La literatura si la vió

Actualidad 07 de junio de 2024
Martin-Rognoli_01_port-1200x675

Los reflejos en el espejo político pueden ser engañosos. La figura de Menem se evoca, a menudo, como espejo histórico del actual presidente. “Menem trucho”, dicen algunos: una evocación en falso. Pero el presente se parece más a la literatura de los 90s que a la política de esos años: una retranscripción. No se trata de profecías. El diablo está en los detalles: ahí opera la literatura, su capacidad endiablada para captar que en cierto gesto, cierta inflexión de la lengua, cierto tono se alberga un futuro cuya forma y nombre todavía no se puede formular. 

Tonos antinacionales

Josefina Ludmer, en su libro Aquí América Latina (2010), pescó algo clave en lo que se escribía en la América Latina de los 90s: los “tonos antinacionales.” Lo leía en Fernando Vallejo, Horacio Castellano Moya y Diogo Mainardi: novelas y crónicas en las que escritores letrados, varones, que volvían a sus países (Colombia, El Salvador, Brasil, respectivamente) para despreciar su lugar de  origen, a los compatriotas y la lengua madre, se encontraban con un paisaje de imaginarios nacionales deshechos por la globalización: las naciones construidas en el siglo XX y arrasadas por el neoliberalismo, sus Estados intentando apuntalar el proyecto de desarrollo y fracasando, confirmándose en su degradación. 

La ficción literaria formulaba y le ponía los tonos a lo que la política apenas enmascaraba: la entrega del patrimonio a los capitales globalizados y la liquidación del rol del Estado en la consecución de un proyecto neoliberal. Enmascaraba, no porque la política haya ocultado su afán privatizador, sino porque todavía invocaba valores de inclusión, de proyecto modernizador nacional, y de apuesta por imaginarios de desarrollo y de unidad nacional. 

La ficción literaria formulaba y le ponía los tonos a lo que la política apenas enmascaraba: la entrega del patrimonio a los capitales globalizados y la liquidación del rol del Estado en la consecución de un proyecto neoliberal.

Son esos valores inclusivos invocados por la política lo que los “tonos antinacionales” desfondan: el mercado, en la política de los 90s, prometía inclusión universal; los tonos antinacionales dicen la verdad rabiosa de la exclusión marcando un final de lo nacional. Estos tonos, escribe Ludmer, son los que efectivamente leen el fin de la nación y lo celebran: le ponen el afecto de odio y de desprecio para decir que la nación se acaba. Y también para decir que esas naciones no tenían derecho a existir, en contraposición a las “buenas” naciones que son las del primer mundo y las de los imperios coloniales.  

Dos décadas más tarde es la política la que pronuncia a los gritos los tonos antinacionales: Javier Milei ataca explícita y estentóreamente los sentidos y los íconos de lo nacional tal como se construyeron durante el siglo XX. Desde Yrigoyen hasta Alfonsín, desde el Papa argentino hasta las Malvinas, pasando por el fútbol y el asado. Repite que la moneda nacional equivale a excremento. Un discurso que desfonda y desata los lazos que pensamos como “lo nacional”, es decir, lo que es una forma de nombrar (y también de disputar) lo que tenemos en común. 

El presidente hace una invocación, de una vaguedad extrema, de la Argentina del siglo XIX como el modelo a retomar. Invoca un país que nunca existió como horizonte al cual retornar: le pone la nota psicopática a la “utopía retrospectiva” que muchos y muchas compatriotas compraron como promesa. Algo de esto ya leemos en las novelas de Fernando Vallejo: la Colombia del siglo XX es la degradación y corrupción de la nación oligárquica de finales del XIX. Vallejo lo escribe como provocación y como goce en la lengua del insulto a la madre patria; Milei, en cambio, hizo campaña con eso, lo volvió palabra de promesa, y ganó. Ludmer identificó los tonos antinacionales con “tonos austríacos”: algo en esa tradición se cocina como odio a la nación. De Tomas Bernhard a Hayek: mundos desde el fin del imperio austro-húngaro hasta la derrota en la 2a Guerra Mundial que, por esas volteretas de los imaginarios periféricos, reaparecen en nuestra lengua. Austria-Argentina, para el Perlongher por venir.

Martin-Rognoli_02 
Un año antes de la asunción del nuevo presidente una victoria en el campeonato de fútbol había arrojado millones de argentinos y argentinas a las calles, en un evento de fiesta colectiva que es difícil de imaginar en otros países —pensemos, por caso, que en los recientes festejos del Super Bowl en EEUU, de escala infinitamente menor a los de la Copa Mundial, hubo tiroteos y muertos. Millones de personas tomaron las calles y no se mataron unas a otras— y al parecer imposible en las sociedades armadas y de guerra civil permanente del siglo XXI. En la Argentina del 2022 sucedió. Pero en la Argentina del 2023 ganó holgadamente las elecciones un candidato que ataca y erosiona todas y cada una de las coordenadas que hacen posible esa fiesta y ese andar colectivo. Su vicepresidenta, Victoria Villarruel,  moviliza, en cambio, otros sentidos en torno a lo nacional, estrechamente ligados a la herencia de la dictadura militar. Las fricciones que ello genera van marcando hitos cuya resolución todavía es incierta.

Deshaciendo las imágenes y los símbolos de lo nacional, el actual presidente ataca lo que se cuece en esos símbolos: la posibilidad del lazo social, de la vida colectiva, de relación no inmediatamente violenta con el otro. Embistiendo contra la nación lleva adelante su impulso político básico: volver realidad la frase de Thatcher, “la sociedad no existe”. Paradojas del país que es (o dice ser, o imagina ser) todo-sociedad, haber votado a quien enarbola como idea fundamental el gesto y el impulso de de-socialización: las fuerzas del cielo son las fuerzas de lo anti-social (impulsos, además, que el candidato victorioso encarna y performa con su folklore sexual y afectivo.) Tonos antinacionales para triturar lo social en la administración de lo colectivo. 

Lo que la literatura de los 90s escribía como ficción y como verdad muda de la política, en los 2020s retorna como vocabulario explícito. Autoparodia y ridículo se vuelven marcas de estilo y de enunciación política: el performer como pacto afectivo espectacular. Se procede a intentar desmantelar a velocidad extrema el edificio jurídico-político del Estado, con medidas masivas que buscan arrasar con toda forma de soberanía (empezando por la Ley de Tierras que se deroga por DNU) y que apuestan a licuar la soberanía monetaria para que el dólar sea el ordenador de las relaciones sociales. 

Agujerear la nación, desfondarla, en el territorio y en la moneda, para un nuevo orden: así de ambicioso es el nuevo salto antinacional.

Agujerear la nación, desfondarla, en el territorio y en la moneda, para un nuevo orden: así de ambicioso es el nuevo salto antinacional. Sus tonos combinan el insulto sistemático, la violencia de los “malos sentimientos” (misoginia, racismo, etc etc) que Ludmer pescaba en el género antinacionalista de los 90s, con modulaciones teológicas y mesiánicas: “las fuerzas del cielo”. Salirse del universo secular y republicano del Estado-nación para inyectar una teología del dólar en la lengua compartida. La religión del dólar como inflexión de los tonos antinacionales.

Vivir ¡afuera!

Quizá la gran novela de los 90s argentinos sea Vivir afuera de Fogwill, publicada justo al final de la década. Es la novela de la intemperie —intemperie incluso para quienes, como su personaje principal, son los privilegiados de los negocios globales. La novela hace un mapeo sensible que verifica que efectivamente la idea de la protección social está desmantelada, que lo que quedó del Estado es una farsa, que los personajes son principalmente modos de responder y de conducirse en esa intemperie que dejó la década menemista: pícaros del neoliberalismo, más chetos o más pobres pero en todo casi pícaros, que buscan la salvación en la ruina de las naciones (esa picaresca que se articulaba ya en los Pichiciegos, por supuesto.) 

El afuera del título de la novela es, podemos pensar, lo que queda después de la nación: astillamiento de la vida colectiva, cinismo como ética, la sexualidad como lo que hace lazo y que a la vez lo tritura. El vih-sida como horizonte antirreproductivo pero que se envuelve bajo la luz del amor más genuino (justamente: amar a la enferma y que el amor se consuma en ese fuego viral) Y un pichi que se vuelve “el Pichi”, lo que queda de los Pichiciegos, que se empieza a acercar a la ultraderecha, que todavía era nacionalista (era, si se recuerda, el MODIN.)  

El afuera de Vivir afuera es un afuera realista: el fin de las ilusiones de la democracia y de la inclusión capitalista. Ese afuera es un fin, no un comienzo. Ahí nos dejaba Fogwill que escribía lo que el realismo le dejaba escribir: que el primer ciclo de la democracia argentina terminaba ahí y así. Ese afuera que Fogwill marcó como el nuevo territorio existencial y político —el título es una suerte de programa ético—, ese afuera que era un final (no del tiempo, sino de cierto ciclo histórico que llamamos “retorno de la democracia”), ese afuera que se despejaba allí donde las ilusiones se desvanecen, ese afuera retorna, veinte años después, con un tono cruel y deportivo. 

Milei, se sabe, hizo del “¡afuera!” una suerte de sketch televisivo. Pegó. Se hizo carne en la lengua hablada. “¡Afuera!” se vuelve un estribillo: se hace enunciación colectiva que sitúa al que lo enuncia en posición de poder. ¿De qué poder? El poder de excluir. Todos podemos excluir a otros: la nueva igualdad. ¡Afuera! ¡Afuera! ¡Afuera! es la canción triste que se canta en la lengua argentina. Algo festivo en ello: viene, después de todo, de la televisión, que es el gran laboratorio de las fiestas tristes. La epopeya de la exclusión: todo el mundo, ¡afuera!

Quizá la gran novela de los 90s argentinos sea Vivir afuera de Fogwill, publicada justo al final de la década. Es la novela de la intemperie, incluso para quienes, como su personaje principal, son los privilegiados de los negocios globales.

Lo que la política de los 90s prometía como la inclusión por el mercado global se resolvía como afuera en la palabra literaria como el territorio de la experiencia a través de la ficción. Inmediatamente después del 2001, con el país en la intemperie que Fogwill había retratado, la palabra clave fue “inclusión”: la patria es el otro fue su fórmula. Bajo un hostigamiento mediático incesante y sujeta a contradicciones enormes,  la inclusión se revistió, para muchos y muchas, de engaño, aunque esa evaluación y esa disputa es también parte del experimento en curso. El actual presidente, en todo caso, ganó una elección cultivando ese desengaño.

Sin embargo, en su pasaje desde la literatura a la política, el afuera se convierte en otra cosa. Es el canto de guerra de una democracia que promete exclusión y segregación: una democracia que dice que para seguir existiendo hay que producir abandono y desigualdad. No es un fin: es un comienzo (dicen los que ganaron y algunos de los que les creyeron.) La democracia del afuera es la democracia que se ha desengañado de sí misma: ya no quiere sus valores básicos pero tampoco quiere renunciar a sí misma. En esa torsión estamos: a futuro incierto. 

Los tiempos de la política y los de la literatura nunca coinciden; jamás. Ese doble reloj enseña un arte de la cautela. La que desconfía de los reflejos internos de la política: los 1990s y los 2020s en su espejo, los retornos de lo mismo, de Menem a Milei, ese loop. Los tiempos de la literatura, atrasan y anticipan, como adivinas ciegas. Al hacerlo, ponen memoria a lo que se dice y se hace en presente: la memoria de lo casi imperceptible, de lo que se decía en chiste, de lo que parecía el otro lado del espejo, que gira sobre sí y se vuelve palabra política. El reloj de la literatura, a diferencia del de la política, lee el pasado en el presente para ver sus divergencias, sus desvíos: lo que se alberga en la lengua, en espera. 

Vuelven los tonos

“La patria no se vende”: el canto se escucha en los conciertos y en las manifestaciones; se instala en la lengua. La consigna dice muchas cosas, pero en el contexto de los tonos antinacionales en el gobierno la escucha debe afinarse. Se escucha en cada marcha y reverbera en los conciertos: una música de fondo. La patria que se vende es, desde luego, la de los símbolos nacionales pero es quizá sobre todo la patria material: la del territorio y la de las riquezas, lo que se constituye como soberanía territorial y la moneda.  

Es sin duda significativo que el recurso de amparo contra la derogación de la Ley de Tierras en el DNU impulsado por el actual gobierno haya venido de una asociación de veteranos de Malvinas, el CECIM. La derogación de la Ley de Tierras apunta a facilitar la compra de suelos nacionales por parte de capitales extranjeros: para que no haya límites ni restricción soberana, y por lo tanto para que nada, ni siquiera el territorio, le ponga algún límite a la teología del capital-dólar. Para que todo lo real sea dolarizable, y solamente lo dolarizable sea real. El resto: descarte, residuo, despojos que quedan en el camino.

Es sin duda significativo que el recurso de amparo contra la derogación de la Ley de Tierras en el DNU impulsado por el actual gobierno haya venido de una asociación de veteranos de Malvinas, el CECIM

Los tonos antinacionales de la política del presente anudan el desprecio por la patria y la religión del dólar: ésa es la operación clave del experimento neofascista en la Argentina del presente. La Ley de Tierras en el medio. Ahí, veteranos de la guerra de Malvinas ponen el freno: oponen la soberanía nacional –eso que está siempre en disputa en torno a Malvinas— a la soberanía del dólar. Desde el reclamo territorial a la nueva disputa por la nación, que pasa por la moneda.

¿En estos reclamos territoriales no se cocinan los tonos del presente? Si justamente contra la conversión de territorios y cuerpos a la equivalencia abstracta del dólar y las fuerzas amnésicas del cielo, lo que la lengua moviliza en presente no son los territorios como memoria crítica, dentro y fuera de la nación.

Luchas indígenas, antiextractivas, feministas, anti-coloniales: el territorio en disputa no solo por el derecho a habitar sino por las memorias que se albergan ahí. Justamente, ahí donde los tonos antinacionales quieren hacer borrón y cuenta nueva: desertificar para el que el dólar reine. 

¿No es eso lo que se cocina en la lengua, cuando en los recitales se canta “la patria no se vende”?: el territorio, que nunca coincide del todo con la nación (Malvinas, Wallmapu), como estrato de memoria contra la alquimia indolente del dólar, contra su pulsión automática que busca tachar el tiempo. 

Ludmer intuyó algo de esto: ella hablaba de la “teoría del subsuelo” como material de las narrativas de los 90s. El subsuelo: lo que retornaba contra las fábulas y los imaginarios de la globalización. No podía ver, claro, que la globalización se convertiría en este imperio del dólar como laboratorio de guerras incesantes y como entronización de nuevos fascismos que ya no tendrán a los ejércitos nacionales por sus protagonistas sino a empresarios anarcocapitalistas como el rostro de sus violencias: el comando directo del capital. Por eso los tonos políticos del presente son inseparables de las memorias tachadas, borradas desde la pre-historia de los Estado-nación: tonos indígenas, femeninos, espectrales, tonos coloniales que se sueñan desde los suelos y hacen huella en la lengua. 

Y por eso la tarea crítica del presente es volver a entrenar la escucha, justamente: para “oír los tonos.” 

Por Gabriel Giorgi y Arte Martín Rognoli / Revista Anfibia

Te puede interesar

Ultimas noticias

Suscríbete al newsletter para recibir periódicamente las novedades en tu email

                  02_AFARTE_Banner-300x250

--

                

Te puede interesar