De sensateces y desdichas

Actualidad 17 de junio de 2024
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Puntillosa y diligentemente, abrí la fina cobertura de papel plata que envolvía el paquete de tabaco y dejé que el aroma, rubio y puro como una epifanía, me invadiera por completo. Era esta una sensación muy similar a la que, allá en los lejanos inviernos de mi adolescencia, solía producirme el tibio perfume de las medialunas, así de melancólica, así de placentera. No fumo desde 2017, pero esa tarde me dejé llevar por los recuerdos (uno es un sentimental después de todo).

Tenía que encontrarme con un cliente por un nuevo trabajo. Hasta ahora, el tipo solo había contratado mis servicios de redacción y corrección de textos para la página web de su negocio (una cadena de vinotecas que había heredado de su padre, con todo y empleados, con todo y proveedores). Pero esta vez, por lo que entendí cuando hablamos por teléfono, se trataba de otra cosa. Me citó en La Biela, un lugar que yo no pisaba desde fines de los noventa. Y ahí me encontraba, perdido entre los recuerdos y el aroma del tabaco, con el consuelo tonto de que no era el único que se había visto obligado a retroceder a ese infame período de la historia.

Mi cliente llegó poco después, con su sonrisa de publicidad de dentífrico, sus pantalones chupines y su blazer de cuero marrón. Se sentó justo frente a mí y me saludó con afectada musicalidad, como si quisiera causar gracia (no ya a mí, sino a un público impreciso). El tipo es astuto, entrador; busca información en Internet para ganar las discusiones, aun careciendo de argumentos; habla de justicia, de voluntad, de mérito; confunde burla con humor. Se cree indispensable, pero a lo sumo es transitorio. Adora a Messi y a La Renga, aunque no necesariamente en ese orden. Votó a Milei en el balotaje, y a Schiaretti en las elecciones generales. Tiene cuarenta años, pero él dice que la gente le da treinta.

Hablamos de trivialidades al principio, como para romper el hielo. Luego de un buen rato, en el que ningún aspecto de su personalidad estuvo matizado por la reserva o el buen gusto, decidió abordar el tema para el cual yo había sido convocado. Resulta que el tipo quería escribir un libro, pero, como carecía de tiempo para hacerlo, pensaba contratar mis servicios de ghostwriting. No disimulé mi sorpresa; sí, tal vez, mi indignación. Una vez recuperado de mi asombro, le pregunté sobre qué trataría el libro en cuestión. Mi cliente guardó silencio por unos segundos que me parecieron lustros. Finalmente, se llevó la punta del dedo índice de la mano derecha a la parte alta de la nariz, como si el acto mismo de pensar exigiera un apoyo gestual determinado, y me respondió lo siguiente: «Es un libro motivacional para emprendedores, en el que, a partir de mi experiencia, les aconsejo a los jóvenes cómo aprovechar las oportunidades que ofrecen estos tiempos de cambio que vivimos. Ya tengo el título: Emprender en tiempos de Milei. ¿Qué te parece? Va como piña, ¿no?».

Lo que ocurrió después fue bochornoso. Intenté explicarle que haber heredado el negocio de su padre no lo convertía exactamente en un «emprendedor», y sí, en el mejor de los casos, en un privilegiado. Me animé también a advertirle que él no estaba en condiciones de dar consejos a nadie cuando, en los últimos cinco meses, su propia empresa había empezado a arrojar balances negativos. Todo fue en vano. A mi cliente parecían no importarle en absoluto tamañas nimiedades. «Lo que pasa es que vos no la ves, papá. Esto es pasajero. En seis meses más nos llenamos de guita», concluyó, con el tono autosuficiente al que, por desgracia, me tenía acostumbrado. 

Le seguí la corriente mientras pude; y no pude mucho. Pronuncié, como al descuido, una frase de Saul Below que me vino a la mente en ese instante: «La sensatez le entra a la gente a fuerza de desdicha, y eso toma tiempo, y el tiempo te desfigura». Mi cliente rio. «Ay, Pela. Vos siempre con tus citas», acotó enseguida, inconmovible. Me despedí luego de prometerle que estudiaría su propuesta.

Al salir a la calle, la incertidumbre me embargó como solo puede hacerlo la tristeza o algún funcionario del Ministerio de Justicia. «¿Hace cuántos años que convivimos con estos siniestros personajes?», me pregunté. «Probablemente, desde siempre, aunque en ocasiones presenten matices distintos. Claro, estos no son tan peligrosos como aquellos que no dudan en aplaudir el desguace del Estado o como aquellos otros que vitorean con nostalgia el accionar “ejemplificador” de los milicos. No, no son tan peligrosos, pero hay que tener mucho cuidado, pues ellos son también responsables de esta anomia, de este derrumbe, tanto o más que los políticos del confuso y confundido oficialismo, tanto o más que los políticos de esa oposición que nos representa a duras penas».

Procuré olvidarme de lo conversado en aquel fatídico encuentro, pero lo único que logré olvidar esa tarde fue el paquete de tabaco. «Mejor, así no caigo de nuevo en el vicio», me dije triunfalmente, mientras esperaba el colectivo de regreso.

 

Por Flavio Crescenzi * Escritor, docente, asesor lingüístico y literario / La Tecl@ Eñw

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