Massa, experto en ilusiones
Si el sueño de todo pibe amante del fútbol es jugar en la Selección Nacional y salir campeón del mundo, entonces el del niño Sergio Massa debe haber sido llegar a Presidente de la Nación. No tenemos las pruebas al alcance pero es fácil imaginar un video de cinta con imágenes en blanco y negro, gastadas por los años, y el testimonio del jovencito de San Martín que confiesa soñar con colgarse la banda albiceleste y tomar el bastón entre sus manos. Es cuestión de hacer la prueba, cerrar los ojos y dejarse llevar por el espíritu de un anuncio venido desde un punto ciego y que sacudió al país estas últimas horas.
Massa podrá asegurar que nació con un destino. Podrá decir que, como toda hazaña épica, su historia ya fue escrita en libros sagrados o manuales escolares. Sin embargo, y por primera vez, 2023 presenta ante él y todos los argentinos el gran juicio electoral, que no es ni más ni menos que la instancia final de comprobación. Desde este momento hasta octubre, una eternidad en tiempos sudamericanos, la imagen de la moneda en el aire toma un lugar central en una escena fundada en el vértigo de la campaña y la ferocidad de la crisis, quizás sin precedentes, de representación política. Pero el revés de esa aventura, su trama parda, para Massa o para cualquiera –cualquier persona, cualquier país–, es que las posibilidades no son sino dos. Estrella o tragedia. Gloria o humillación. Victoria o boicot. Laureles o sacrificio. No existen las medianías cuando de destino se trata, no hay tinta derramada para aquel que sólo lo intentó.
El proverbio popular que mejor lo describe: Massa no da puntada sin hilo. Calculador y ambicioso, audaz hasta lo temerario, en su energía de tipo simpaticón se enraiza su expertise en el arte del montaje y la ilusión. A pesar de sus vibraciones de buen muchacho, muchos dicen, como Marcos Peña, conductor de la carroza del PRO hoy pasado casi a la clandestinidad, que Massa no es de fiar, que su cercanía siempre esconde un interés, que su abrazo trae aparejada la inminencia de una traición. Sergio, el bebito fiu fiu con sangre siciliana, el que llegó a la cabeza de la ANSES con Eduardo Duhalde y permaneció allí durante los albores del kirchnerismo, tiene un don para encantar serpientes pero es huidizo e impredecible como la más temida de ellas. O tal vez como una rata, el primer animal en acudir al llamado de Buda y que signa los rasgos de personalidad de los nacidos en 1972 de acuerdo a los ancestrales saberes chinos.
***
Cuando la interna del oficialismo ardía, cuando el telón de especulaciones se sobresaturó de informaciones y contrainformaciones, de presuntos spots de lanzamiento, el ex intendente de Tigre sorprendió una vez más. A pesar de estar sometido al fuego de una gestión económica crítica, el ex presidente de la Cámara de Diputados ya no pudo contener su ambición de nacimiento ni esperar otro desembolso del Fondo Monetario Internacional, y forjó desde las sombras su oportunidad presidencial con sus herramientas conocidas. No sólo para ofrecerse caro, en bandeja de plata, como mejor sabe hacerlo, a un pueblo que lo vio ir y venir todo a lo ancho del playón político, sino también para desactivar una interna que no lo tenía como ungido o predilecto, y que lo obligaba a competir con el motonauta Daniel Scioli y el mercedino de HIJOS, Eduardo “Wado” de Pedro. A esta altura de la soirée, quedó clarito como el agua que lo que el massismo quiso hacer pasar por un asunto de lealtades —un chiste que se cuenta solo— era algo más bien del orden de lo primitivo: miedo a perder, algo que la postulación de la fórmula compuesta por Juan Grabois y Paula Abal Medina no suscita. Pero más importante aun, del mismo plumazo, se proclamó como el principal decisor, imponiendo condiciones a la dupla malherida de los Fernández.
No fue Massa el artífice del cambio de nombre de la coalición –Unión por la Patria, un sintagma discutido hasta el cansancio por un sector del progresismo todista–, pero sí el que clavó la cruz sobre el montículo de tierra donde hoy descansa el Frente de Todos. El espacio al que llegó, luego de innumerables cafecitos y ruegos, primero como socio accionista, para luego consolidarse con fanfarrias como superministro de Economía, el bombero de un incendio azuzado por él mismo, en maniobras clásicas de desestabilización al lobo solitario que fue Martín Guzmán. Creer o reventar: Massa logró el aval de la vicepresidenta. Para su gestión, para sus public relations y para encarar un ajuste más agresivo que aquel propuesto por el discípulo de Joseph Stiglitz. Parecen pertenecer a una línea de tiempo alternativa, y no a hechos de cuatro años atrás, las prédicas enardecidas en las que Sergio pedía eliminar los fueros y meter presa a Cristina Kirchner.
No fue Massa el artífice del cambio de nombre de la coalición, pero sí el que clavó la cruz sobre el montículo de tierra donde hoy descansa el Frente de Todos.
Sería desconocer a Sergio Massa asegurar que llegó solo. Sería subestimar su poder que equivale, como es lógico, a cierto poder de daño. Grado cero del capitalismo de amigos, lo trajeron hasta acá el compromiso del establishment –de empresarios como José Luis Manzano, el fallecido Jorge Brito, Enrique Eskenazi, Daniel Hadad o Marcelo Mindlin– y las omisiones y anuencias del sistema de medios. El marido de Malena Galmarini goza de un cerco mediático formidable que levantaron entre muchos, en un bellísimo trabajo colectivo: la mano de obra la puso un periodismo precarizado e indulgente, desvivido por azucararlo ya sea en la pantalla de América o en la de Diputados TV, y los materiales los compraron sus socios capitalistas. El resultado es proporcionalmente envidiado por aquerenciados, indiferentes y detractores. Massa es hábil, sí, pero no lo sería tanto sin la pequeña ayuda de sus amigos. Aun así, con la máquina a favor, son vanos sus intentos por mejorar una de las peores imágenes públicas de la dirigencia nacional.
De alto perfil mediático, en los pasillos del Congreso Nacional, a Massa lo ladeaba un fotógrafo personal, un servidor anónimo encargado de confeccionar a diario un relato de carisma y espontaneidad. Un beso en la cabeza a la diputada Myriam Bregman, clic. Un apretón de manos y un índice en alto al libertario Javier Milei, clic. Un secreteo de amigos con su cómplice Máximo Kirchner, el heredero postergado, clic. Hay toda una gestualidad al servicio de la construcción de sí mismo, Massa como un Michael Scott en la gran oficina que es la política argentina. Hay, además, una batería de formas y movimientos que se traducen en el trato público con sus colegas cercanos. El ejemplo está servido: para Massa, Eduardo de Pedro no es Wado, es “Wadito”. Algún día estudiarán en las academias del lenguaje cómo un morfema de confianza y cariño también puede sentirse como una daga de eficacia mortal.
***
Mérito: Sergio Massa trabajó toda su vida para esto y lo hizo con intensidad. Desde que obtuvo su primera educación política en la Unión del Centro Democrático, espacio fundado por Álvaro Alsogaray, una vida atrás, y cuando en los 90, con la conducción de Carlos Menem, se pasó al Partido Justicialista y a militar con el cocinero de todas las polémicas, Luis Barrionuevo. Fue Fernando “Pato” Galmarini, su suegro y hoy pareja de Moria Casán, quien lo ayudó a insertarse en el terrario político de la época de la convertibilidad, pero la comodidad con la que Sergio se mueve desde siempre le es absolutamente propia.
Su papel como joven jefe de Gabinete de Cristina entre 2008 y 2009, y como sucesor del Alberto Fernández operador, resultó clave para hacerse ver y consolidarse a escala nacional. Pero los años en el oficialismo hicieron cosquillas en el corazón codicioso de Massa, que para entonces ya pugnaba por un cuarto propio. Entonces, en el año 2013, pateó el tablero para fundar el Frente Renovador, un engendro peronista conformado por un tendal no menor de despechados del kirchnerismo, a su vez configurado por y para los dueños de Argentina.
La jugada le salió bastante más que bien. Porque en las elecciones legislativas de ese año, el partido de la renovación logró lo que nadie, hasta entonces, había logrado desde dentro del mismo peronismo. Massa se alzó con 44% de los votos en la insondable dimensión que es la provincia de Buenos Aires frente a Martín Insaurralde, el delfín oficialista designado por aquella Cristina Fernández de luto y 54%. El Frente para la Victoria recibió una herida narcisista que, con los últimos hechos del presente descendiendo sobre el horizonte como una bruma, puede cobrar otras resonancias. Una década después, el subtítulo podría ser el mismo: mientras más cerca esté Sergio Massa, más daño puede hacer.
Sin embargo, ese caudal de votos, esa fuerza opositora inusitada e imprevista incluso por los propios, con el correr de las temporadas se escurrió. Durante un tiempo no muy prolongado el invento de Massa se sostuvo como un armado amenazante, pero el fortalecimiento del macrismo lo fue arrinconando de manera paulatina. En los estertores del cristinismo, y la grieta en su punto de mayor voltaje, el antiperonismo a secas se ofrecía como una opción más seductora que el “peronismo del medio” y el Frente Renovador, ya desertado por algunos de sus exponentes más notables, se vio reducido a un grupo de amigos. Postergada la añoranza estadista de 2015, debieron conformarse con el papel secundario de acompañar el proyecto de Macri. El abogado Sergio fue presentado por Mauricio en Davos, en el Foro Económico Mundial, como “el jefe del peronismo” en una postal que quedó para la posteridad y hoy toma el cariz de una crónica anunciada.
Parte del elenco estable de la casta política, a través de Sergio Tomás se constata cierto fenómeno: no siempre hacen falta votos para tener poder, ni siquiera hace falta que las cosas salgan bien. Una tesis que, de cara a octubre, el candidato de unidad deberá intentar revertir mediante creaciones publicitarias ingeniosas, en el más haragán de los casos, o con intervenciones en el mercado, para mantener el valor del dólar a raya y procurar una baja en la inflación desbocada –42,2% hasta mayo– que todos los meses deteriora su traje de superhéroe y la vida en pesos de la mayoría de los argentinos. La tarea no es menuda.
Pero si Sergio Massa se las ingenia para encantar a un electorado harto, si logra sobreimprimirse a una realidad hostil, si se le para de manos a la oposición –dispuesta a todo, incluso a canibalizarse a sí misma– y consigue llevar con docilidad las fuerzas que aceptaron sus términos y condiciones, acompañado en la boleta por el rosarino Agustín Rossi, al fin habrá cumplido su designio, amén de la complejidad del escenario que se aproxima con la certeza de un rayo. Vencimientos de deuda con falta de dólares en el Banco Central de Miguel Pesce, presiones devaluatorias de sectores del círculo rojo, renegociación de la deuda monstruosa contraída por Nicolás Dujovne y un rosario de adversidades de tenor crítico. Y además, una nueva fase de polarización volcada cada vez más a la derecha en el plano político.
Abstraído de la envergadura de lo que se propone, en un estado que mezcla éxtasis y negación, el entusiasmo de Massa no merma. Quizás envalentonado por el lobby internacional que lo quiere bien y celebró, además de haber apoyado, su candidatura desde Estados Unidos. El FMI ya lo conoce, demócratas se relamen en Washington, empresarios argentinos brindan con mojitos bajo el sol tremendo de Miami; ven con indulgencia el viaje reciente de Sergio a China, sólo como parte de un crowdfunding formal y confían en la cara pragmática del peronismo tras haber financiado la colisión del carrusel de Macri. Massa no habla en clave ideológica, es hablante nativo de la lengua del dinero. Lo que supone la inauguración de una era de entendimiento con los poderes globales.
Sin embargo, la bendición gringa de los hombres cercanos a Joe Biden no reemplazará la bendición del Vaticano. Desde Roma, el Papa Francisco observa los movimientos en Argentina con preocupación, con bronca incluso. Aunque haya sido educado en los valores jesuitas del perdón y la reconciliación, Bergoglio todavía no puede dejar atrás los intentos de Massa de removerlo como cardenal, allá por el año 2008, para favorecer a su buen amigo, el obispo Oscar Sarlinga.
Por Paula Pueblas / Le Monde Diplomatique