasó lo que pasó, qué tipo de sociedad es esta que produjo, como expresión o como síntoma, que una figura como la del actual presidente de la Nación haya sido elegida por una amplia mayoría de nosotros para gobernarnos. Y es así como venimos leyendo una cantidad de análisis (muchos muy buenos, desde ya) sobre el tipo de individuos posesivos, egoístas y mezquinos (y por añadidura punitivistas y crueles) que nos hemos vuelto, y a los que el discurso posesivo, egoísta, mezquino, punitivista y cruel del, primero candidato y ahora presidente, ha logrado interpelar con tanto éxito. Este fenómeno suele explicarse (y está muy bien) aludiendo a los cambios que produjeron en nuestra sociedad los procesos de desindustrialización, desestatización y consiguiente transformación de nuestras identidades colectivas desde mediados de los años ´70, a los que han venido a sumarse un conjunto de cambios culturales, tecnológicos y de todo tipo, que han determinado, se nos dice (y también está muy bien), la forja de esos hombres y mujeres aislados, solos, en que nos hemos convertido, y que tan verosímil y razonablemente resultarían receptivos a la retórica del presidente y de su equipo.

Todo esto, repito, está muy bien, aunque tal vez resulte también algo parcial. En un temprano escrito de 1971, un joven e incisivo Horacio González protestaba contra los intentos de reducir al mayor movimiento político de las masas argentinas a un epifenómeno de las modulaciones que había asumido en el país el proceso de acumulación del capital o de industrialización por sustitución de importaciones. Contra ese “societalismo” (que era también un “sociologismo” González estaba discutiendo contra las corrientes dominantes de la sociología de Gino Germani y de sus discípulos), de lo que se trataba era de no perder de vista la dimensión propiamente política del fenómeno que se trataba de pensar. Creo que la advertencia nos sirve también en este momento, que es el nuestro, que no me parece posible pensar (que me parece fuertemente despolitizante suponer que es posible pensar) apenas como la manifestación de un conjunto de transformaciones “estructurales” que lo explicarían. Pero tan inconveniente como este societalismo, como este –digamos– “fetichismo de la sociedad”, me parece a mí, en este tipo de interpretaciones, es lo que me gustaría llamar un presentismo,un fetichismo del presente, que pretende que esa sociedad que se expresaría en las disposiciones de sus miembros a escuchar y aceptar tales o cuales mensajes, o a votar tal o cual programa de gobierno, es –y es solamente– esta sociedad presente que es la nuestra, encapsulada sobre sí y sin vasos comunicantes con el pasado del que viene ni con el futuro hacia el que va. Las más sofisticadas técnicas sociológicas de extracción de información sobre los sujetos nos informan lo que esos sujetos son, y eso que esos sujetos son parece ser todo lo que importa conocer.

 
 
 
Hablé más arriba de hombres y mujeres “solos”, y viene enseguida a la memoria el precioso ensayo de Raúl Scalabrini Ortiz de comienzos de los años ´30, El hombre que está solo y espera, que describe a esos individuos humillados, tristes, que en las mesas de los cafés de Buenos Aires –había caído Hipólito Yrigoyen– miraban en silencio el fondo de sus pocillos como buscando allí las razones de su frustración y su derrota. Estaban, en efecto, solos, aislados de los demás (con los que apenas si participaban, escribe Scalabrini, en alguna que otra conversación de circunstancia) y de la vida política de un país gobernado por una dictadura. Pero dependiendo de cuántos años de edad les supongamos es posible que algunos de ellos hayan participado, en sus años mozos, de la revolución de 1890, es más posible todavía que varios hayan tirado alguna piedra o algún tiro en la de 1905, y es casi seguro que la mayoría haya formado parte de la gran épica electoral de 1916. Y eran también (aunque tal vez no lo supieran, aunque tal vez estuvieran demasiado tristes o amargados o enojados para percatarse) la oscura o sorda memoria de esas luchas que habían sido las suyas. Y por lo demás, estaban todos –escribe Scalabrini– a la espera. Esperaban, sin saber que esperaban ni qué esperaban. Pero cuando catorce años después, una cierta tarde de octubre, salieron a la calle y cambiaron la historia para siempre, fue el propio Scalabrini el que acuñó la frase “el subsuelo de la patria sublevado” para aludir al modo en que esas viejas memorias del pasado volvían para abrir el presente hacia un futuro diferente. Nunca somos sólo lo que somos. El presente es siempre más complicado que eso. Hay política porque el presente es más complicado que eso.

No otra cosa quiere decir, por cierto, la célebre frase de cierto conturbado príncipe de tinta y de papel: “The time is out of joint”, el tiempo está fuera de quicio, que significa, por cierto, que entre otras muchas cosas que también significa, que el presente no es nunca plenamente contemporáneo de sí mismo, que nunca somos apenas lo que las fuerzas de la historia han hecho de nosotros en el movimiento en el que nos trajeron hasta este punto en el que estamos, porque siempre somos también, al mismo tiempo, la memoria de lo que fuimos o de lo que quisimos ser y la expectativa de un futuro que no sea la pura repetición de las dimensiones más intolerables del presente. Cinco años antes de que Scalabrini publicara su notable ensayo, un joven escritor de Buenos Aires, yrigoyenista como él, y que además era su amigo y se le parecía bastante más que lo que vendría a hacerlo en las décadas siguientes, lo escribiría en el gran estilo que ya había conquistado. Dice Jorge Luis Borges, en efecto, en el ensayo que da título a El tamaño de la esperanza, de 1926: “Mi argumento de hoy es la patria: lo que hay en ella de presente, de pasado y de venidero. Y conste que lo venidero nunca se anima a ser presente del todo sin antes ensayarse, y que ese ensayo es la esperanza. ¡Bendita seas, esperanza, memoria del futuro, olorcito del porvenir, palote de Dios!”

Memorias sordas, entonces, pero siempre pasibles de ser actualizadas, de las luchas, los sueños y las utopías del pasado, y espera o esperanza de lo por venir. De esas solicitaciones del pasado y del futuro al tiempo que vivimos (es el tema, por cierto, de ese gran lector de Shakespeare que fue Carlitos Marx) está hecha la política, que existe justo porque existen la memoria y la esperanza. En este tiempo de oscuridad que atravesamos, la esperanza no es ninguna candorosa forma de negar la gravedad de lo que ocurre, sino la materia prima de la política que tenemos la tarea de hacer para cambiar las cosas. Nunca somos sólo lo que somos. Nunca somos sólo lo que la historia ha hecho de nosotros. Somos también (debemos ser, también) lo que, de la mano del recuerdo de lo que fuimos, sepamos hacer colectivamente con eso que la historia ha hecho de nosotros, para darle y darnos una nueva oportunidad.

 

Por Eduardo Rinesi * Filósofo y politólogo. / La Tecl@ Eñe

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