Un problema con la democracia
El análisis de la crisis y del futuro del capitalismo moderno debe recurrir a la política democrática. El capitalismo y la democracia se han considerado adversarios durante mucho tiempo, hasta que el acuerdo de la posguerra pareció lograr su reconciliación. Bien entrado el siglo XX, los propietarios capitalistas habían temido que las mayorías democráticas abolieran la propiedad privada, mientras que los trabajadores y sus organizaciones temían que los capitalistas financiaran la vuelta a un régimen autoritario que defendiera sus privilegios. Solo durante la Guerra Fría parecieron alinearse juntos el capitalismo y la democracia, cuando el progreso económico hizo posible que la mayoría de la clase trabajadora aceptara un régimen de libre mercado y propiedad privada, resaltando a su vez que la libertad democrática era inseparable, y de hecho dependiente, de la libertad de los mercados y la búsqueda de beneficios. Sin embargo, hoy en día, han vuelto con fuerza las dudas sobre la compatibilidad de una economía capitalista con un sistema de gobierno democrático. Entre la gente corriente existe ahora una sensación omnipresente de que la política ya no puede cambiar sus vidas, tal como se refleja en las percepciones comunes de estancamiento, incompetencia y corrupción entre una clase política que parece crecientemente egoísta y autosuficiente, unida en su proclama de que “no hay alternativa” para ellos y sus políticas. El resultado es el descenso en la participación electoral combinado con una volatilidad mayor del voto, que tiene como consecuencia una fragmentación electoral mayor, debido a la emergencia de partidos de protesta “populistas”, y una inestabilidad general del gobierno.
La legitimidad de la democracia de posguerra se basaba en la premisa de que los Estados tenían capacidad para intervenir en los mercados y corregir sus resultados en beneficio de los ciudadanos. Décadas de desigualdad creciente han sembrado dudas sobre esta capacidad, como también lo ha hecho la impotencia de los gobiernos antes, durante y después de la crisis de 2008. Como respuesta a su creciente irrelevancia en una economía de mercado global, los gobiernos y los partidos políticos en las democracias de los países de la Organización para la Coperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) se dedicaron a observar con mayor o menor complacencia cómo la “lucha de clases democrática” se convertía en entretenimiento político posdemocrático. Mientras tanto, la transformación de la economía política capitalista del keynesianismo de la posguerra al hayekianismo neoliberal progresaba con fluidez: de una fórmula política para el crecimiento económico por medio de la redistribución desde arriba hacia abajo, a una que esperaba que se produjera crecimiento por medio de una redistribución desde abajo hacia arriba. La democracia igualitaria, considerada por el keynesianismo como productiva económicamente, se convierte en una carga para la eficacia según el hayekianismo contemporáneo, en el que el crecimiento proviene del aislamiento de los mercados (y de la ventaja acumulativa que supone) frente a las distorsiones políticas redistributivas.
La legitimidad de la democracia de posguerra se basaba en la premisa de que los Estados tenían capacidad para intervenir en los mercados y corregir sus resultados en beneficio de los ciudadanos.
Un tema fundamental de la retórica antidemocrática actual es la crisis fiscal del Estado contemporáneo, tal como queda reflejada en el extraordinario aumento de la deuda pública desde la década de 1970. El creciente endeudamiento público se achaca a la mayoría del electorado que vive por encima de sus posibilidades a base de aprovecharse del “fondo común” de la sociedad, y a los políticos oportunistas que compran el apoyo de los votantes miopes con dinero que no tienen. Sin embargo, puede constatarse que es improbable que la crisis fiscal haya sido causada por un exceso de democracia redistributiva, ya que la acumulación de la deuda pública coincidió con un descenso de la participación electoral, especialmente en los extremos inferiores de la escala de renta, y progresó al hilo del debilitamiento del sindicalismo, la desaparición de las huelgas, los recortes del Estado del bienestar y la explosión de la desigualdad de los ingresos. El deterioro de las finanzas públicas estaba relacionado con las bajadas generales de los niveles de tributación y las características cada vez más regresivas de los sistemas tributarios, como resultado de las “reformas” de los tipos impositivos aplicados a las rentas más altas y a las empresas. Además, al reemplazar los ingresos tributarios por la deuda, los gobiernos contribuyeron todavía más a la desigualdad, al ofrecer oportunidades de inversión seguras a aquellos cuyo dinero no querían o podían ya confiscar, a los que, en cambio, tenían que pedir prestado. Al contrario que los contribuyentes, los compradores de bonos públicos siguen siendo propietarios de lo que pagan al Estado, y de hecho reciben intereses sobre ello, generalmente provenientes de una imposición cada vez menos progresiva; también pueden legárselos a sus hijos. Además, el aumento de la deuda pública puede ser, y de hecho está siendo, utilizada políticamente para justificar los recortes en el gasto estatal y la privatización de los servicios públicos, constriñendo aun más la intervención democrática redistributiva en la economía capitalista.
La protección institucional de la economía de mercado frente a las interferencias democráticas ha avanzado mucho en las últimas décadas. Los sindicatos están de capa caída en todas partes y en muchos países prácticamente han desaparecido, especialmente en Estados Unidos. La política económica se ha entregado en muchos Estados a bancos centrales independientes (es decir, sin responsabilidad democrática) preocupados sobre todo por la buena salud y el fondo de comercio de los mercados financieros.3 En Europa, las políticas económicas nacionales, incluso el establecimiento de los salarios y la elaboración del presupuesto, están cada vez más gobernadas por agencias supranacionales, como la Comisión Europea y el Banco Central Europeo, que están por encima del alcance de la democracia popular. Esto supone la des-democratización del capitalismo europeo, sin, por supuesto, despolitizarlo.
Aun así, las clases que viven de la obtención de beneficios no están seguras de que la democracia (incluso en su versión castrada contemporánea) permita las “reformas estructurales” neoliberales necesarias para que su régimen se recupere. Como los ciudadanos corrientes, aunque por motivos opuestos, las elites están perdiendo la fe en los gobiernos democráticos y su idoneidad para reestructurar la sociedad de acuerdo con los imperativos del mercado. La desdeñosa concepción de la public choice de la política democrática como una corrupción de la justicia del mercado, al servicio de políticos oportunistas y su clientela, ha sido completamente adoptada por las elites: igual que la creencia de que el capitalismo de mercado, liberado de políticas democráticas, no solo será más eficiente, sino que también será virtuoso y responsable (4). Países como China reciben parabienes porque sus sistemas políticos autoritarios están mucho mejor equipados para lidiar con lo que se supone que son los desafíos de la “globalización” que la democracia mayoritaria, con su tendencia igualitaria: una retórica que comienza a parecerse manifiestamente a los elogios de las elites capitalistas, durante los años de entreguerras, a los fascismos italiano y alemán (incluso al comunismo estalinista) por su gestión económica aparentemente superior. Hasta ahora, la utopía política predominante en el neoliberalismo es una “democracia adaptada al mercado”, desprovista de poder de corrección del mismo y que apoye la redistribución “compatible con los incentivos” desde abajo hacia arriba.
Por Wolfgang Streeck * Sociólogo, director emérito del Instituto Max Planck para la Investigación Social (http://www.mpifg.de). Una versión anterior de este artículo se publicó en el blog de la London School of Economics con el título “The European Union is a liberal empire, and it is about to fall” el 6 de marzo de 2019.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
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