Armas y cultos satánicos: el brutal crimen de una pareja adolescente que lleva más de 35 años sin resolverse

Historia 16 de abril de 2024
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Era una cálida noche de verano de 1988, en San Angelo, Texas, cuando Shane Stewart y Sally McNelly, dos adolescentes enamorados, decidieron ir a mirar los fuegos artificiales por el Día de la Independencia en el lago Nasworthy. Con apenas 16 y 18 años, respectivamente, aquel 4 de julio romántico prometía ser un capítulo más en su historia encantada. Sin embargo, lo que comenzó como una festividad terminaría en una de las historias más oscuras y desconcertantes que sacudieron a esta comunidad del oeste de Texas.

Shane, con su cabello rubio al estilo de un héroe de película de los 80 y una camisa blanca ajustada, parecía el epítome de un joven estadounidense lleno de sueños y posibilidades. Sally, por su parte, de grandes ojos marrones y cabello castaño, había abandonado la escuela pero, tras pasar los exámenes estudiando sola, planeaba unirse a la Marina. Juntos formaban una pareja que, a ojos de todos, parecía tener un futuro.

La última imagen de ellos sería en ese parque de picnic, su Camaro naranja estacionado mientras las luces de los fuegos artificiales se reflejaban en sus rostros juveniles. Lo último que Marshall Stewarat, el padre de Shane, le escuchó decir tras hacerle prometer que no llegaría muy tarde, fue “Te quiero, papá”.

Pero Shane no regresó a casa esa noche, y el pánico no tardó en apoderarse de Marshall. Cuando el reloj marcó las doce, Marshall sintió que algo andaba mal. Junto con su otro hijo, Sean, comenzó una búsqueda frenética por la ciudad, una búsqueda que inauguraría una agonía prolongada y una lucha infructuosa por la justicia.

Al amanecer, el Camaro fue encontrado abandonado lejos del sitio de los fuegos artificiales, en las cercanías del lago O.C. Fisher. La puerta del conductor estaba abierta y las llaves permanecían en el tablero. No había signos de Shane ni de Sally. Como los documentos del auto lo tenían como co-firmante, Marshall recibió la noticia y confirmó su mal presentimiento.

Lo que siguió fue una serie de errores y omisiones por parte de las autoridades que solo profundizarían el misterio y la frustración de la familia Stewart. La escena no fue asegurada adecuadamente; el coche fue contaminado (finalmente, hasta se permitió que Marshall lo condujera a su casa); y las pistas potenciales, como huellas de neumáticos grandes cerca del vehículo, fueron ignoradas.

Con el paso de los meses, la desesperación crecía mientras las pistas se enfriaban. El padre de Shane, negándose a quedarse de brazos cruzados, se lanzó a su propia investigación. Consiguió un radio policial que le permitió seguir algunas de las acciones que, sin recursos y sin mayor voluntad —la hipótesis del sheriff del condado de Tom Green era que los chicos se habían fugado para casarse y comenzar una vida juntos—, los oficiales llevaban adelante cada tanto.

Marshall se enfrentó a quienes hablaron de la posible participación de Sally y Shane en un culto satánico. Le pareció descabellado. Pero, según esos rumores, los líderes del grupo habían marcado a Sally y Shane porque ya no querían seguir siendo parte.

El giro más inquietante en la investigación llegó con un encuentro casual relatado por un testigo, quien afirmó haber visto a Shane y Sally mientras discutían con dos hombres, que habían llegado en un camión, la noche de su desaparición. Las palabras intercambiadas, aunque parcialmente inaudibles, insinuaban un lazo oscuro y peligroso: Sally había estado involucrada con el culto, pero quería cortar todo vínculo. “No, no lo haré de nuevo”, gritó en la noche antes de que el camión se alejara abruptamente.

Por aquellos años ochenta, el “satanic panic” barría los Estados Unidos, y la comunidad de San Angelo no era ajena. El tema encontró un terreno fértil en la desaparición de los dos adolescentes. Los rumores sobre sacrificios rituales y pactos diabólicos comenzaron a circular con fervor, alimentados por el miedo y la incertidumbre.

Cuatro meses después de la desaparición, el cuerpo de una joven fue encontrado en una área remota del embalse de Twin Buttes. Había muerto por disparos de arma larga a quemarropa. Su estado de descomposición hizo difícil la identificación inmediata, pero la ropa coincidía con la que Sally llevaba la noche que desapareció.

Como al cadáver le faltaban dientes, el forense solicitó una nueva exploración del lugar del hallazgo. Así fue como dos días después otra patrulla salió hacia Twin Buttes, y Marshall corrió detrás de ella.

A solo unos metros de donde se encontró a quien en efecto resultó ser Sally, estaba el cuerpo de Shane, oculto entre matorrales y también víctima de disparos de escopeta.

—No puede pasar —un oficial bloqueó el camino a Marshall—. Dése la vuelta, márchese.

—No me voy a ir —Marshall le clavó la mirada. En esos ojos, cansados por las noches sin dormir y los días de desesperación, el policía vio una determinación tenaz.

—Lo que hay allí no va a ser agradable, señor.

—Nada de esto ha sido bonito desde que desaparecieron. Pero le dije a mi hijo que lo encontraría. Y aquí estoy.

El oficial miró a su compañero, en busca de apoyo para disuadir al padre. Pero sólo encontró un gesto de asentimiento resignado. Marshall pasó junto a ellos, cada paso resonando con el eco de su promesa, caminando hacia donde yacía su hijo.

Se arrodilló junto al cuerpo de Shane, vestido con la ropa que llevaba la noche en que desapareció.

El hallazgo de los dos jóvenes, que habían sido tirados como si fueran desechos, dio lugar a detalles que fueron emergiendo poco a poco, cada uno más perturbador que el anterior. Shane y Sally habían sido asesinados con brutalidad, en un acto que parecía tener todas las marcas de una ejecución.

La teoría del culto satánico ganó aún más tracción cuando un programa dedicado al género true-crime, Unsolved Mysteries, reveló en un episodio que meses antes de su muerte Shane y Sally habían entregado un arma a la policía. Alguien del culto se las había dado, pidiendo que la escondieran ya que había sido utilizada en un asesinato, pero los jóvenes recurrieron a las autoridades. Este detalle no solo sugería un motivo para los crímenes.

A pesar de los esfuerzos de la policía y de Marshall, el caso se estancó. Las pistas se desvanecieron, los sospechosos fueron interrogados y liberados, y las teorías se multiplicaron en la ausencia de respuestas claras.

Años más tarde, en 2017, la noticia de la detención de John Gilbreath irrumpió en la tranquila vida de San Angelo y Marshall sintió la esperanza de que el caso se resolvería.

John Gilbreath había sido objeto de rumores persistentes en los primeros años de la investigación del doble asesinato: algunas personas lo señalaban por tener un conocimiento detallado sobre la escena del crimen de Shane Stewart y Sally McNelly, que incluía detalles específicos que no habían sido divulgados oficialmente. Además, Gilbreath se había jactado de esa familiaridad con el caso, lo cual levantó sospechas sobre su posible participación o, al menos, su deseo de insertarse en la investigación. Esta conducta generó una atmósfera de desconfianza y curiosidad entre los residentes y las autoridades, marcando a Gilbreath como una figura clave en el misterio de aquella trágica noche de 1988.

El arresto sucedió por un delito aparentemente menor: Gilbreath dobló en una esquina sin usar su señal de giro. Sin embargo, lo que inicialmente parecía una infracción rutinaria llevó a otros descubrimientos. Durante la inspección del vehículo, la policía encontró marihuana en cantidades que superaban el consumo personal, pero lo que verdaderamente capturó la atención fue lo que escondía en el maletero: un chaleco antibalas, una pistola y lo que asépticamente se llamó “material biológico”, que podrían ser rastros de sangre.

La policía, al inspeccionar la residencia de Gilbreath, descubrió notas y una cinta de casete marcada con las iniciales “SS”, las de los primeros nombres de los adolescentes asesinados. La comunidad y la prensa se vieron sacudidas por la posibilidad de que, finalmente, el caso estuviera cerca de resolverse. Sin embargo, las pruebas de ADN realizadas a los materiales encontrados no coincidieron con los perfiles genéticos de Shane o Sally. El avance prometedor se replegó en un nuevo y frustrante estancamiento.

Hoy, más de tres décadas después, el caso de Shane Stewart y Sally McNelly sigue sin resolverse. La búsqueda de justicia para ellos se ha convertido en una cruzada para Marshall, una lucha contra un sistema que, en su opinión, falló a su hijo y a su novia de la peor manera posible. Mientras tanto, la sombra de aquellos fuegos artificiales sigue proyectándose sobre San Angelo, un recordatorio sombrío de la noche en que dos jóvenes perdieron sus vidas en circunstancias tan misteriosas como atroces. La pregunta sigue abierta: ¿alguna vez se sabrá la verdad sobre quién mató a Shane y Sally?

Nota:infobae.com

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