Pensar en algoritmos y gobernar en proposiciones

Actualidad18 de julio de 2024
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El debate público en torno a las opciones teóricas que solucionarían los problemas de la humanidad parece achatarse día tras día. La actual gestión presidencial argentina ganó acusando a la oposición con una batería de proposiciones lógicas, acusaciones de falacias y un menú breve de afirmaciones ortodoxas y simplistas combinadas con una retórica de lo inentendible que justifican, en especial frente a quienes no tienen la menor idea de lo que significa ninguno de esos postulados, la aplicación de medidas dogmáticas y la celebración de verdaderas tragedias sociales, económicas y productivas como un éxito cuasi moral. Para acompañar esto, el presidente Javier Milei (y sus seguidores) revolean nombres de teoremas, postulados y fenómenos de nicho en acciones que se parecen más a usar un ladrillo como arma contundente y salir corriendo que en un duelo con pistolas al amanecer. 

Pero ¿por qué una retórica tan vacía tuvo tanta pregnancia? Demos un par de vueltitas. 

La película Una mente brillante, de Ron Howard, se llevó en 2002 cuatro premios Óscar gracias que tenía una de esas fórmulas perfectas para levantarse a la academia: una historia dramática de superación ambientada en la guerra fría, encarnada en un genio matemático que luchaba con el sufrimiento provocado por la maldición de su intelecto superdotado. 

Esta biopic (por supuesto que iba a ser una biopic, ganó 4 Oscars) ya-no-tan-clásica está basada en la vida de John Nash (la quijada triste de Russel Crowe), un matemático que se mete en una intriga de espionaje que resulta ser (spoilers) producto del trastorno psicótico que está desarrollando. Por esta condición, el Nash de la vida real se pasó 30 años alejado de las matemáticas, para resurgir a la vida con su esquizofrenia bastante dominada en un proceso que sus médicos consideraron “milagroso” y casi “inexplicable”. 

Hay una escena en la película que pinta el intelecto de Nash en un color muy particular: el joven estudiante, dando muestras de la pasión por descubrir que lo convertiría en una de las mentes más brillantes (je) del siglo XX, analiza el movimiento de unas palomas libreta en mano, tratando de encontrar en esos recorridos patrones que nosotros jamás podríamos ver, como un iluminado que puede descifrar los caracteres verdes en las pantallas que apuntan a la Matrix o un trve player de Dwarf Fortress. Sus amigos de la facultad lo miran con una mezcla de curiosidad, gracia y admiración, al igual que nosotros, fascinados espectadores, como a un Sherlock Holmes que predice el comportamiento del universo mismo, bajo el riesgo de caer en la locura por usar el 200% de su incomprensible intelecto. Porque la humanidad siempre va por detrás del procesamiento maquinal. En el filme, Nash sigue relacionándose con los espías soviéticos de su imaginación hasta el fin de sus días cuando recibe en 1994 el premio nobel de Economía que, recordemos, en realidad tampoco existe. 

Si la teoría de Nash, la de Hayek, la de Friedman, la de Stiglitz o la de otros “premios nobel” de economía es efectiva, eso es un debate para matemáticos y economistas. Lo que queda claro es que la voluntad de simplificar los procesos y pasar a temas más importantes (como generar ganancias desde la nada misma) es muy tentadora de aplicar cuando queremos resolver la realidad.

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Hay desde que la Internet es foro y el foro es bardo una obsesión por “el debate”. No por la acción de debatir, sino por “El Debate” como figura: una competencia por la Verdad, que puede determinar quién de los dos contendientes (o defensores de una postura) es su dueño. La efigie de “El Debate” se referencia en el encuentro que tuvieron Chomsky y Foucault en 1971, durante una de las épocas más efervescentes para el intercambio de ideas, cuando el posmodernismo en alza rompía los esquemas del pensamiento tradicional. La imagen que tenemos es la de dos hombres elegantes, herederos de tradiciones intelectuales occidentales que llevan con ellos la antorcha de la vanguardia. 

Pero la figura del debate, devaluada en los medios de comunicación que ofrecen versiones insoportables con personajes de lo más variopintos gritándose uno encima del otro al estilo de “Intratables”, sobrevive muy golpeada en las redes sociales. No es ya un debate de “Foros” (como en la antigua Internet 2.0), sino uno donde se pone en juego el capital social e intelectual. Y en estas riñas de gallos, a veces eternas, algunos esgrimen las más antiguas y elementales herramientas: las proposiciones lógicas. 

Pantallazo: “Los hombres son mortales, Sócrates es un hombre, por ende Sócrates es mortal”. Las proposiciones lógicas son útiles en años formativos para apuntalar el pensamiento, enseñar la gramática de la razón. Pero en discusiones donde, de nuevo, se usa la retórica como un ladrillo sin pulir apuntado a la nuca del contrincante, esta racionalidad termina siendo más bien un sello de calidad para las ideas que una herramienta lógica. 

No parece tratarse de una cuestión de confianza en el método del pensamiento, sino de una postura para construir autoridad moral. Y esa moral constituye una posición en el espacio social: “Yo sé, yo soy intelectual, y además vivo mi vida de acuerdo con los preceptos de lo que es correcto. Vos sos un imbécil y por tu culpa, pedazo de iletrado, nos hemos hundido todos en la pobreza”. En resumen, hay una forma correcta de pensar, y esa forma no es la del otro. Como bien pueden validar todos esos likes que recibo y esos comentarios donde me felicitan por el festival de doma, acusar al otro de usar una falacia es un recurso simbólico potente, en especial si es que la tribuna tiene cierta fe en esas herramientas. 

Además, las proposiciones lógicas se esgrimen como un arma frente a la magia deformante de las palabras. Son un intento de racionalidad instrumental. Porque después de tanta apertura, tanto no-binarismo, al mundo hay que esquematizarlo. La voluntad de tanta ortodoxia parece ser la de devolver al universo su simplicidad. Wittgestein, que en su primera etapa buscaba soluciones efectivas a problemas filosóficos, estaría muy contento con esta pretensión, si no fuera porque caen constantemente en un “mal empleo del lenguaje”. Y acá me permito retrucar: no porque haya una forma errónea de utilizarlo (no hay que confundir la lógica, que estructura el pensamiento, con el “sentido común”), sino porque a partir del lenguaje damos cuenta de cómo percibimos la realidad y creamos realidades nuevas. 

Tal como Adorno y Horkheimer señalan en la Dialéctica del iluminismo, ese libro escrito para bajarnos a todos de un hondazo cuando pretendemos confiar 100% en la teoría científica, es importante llegar a una concepción que permita superar la separación de la práctica social y los procesos intelectuales particulares, porque la ciencia no está separada de las distintas actividades intelectuales. Estos procesos no son autónomos ni independientes. Concretamente, ¿se dónde vienen estas herramientas? ¿Qué estamos buscando hoy, en la segunda década del siglo, rejuntados por algoritmos, prompts y carreras cortas hiperespecializadas?  

Mientras que el debate entre Chomsky y Foucault versó sobre la naturaleza humana, el encuentro que se presentó con bombos y platillos como sucesor directo para el siglo XXI, “El debate del siglo”, se dió en 2019 entre los cuasi-influencers Slavoj Zizek y Jordan Peterson, frente a un público que intentaba zanjar una idea que hacía ya unos 30 años era anacrónica: ¿es más posible la felicidad de la mano del marxismo o del capitalismo? El resultado fue que, al igual que John Nash descubrió que esos agentes de la KGB no eran reales, Peterson se enfrentó la inesperada realidad de que los marxistas que él idealizaba no eran tan caricaturescos como creía. En consecuencia, Zizek apenas tuvo que apartarse un par de metros del manifiesto comunista para dejar en evidencia que todo era una pérdida de tiempo. 

De la misma manera, los fanáticos -se podría decir dogmáticos- de la gestión Miei embanderan un enunciado que es, en definitiva, una secuencia de proposiciones lógicas: “La inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario”. Pero tenemos un problema en medio: estas premisas pueden llenarse de significantes vacíos, porque son una estructura cuasimatemática que contiene lenguaje verbal. 

Juguemos un poco: si “Inflación” = I, “siempre y en todo lugar” = x y “monetario” es = m, la fórmula proposicional podría expresarse como I = x(m). Ponele, estamos jugando. La pregunta que cabe hacerse no es por el enunciado, que queda muy lindo expresado al estilo críptico de Einstein, sino qué significa “siempre y en todo lugar”, es decir, la “X”. 

¿Es el capitalismo “siempre y en todo lugar”? ¿Qué tipo de capitalismo es “siempre y en todo lugar”? ¿El que product, el financiero, el monetario? ¿El que produce qué? La “x” es una variable que se puede llenar de cualquier contenido (como solemos hacer con la x). En este caso, “siempre y en todo lugar” es una visión de la economía puramente matemática, monetaria, como una hoja de excel y que, además, dictamina un único tipo de “siempre y en todo lugar”. 

El escritor Martín Kohan advirtió en una entrevista que le hicieron a fines del año pasado en el programa “Tres Estrellas” que Javier Milei “realmente cree que no somos otra cosa que sujetos productores y consumidores, y que las relaciones sociales son relaciones de beneficio, de oferta y demanda””. Comentario que se puede relacionar con facilidad a una persona que dijo más de una vez que no disfruta de la comida y la consume como parte de un trámite (a pesar de que en un focus group de la consultora “Proyección” publicado en mayo de este año el presidente de la Nación quedó en primer puesto como opción a la pregunta “a qué figura política invitaría a un asado”). 

Irónicamente el libre mercado es, para este dogma, mágico. La mano invisible no es otra cosa más que una presunción en la que el sistema funciona mejor que la propia naturaleza de los vínculos humanos (o como uno de los espíritus contenidos en ella, cual Kami japonés). Y así como sabemos que Einstein era un genio porque sólo cinco personas en el mundo podían entenderlo, sabemos también que la ciencia críptica, correctamente enunciada, puede parecer mágica. 

Esta magia que reviste al tecnolecto científico no es un truco de la ciencia, sino del lenguaje. Y de ahí viene su principal problema: la lógica se encuentra con un obstáculo cuando usa la lengua: la polisemia. Un yeite que sirve a la poesía, (el juego por antonomasia de abrir muchísimos sentidos y provocar emociones a través de las palabras), o que puede servir a un snob perdido en twitter que trata de defender su postura a como dé lugar para “llenar la cara de dedos” intelectualmente al contrincante. 

El mismo focus group de “Proyección” al que aludimos antes menciona que entre los entrevistados “aparece una mirada de Javier Milei como una figura tecnocrática y fría (“no tiene corazón”), comparado con la Inteligencia Artificial, lo que abre posibilidades, pero también conlleva riesgos”. La opinión pública tal vez siga creyendo en la humanidad del presidente, pero admirando su lado frío, robótico, propio de ese edit en el cuerpo de Terminator que iría a la caza de sindicalistas que el presidente compartió en sus primeros días de gestión.

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A la necesaria complejización del mundo se le antepone una respuesta esquemática, que confía en lo simple. Un mundo bipolar no solo en la oposición espiritual ya entre capitalismo y comunismo, sino también entre el lenguaje y las ecuaciones, entre la magia y la confianza en la ciencia, la humanidad y la inteligencia artificial. Y, que cuando quiere responder al argumento de que todo es más complejo, se defiende a los tiros con balas de terminología hiperespecífica vacía. Es, en definitiva, similar al coaching: una amalgama de recursos pseudocientíficos y neurociencias aplicadas al marketing y el emprendedurismo financiero que suenan bien al oído, amparados en pretensiones de verdad esquemática para que los ciudadanos las usen con confianza mientras esperan algún tipo de resultado. 

Esta obsesión por defenderse a las acusaciones con pretensiones de cientificismo es síntoma de la misma deshumanización de base que los lleva a ver la economía a partir de fórmulas de excel y al tejido social como un juego de suma cero donde “el respeto (selectivo) por el proyecto individual del otro” lleva a la bonanza como por arte de magia. Spoiler: ni siquiera la IA permite tal grado de desapego a la complejidad. El problema de base va más allá del hecho que advirtió Byung Chul-Han sobre que “La IA no tiene alma”, sino que ni siquiera sabe utilizar el lenguaje. 

La pretensión de aplicarlo al debate diario, en el barro cotidiano, se choca con una realidad brutal que en la egolatría del que usa la herramienta sabe feo: el forobardero no es un genio de la argumentación. Es, en general, una persona escolarizada que más que pretender no equivocarse pretende demostrar que el otro se equivoca, en un juego de suma cero donde su contrincante es humillado y, sobre todo, el sustrato teórico, ideológico y su pertenencia social son validadas. Dentro de esa “batalla cultural”, la idea es normalizar. Simplificar. Recortar. Deshistorizar. Reescribir de forma simple, podando todo lo que da sentido al rico universo de las argumentaciones y la búsqueda de soluciones. 

El objetivo de normalizar responde a la tan mentada batalla cultural de la que habla La Libertad Avanza. Reducir la cuestión de género sólo a dos, la maternidad a un valor inmanente que bendice a la mujer, la inflación como un fenómeno estrictamente monetario. Fórmulas que, si se las complejiza un poco, ya no cierran. Como se habrá dado cuenta cualquiera que se dedique a producir un mínimo de arte con alguna pretensión de emocionalidad, la Inteligencia Artificial no puede, todavía, producir abstracciones. Como oponer la técnica del hiper-realismo al arte que se nutre de los errores en el trazo que le dan personalidad. 

Este parece ser, una vez más, el modelo de resolución a todos los problemas que esgrime el gobierno. A la vuelta de su encuentro en Estados Unidos con Mark Zuckerberg y los directivos de Google, Javier Milei declaró en una entrevista emitida por Radio Mitre que podrían en marcha tecnología de Inteligencia Artificial desarrollada por Meta y por Google para nada más ni nada menos que la educación de los niños en las aulas y la reforma del Estado “tal como se aplicó en El Salvador”. 

En momentos formativos, la lógica proposicional puede ayudarnos a estructurar el pensamiento. Así como elegir alguno de los grandes relatos para definir de qué manera avanzamos en nuestro compromiso de habitar el mundo, para cambiarlo o para poder ubicarnos de alguna manera en él. Zizek bien lo define cuando dice que en las sociedades capitalistas contemporáneas el nivel fundamental de la ideología “no es el de una ilusión que enmascara el estado real de las cosas, sino el de una fantasía que estructura nuestra propia realidad social”. Si rehabilitamos el debate, Jordan Peterson, cultor de la simplificación y la acción práctica, te manda a que hagas la cama todos los días. 

Las palabras que llenan las proposiciones no dejan de ser parte del lenguaje, pero los universos dentro de los que hacen sentido son cada vez más pequeños. La acción de aplanar la discusión viene acompañada de la acción de deshistorizar. Con personajes que resurgen de la nada en la memoria hiperabreviada de las redes sociales, cualquier proceso que explique los éxitos y fracasos (y que exija una elaboración un poco más extensa que acusar una denuncia de falaz) es descartada o directamente no llega a existir. Como un chiste contado en voz baja o un comentario importante que se pierde en la agitación de un día lleno de responsabilidades urgentes pero poco relevantes a la vida en sí. 

Es que acá no estamos hablando de teoría económica. Estamos hablando de los juegos del lenguaje y de la argumentación, porque al fin y al cabo los que debaten sobre economía en las redes sociales, en general tampoco saben de teoría económica. Una batalla entre las bases estructurales del pensamiento y la puesta en práctica de la vida real. 

Por ahora viene triunfando (en las urnas y los focus group, de los que me permito desconfiar) la teoría. Fría y dogmática, para muchos de nosotros está ampliamente divorciada de la práctica. La gran tragedia es que ninguno de esos postulados importen lo más mínimo de acá a dos meses. 

El argumento de Una mente brillante es el sueño de Comte: que la ciencia puede crear un sistema capaz de explicarnos a nosotros mismos, descubriendo leyes en las relaciones entre fenómenos. Pero ¿qué pasa cuando esta creencia la enarbola un cínico? O peor: ¿qué pasa cuando la enarbola un estúpido o alguien más o menos desconectado de la realidad? 

Por Elías Fernándes Casella / Urbe

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