





“Odio a la gente como vos”. Este periodista recibió el mensaje en su casilla de X, apenas precedido por un nombre de fantasía (“Bestia liberal”) y la foto de un toro. Fue la respuesta a un mensaje medio zonzo, pero aun así escrito con espíritu provocador, con el que el periodista quiso ironizar sobre el veinte por ciento de la población que cree que, en caso de una dolarización, se va a dolarizar uno a uno: “Si ganás 200.000 pesos por mes y dolarizan, no vas a ganar 200.000 dólares: probablemente se dolarice 1 a 1.000, con lo cual vas a ganar… 200 dólares. Paradoja final: seremos Cuba o Venezuela, pero no por izquierda sino por derecha”, escribió este periodista, con corta visión de futuro (se llegaría a los 1.000 muy pronto), lo cual despertó la furia libertaria en la mayoría de las tres mil respuestas que recibió: le dijeron “imbécil”, “puto” y “roñoso”, entre muchas otras cosas, y la Bestia liberal citó al piquetero Luis D’ Elía en la apoteosis de su odio de clase: la elipsis cerró la grieta.


La desmesura de la réplica es el epítome del mundo binario actual, uno dividido entre confirmaciones y refutaciones. “Las confirmaciones son compartidas entre los nuestros, son motivo de celebración”, escribieron Natalia Aruguete y Ernesto Calvo en Nosotros contra ellos, el ensayo recién publicado que documenta desde la cátedra cómo trabajan las redes sociales para confirmar nuestras creencias y rechazar las de los otros: “Las refutaciones están dirigidas a los otros, son dichas con un tono agraviante y ofensivo”. Si es cierto que estamos polarizados porque creemos que los demás ya no son como eran y que expresan sus preferencias de manera extrema (bueno, tampoco ayuda que el candidato libertario Javier Milei diga que sus adversarios son todos idiotas o chorros), en Internet no hay pasaporte más ignominioso que el de “Corea del Centro”. Aunque las diferencias existen desde que el mundo es mundo, y más aún desde que se asignaron los asientos en la Asamblea francesa, la discusión va más allá del binomio izquierda-derecha. “Hay una nueva forma de polarización que es cada vez más influyente y quizá más poderosa”, se lee en Nosotros contra ellos: “Se basa en la intensidad de nuestros apegos y nuestros odios, involucra nuestros afectos más profundos y nos separa visceralmente de aquellos que percibimos en la otra vereda”. Como en la (i)lógica de la serie Lost, Los Otros son los que están del lado opuesto de la isla.
En las redes sociales, el sesgo de confirmación estimula la polarización porque se escribe para una audiencia cautiva que aplaude la intervención con la tibieza de un corazoncito o la radicalidad de un reposteo. Verborrágico e incontenible, Milei fue sancionado por Twitter (todavía se llamaba así) debido a la intensidad de sus posteos: más de 194.000 en menos de ocho años, a razón de 24.250 por año o 66 por día, muchos de ellos republicaciones donde compartía con su audiencia numerosa (a este momento, un millón de seguidores) los agravios que un tercero, generalmente anónimo, dirigía a un adversario político o a un ciudadano común. Hasta hace un tiempo, Twitter penalizaba este tipo de excesos para evitar la contaminación de la cronología, siempre en riesgo de ser asediada por la avalancha de mensajes del que más publica, y Milei encontró en el castigo un “intento del establishment político y económico” de frenar el avance de su espacio político.
En las redes sociales, el sesgo de confirmación estimula la polarización porque se escribe para una audiencia cautiva.
Borrón y cuenta nueva: los agravios continuaron y algunos usuarios de X, pertrechados detrás de sus seudónimos, se toparon con el oxímoron de la fama del desconocido al ser likeados o reposteados por el líder. Mientras tanto, hay quienes piden el fin del anonimato en internet porque alienta el brulote sin reprimendas ni consecuencias: “Esto de que a vos te putee Globito 23, ¿viste? ¿Quién sos, Globito 23? ¿Por qué me estás puteando? Él sabe quién soy yo, y yo no sé quién es él. Y él a lo mejor es Videla. Yo no le puedo responder. Es muy injusto”, dijo el animador Jorge Lanata en La Nación hace unos días. No hay sanción para el que agravia: las penas son de nosotros, las menciones son ajenas.
El territorio de lo joven
Hace unos años, aproximadamente una década, una figura importante de la actual oposición, que alguna vez fue gobierno, invitó a este periodista a una merienda. El periodista se había dedicado a la gestión de medios juveniles, tanto en gráfica como en radio y televisión, y ella quería saber por qué su partido no conseguía capturar la voluntad de las juventudes (hoy ese mismo espacio es el preferido de los votantes mayores de cincuenta que reniegan cuando a sus referentes los acusan de “viejos meados”, ¡un acabóse!). La respuesta fue una hipótesis de cafetín: sus adversarios políticos de entonces habían ganado la mística de la calle y ése era el espacio real y simbólico donde la juvenilia se manifestaba, la vereda, la esquina, la plaza, el festival. Una década después, el territorio de lo joven se reduce a una superficie de apenas 48 centímetros cuadrados: la pantalla de un teléfono.
Ésa es la arena del hater, un personaje propio de esta época en que la destrucción dialéctica del otro es un objetivo deseable para el que odia, y luego existe. La juvenilia que se expresaba en la calle hoy vive de aplicación en aplicación. Hace unos días se publicó en Internet, cómo no, la lúcida visión del escritor español David Trueba: “Los jóvenes tienen un reto por delante. Salir vivos y felices del experimento social que se ha llevado a cabo con ellos en las últimas dos décadas. La prueba consistía en sumirlos en un escaparate perpetuo en el que se premia la ambición bocazas por encima del esfuerzo callado y la dictadura de la apariencia por encima de la aceptación propia y ajena. Si alguien volviera a insistir en las ventajas que se obtiene al intentar ser buena gente, podríamos encarar el futuro con un poco menos de sobredosis de individualismo depredador y algo más de conciencia colectiva”.
El éxito de los libertarismos anarco-capitalistas anida en Internet y, ahí donde parte de su ethos sea la diatriba o la injuria, las redes sociales son el campo fértil para cultivar el odio, que es una de las principales formas de debilitamiento de las instituciones democráticas, lo cual habilita el ascenso de estos sectores. Bingo. “Los contenidos de las redes pueden, por ejemplo, convencer de que hay un enemigo en cada persona que se ve o piensa diferente, de que no es seguro ni necesario vacunarse contra el Covid o de que apoyar con el voto a una opción de derecha radicalizada es la única salida”, escriben Aruguete y Calvo. ¿Cuál es el nivel de exposición pública que Globito 23 estaría dispuesto a aceptar en caso de que las redes sociales exijan que dé su verdadero nombre?
Según la teoría del psicólogo Philip Tetlock, hay tres arquetipos que repetimos en la interacción con nuestros pares: el del “político intuitivo”, en el que nos preocupa qué dirán los demás cuando nos expongamos públicamente; el del “teólogo intuitivo”, en el que intentamos comprender los argumentos del que disiente con nosotros; y el del “fiscal intuitivo”, en el que estamos dispuestos a observar y corregir a los demás cuando lo que dicen no coincide con nuestras ideas. Hábil para la argumentación y siempre dispuesto para el duelo verbal (o escrito), el fiscal tiene una energía pubescente para batallar contra las ideas de los otros y “más tiempo de entrenamiento experto, mayor autoridad para emitir juicios y una comunidad de apoyo con mayor número de miembros”, según Aruguete y Calvo. Es nativo digital. Nacido y criado en crisis, ajeno a cualquier promesa de futuro y a todo recuerdo pasado de estabilidad o prosperidad, el joven libertario fantasea con dinamitar el sistema y esa desmesura lleva el disenso a un extremo de odio discursivo. Las confirmaciones y refutaciones establecen divisiones y lealtades: los que piensan como nosotros están de nuestro lado y los que no, son enemigos. La refutación es el otro.
Fanatismo en estado puro
“Por regla general, el activismo en internet es fanatismo en estado puro: una vez que la gente se convence de estar en el lado correcto de la moral, le parece decente degollar al adversario”, escribe la autora francesa Virginie Despentes en su última novela, titulada Querido comemierda (en España, Querido capullo). El libro plantea una paradoja de época entre la impunidad en internet y el exceso de corrección en la vida real: “Ya nadie está a favor de la provocación. Ahora todo el mundo quiere ser bien considerado. Todo el mundo quiere hacer buena letra. El diablillo de toda la vida que se sentaba en la última fila, al lado del calefactor, y decía tonterías en clase por el simple placer de armar bulla ya no es una figura popular”. El joven libertario resuelve esta tensión: actúa como un fiscal fanático en las redes sociales y con la impunidad del anonimato esquiva la sanción en la vida real sin traicionar el postureo. Más que en dólares o criptomonedas, su capital se mide en likes y como en cualquier portfolio debe ser preservado y aumentado.
La ciencia política define como wedge issue (traducción imperfecta: “asunto de cuña” o “clivaje”) a todo aquel tema que divida a la sociedad en mitades irreconciliables, sean la sanción del matrimonio igualitario, el derecho a portar armas o las conveniencias de una dolarización. Esas mitades son terrenos para el odio y desde donde se viralizan los mensajes porque estamos más que dispuestos a compartir cualquier material que valide nuestras creencias, aunque sospechemos que pueda no ser verídico. O al revés. Hace unos días, un usuario de Internet recopiló el abecé del pensamiento de Milei en temas variados (economía, claro, pero también donaciones de órganos o portaciones de armas) y rápidamente fue denunciado por sus partidarios bajo el cargo de propagar fake news sobre las verdaderas opiniones del candidato. Es que algunas resultaban tan escandalosas que tenían que ser falsas. Pero eran verdaderas. Aquel usuario se había limitado a compilar publicaciones reales del candidato con la vocación minuciosa de un bibliotecario. A veces la verdad es tan ridícula, o tan horrible, que el fanático prefiere pensar que alguien inventa lo que es cierto.
“Es como si, para un grupo creciente de ciudadanos, las explicaciones más verificadas y más avaladas resultasen, precisamente por eso, más sospechosas”, escribió el periodista Ignacio Ramonet en su libro La era del conspiracionismo: “Cuanto más científica es una explicación, más discutible resultará”. Somos criaturas modeladas por la época, una en la cual prolifera la desconfianza acerca de los motivos y la honestidad de los otros. Este periodista tratará de evitar meterse en nuevas polémicas: no odia a nadie y desconfía de la idea de la “gente como vos” porque piensa que la expresión resume el totalitarismo del que cree en una división de razas o castas. Sólo una vez discutió fuerte en la radio con un terraplanista: aunque estemos dispuestos a creer casi cualquier cosa sin argumentos ni evidencias, y a pesar de que él nunca salió al espacio ni miró el planeta desde afuera, es de los que creen que no siempre lo asiste la razón, pero en este tema tiene los pies sobre la tierra.
Por Nicolás Artus / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur





