Los años de la creatividad financiera

Actualidad 05 de agosto de 2023
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El sábado 1° de octubre de 1983, Clarín anunció en tapa: “Suspenden las ventas de dólares para importaciones y viajes”. Tres días después, con la medida en vigor, el matutino advertía sobre el alza del paralelo. “Deuda externa: prórroga de los acreedores”, se informaba el 12 de ese mismo mes, a menos de 20 días de las elecciones generales. Poco después se anunciaba la visita al país de los representantes del FMI en noviembre. Semanas más tarde, cuando ya se había confirmado el gabinete del presidente electo, la prensa difundía las declaraciones del futuro gobierno: “Serán respetados los depósitos en dólares”. El 7 de diciembre, la fórmula Alfonsín-Martínez fue, al fin, proclamada en el Congreso nacional. En los diarios, el anuncio se mezclaba con el de un nuevo incremento mensual en los precios: “El costo de vida aumentó un 19,2%”.

Restricciones al mercado de cambios, alza del dólar paralelo, rumores sobre los depósitos en moneda extranjera. Negociaciones con el Fondo Monetario y tensiones por los pagos de la deuda externa. Aumento de la inflación y salarios que corren de atrás. Si la agenda informativa de los últimos meses de 1983 no estuviera también poblada de ganadores del PRODE, presos políticos liberados y generales acusados de violaciones a los derechos humanos, podría ser fácilmente confundida con la de hoy. Pero a diferencia de otras imágenes sobre la transición democrática, como las que hace muy poco encontramos en la película 1985 de Santiago Mitre, no vemos épica ni ilusión en estos titulares. Más bien, desazón y déjà vu en partes iguales. 

¿Acaso estamos siempre en el mismo lugar? En los últimos años, la idea de una Argentina acosada por el eterno retorno de los mismos problemas se volvió un lugar común. Las conclusiones que se derivan de esta situación no son siempre las mismas: a veces tienen el tono de una denuncia cada vez más virada a la derecha, otras el de un llamado a redoblar la apuesta; muchas –cada vez más– el de una resignación desesperada. Lo cierto es que cada vez que suena el combo deuda externa-inflación-dólar, algo en nuestra cabeza parece decirnos: ¿otra vez la misma cantinela?

La popularización del dólar

Las ciencias sociales nos enseñaron a sospechar de lo que parece repetirse una y otra vez sin alteraciones: en el mundo social toda continuidad está hecha también de corrimientos y rupturas. La economía argentina está lejos de ser hoy idéntica a la del inicio de la era democrática; ni ella ni la del mundo funcionan con las mismas claves de hace 40 años. Sin embargo, hay ciertas condiciones de la economía nacional que resultaban problemáticas antes de la era democrática y no lograron ser superadas después. La dependencia del sector agropecuario para generar divisas y la recurrente escasez de dólares son dos de las más importantes. También fue extensamente probado que el peso de la deuda externa en las arcas del Estado, una de las herencias más ruinosas de la dictadura, no hizo más que agravarse desde la década del 80.

¿Pero estas condiciones explican de por sí esa sensación de recurrencia?

Entre los hitos que atraviesan la vida económica argentina desde el 83 hasta el presente también se destaca la presencia recurrente del dólar tanto en las transacciones como en la discusión pública local. Y aunque se trata de un fenómeno que no nace con la democracia, en las últimas cuatro décadas no hizo más que afianzarse. Sin dudas, el uso de la moneda estadounidense no está desconectado de la macroeconomía, pero esta está lejos de explicar por sí sola lo que en los últimos años comenzó a ser llamado “bimonetarismo”.

Fue un lento y progresivo proceso de popularización el que hizo posible que la moneda estadounidense se convirtiera en protagonista de la vida nacional. A lo largo de décadas marcadas por la inestabilidad económica, el dólar devino un elemento familiar: pasó de ser solo una cifra en una tabla de cotizaciones a volverse un dato relevante para pensar la economía cotidiana, tanto del país como del hogar.

Fue un lento y progresivo proceso de popularización el que hizo posible que la moneda estadounidense se convirtiera en protagonista de la vida nacional.

A fines de los años 50 llegó a la primera plana de los diarios y nunca dejó de ser noticia. Permeó conversaciones y agitó discusiones no solo entre expertos, sino también en la calle. Pero esta fue solo una de las formas en que se hizo presente: de la mano de la escalada de la inflación y la liberalización del sistema financiero, el dólar también llegó al bolsillo de la gente de a pie. Al inicio de la era democrática el mercado inmobiliario ya estaba dolarizado, y la compra de dólares para ahorro era pan de todos los días en las grandes ciudades del país.

Si hasta ese momento los dos modos de existencia local de la divisa estadounidense habían evolucionado de manera conectada pero a ritmos diferentes, en democracia la articulación entre ambos se profundizó: el debate público sobre el dólar y su valor se mantuvieron siempre asociados a su vigencia como instrumento de ahorro e inversión, como unidad de cuenta y reserva de valor.

Ahora bien, como todo hecho social, la popularización de una moneda extranjera no es nunca un proceso acabado. Tanto su origen como su continuidad en el tiempo dependen de una serie de condiciones que la hacen posible. Al margen de las variables macroeconómicas, que nunca actúan de manera automática sobre las prácticas de los agentes, en la base de la creciente familiaridad de las y los argentinos con el dólar está el desarrollo de una serie de aprendizajes canalizados por múltiples vías y un conjunto de infraestructuras financieras que permiten conectar a los ahorristas e inversores locales con la divisa de Estados Unidos.

El desarrollo local del mercado de cambios, por ejemplo, es parte central de ese proceso de popularización. La capilaridad de ese mercado y sus organizaciones, sus ramificaciones formales e informales, sus adaptaciones ante cada cambio regulatorio son claves importantes para explicar el “éxito” local de la moneda estadounidense a nivel microsocial. Comprar o vender dólares en una casa de cambio o en una cueva es una experiencia familiar para muchos hombres y mujeres, de distintas generaciones, niveles de ingresos y colores políticos. En los años de la democracia, el mercado paralelo se consolidó como un circuito material extenso, accesible a diversos públicos y persistente a lo largo del tiempo (mucho más allá de cualquier coyuntura crítica) para la compra y venta de dólares sin registros ni restricciones del Estado. Las cuevas atrajeron no sólo a quienes no pueden acceder al mercado oficial en períodos de controles cambiarios y a los turistas que ocasionalmente disfrutan de la brecha entre la cotización oficial y la paralela, sino también a muchos de los pequeños empresarios, comerciantes y cuentapropistas que protagonizan la economía “barrani”.

La historia del dólar, y en general la historia de esas condiciones persistentes de la economía argentina, no puede contarse sólo “desde arriba”, mirando las características de la estructura económica y las decisiones que en cada momento emanan de los ministerios. Necesita también de una mirada “desde abajo”, atenta a las prácticas sociales, a la trama de relaciones sociales y a las dinámicas institucionales que sostienen cotidianamente la vida económica, a veces produciendo inflexiones importantes y otras muchas contribuyendo a reproducir sus limitaciones

La inserción en el mercado financiero

Entre muchas otras transformaciones sociales, políticas y económicas, los 40 años de democracia fueron también los años de una presencia cada vez mayor de las finanzas en la vida de las personas y de las familias. Con las reformas implementadas por Martínez de Hoz a comienzos de la última dictadura militar, el mercado financiero ya se había expandido velozmente y muchos hombres y mujeres de a pie se habían convertido en “pequeños especuladores”. Sin embargo, a lo largo del período democrático, la participación del público lego en el mercado financiero se fue profundizando y complejizando progresivamente. Al calor de la inflación, los años 80 fueron los de la generalización del uso del dólar, y también los de la timba cotidiana con las tasas, a través de plazos fijos cortísimos o de las mesas de dinero. Casas de cambio y financieras reinaron en el paisaje de muchas ciudades, con una clientela en la que el público ordinario tenía cada vez más peso.

En los 90, de la mano de la convertibilidad y la reforma del Estado, el eje pasó a los bancos, que crecieron, pero también se concentraron cada vez más. Mientras el abandono obligatorio del pago de salarios en efectivo bancarizaba a grandes contingentes de empleados formales, la retracción de las protecciones estatales (cuyo ejemplo paradigmático fue la privatización de la seguridad social) introducía a otros en el sistema financiero vía las administradoras de fondos de jubilaciones y pensiones. A la vez, las condiciones impuestas por el 1 a 1 impulsaban el mercado de crédito bancario, tanto destinado al consumo como a largo plazo, a través de la expansión de las hipotecas (sobre todo en dólares).

Tras la crisis de 2001, políticas de Estado orientadas en un sentido claramente divergente contribuyeron a este proceso, tanto a través de la bancarización del pago de prestaciones sociales y jubilaciones, como por medio de políticas de estímulo al consumo interno, que encontraron en la expansión del crédito una herramienta poderosa para impulsar el crecimiento.

En otras palabras, la creciente inserción de los individuos en un mercado financiero fuertemente segmentado pero cada vez más extendido es una de las marcas salientes del período democrático.

Herramientas para navegar la tormenta

Desde las ciencias sociales, la presencia cada vez más capilar del mercado financiero en la economía de los hogares suele pensarse a la luz de la experiencia de los países centrales, especialmente de la forma que adquirió el proceso de financiarización en el mundo anglosajón: familias sobreendeudadas con el sistema bancario (para comprar sus viviendas o financiar la educación superior de lxs hijxs) e individuos que dependen de los fondos de pensión o de inversión para asegurar ingresos necesarios, ya sea en el presente o en el futuro. Pero en Argentina, aunque con cambios importantes a lo largo del período democrático, esa imagen no se replica.

Por un lado, el sobreendeudamiento afecta especialmente a los hogares más pobres, cuyas deudas se destinan muchas veces al pago de gastos y servicios básicos y son contraídas en su mayor parte fuera del sistema bancario. El acceso de los hogares a instrumentos de ahorro, inversión y crédito se realiza tanto a través del sistema financiero formal como por medio de organizaciones y agentes de distinto grado de informalidad. Además de los bancos, las instituciones del mercado de capitales y las nuevas fintech, las financieras, las mutuales de ahorro y crédito, los prestamistas, las cuevas e incluso las cadenas comerciales son instituciones centrales. En una economía con altos niveles de informalidad y donde la evasión fiscal es una práctica extendida y habitual, los servicios financieros informales son protagonistas en la resolución cotidiana de las dificultades económicas.

Por otro lado, aunque las inversiones a través de instrumentos financieros crecen vertiginosamente, la figura del ahorrista (que atesora dólares en cuentas bancarias o “debajo del colchón”, o coloca su dinero en plazos fijos bancarios) y del “pequeño especulador” (que obtiene ganancias marginales de las diferencias de cotizaciones y tasas) resultan más adecuadas para describir la relación de buena parte de la población con el sistema financiero. Como en la primera década de la era democrática, pequeños ahorristas y especuladores transitan las calles de la City o los circuitos digitales de las aplicaciones y los homebanking buscando, ante todo, reducir los efectos de una inflación alta y persistente sobre el poder de compra de los salarios o monedas que funcionen como reserva de valor ante la devaluación del peso.

Así, resultado de la retroalimentación entre inestabilidad económica y un creciente protagonismo de las finanzas, los años democráticos fueron también años de gran creatividad financiera. Cada coyuntura crítica dejó a su paso un conjunto de enseñanzas y recursos que fueron incorporados en los repertorios financieros de las personas, ya sea de manera permanente o como estrategias disponibles para ser reactualizadas en otros contextos. “Hacer puré” aprovechando la brecha entre las cotizaciones del dólar oficial y el dólar paralelo (“libre”, “marginal” o “blue”, según las denominaciones de las distintas épocas); moverse entre circuitos formales e informales; hacer rendir a corto plazo los pesos entre plazos fijos bancarios o fondos de inversión digitales; endeudarse, postergar pagos o pagar en cuotas cuando la inflación crece, fueron enseñanzas de largos años de turbulencia cambiaria e inflación pasada que la presente coyuntura solo actualiza y adapta a los tiempos de criptomonedas y nuevas infraestructuras financieras digitales.

Más que la repetición de una historia siempre idéntica a sí misma, la persistencia es, sobre todo, el resultado de una socialización específica; de un aprendizaje colectivo que, en el contexto de ciertos problemas estructurales, encontró en un sistema financiero segmentado herramientas poderosas para navegar la tormenta. Y en el dólar en particular un instrumento eficaz para construir autonomía respecto de un Estado siempre en dificultades.

Sobre la “inclusión financiera”

Hace pocos días, Marcos Galperín anunció que el fondo de inversión de Mercado Pago había superado, a solo cinco años de su creación, los 8 millones de clientes, la mayor parte de los cuales son pequeños inversores que buscan un rendimiento diario para sus saldos en cuenta. “Seguimos democratizando las finanzas”, publicaba en su cuenta personal de Twitter.

Si las finanzas fueron parte (condicionante) de la vida democrática desde su retorno, no siempre se presentaron a sí mismas como una fuerza democratizadora. En las últimas dos décadas, organismos internacionales, instituciones financieras, expertos y también gobiernos dieron un nuevo sentido a la incorporación de individuos de clases medias y bajas al mercado financiero, definiéndola como un proceso de inclusión con efectos democratizadores. Los discursos e intervenciones públicas y privadas que promueven la “inclusión financiera” se volvieron moneda corriente en América Latina en general y en Argentina en particular. Pero ¿qué se entiende aquí por democratizar?

Si las finanzas fueron parte (condicionante) de la vida democrática desde su retorno, no siempre se presentaron a sí mismas como una fuerza democratizadora.

Sin dudas, las instituciones financieras se convirtieron en instancias cada vez más ineludibles para los ciudadanos y la inclusión o exclusión respecto de ellas pasó a ser una dimensión relevante de la desigualdad social contemporánea. Como la pandemia mostró con claridad, tener una cuenta bancaria puede ser un requisito indispensable para asegurar el bienestar, comenzando por el acceso a la ayuda estatal de emergencia.

¿Pero significa esto que la acción del mercado puede resolver las desigualdades que se profundizaron en estos 40 años? La inclusión financiera es un derecho, pero no garantiza la inclusión social. Sin orientación ni regulación, la ampliación de la participación en el mercado financiero puede multiplicar los riesgos más que ampliar los derechos y redundar en una mayor vulnerabilidad antes que en un mayor bienestar.

Si existe una relación entre finanzas y democracia, ésta es más compleja de lo que el discurso de la inclusión financiera permite ver. En las últimas décadas, y sobre todo desde la crisis de 2001, la participación de los individuos en el sistema financiero se fue articulando con el reclamo de derechos, y se volvió una clave para interpretar posiciones en relación a determinadas políticas o gobiernos: los ahorristas afectados por el corralito o, años más tarde, por el “cepo” cambiario fueron ejemplos paradigmáticos de ese proceso. El mercado financiero se democratizó, pero en un sentido muy distinto del imaginado por los promotores de la inclusión financiera: se convirtió –al menos por momentos– en un lugar de enunciación de derechos e interpelación del Estado.

Así las cosas, mientras los problemas de la democracia se experimenten en la lógica del eterno retorno, no sorprende que las soluciones adopten la forma de un canto de sirenas: una fórmula que nos saque por arriba y rápido del laberinto en el que nos encontramos. La dolarización es una de esas soluciones tan imaginada como imaginaria, que aún encuentra sus ecos en una sociedad donde los circuitos e instrumentos financieros hicieron posible que las acciones de los individuos ganen autonomía frente a los destinos colectivos y los problemas del Estado.

Por Mariana Luzzi y María Soledad Sánchez * Respectivamente: Doctora en Sociología por la Ecole des Hautes Études en Sciences Sociales (Francia). Investigadora adjunta del CONICET y profesora en la Escuela IDAES de la Universidad Nacional de San Martín. Es coautora de “El Dólar. Historia de una moneda argentina 1930-2019”. / Licenciada en Sociología y Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Investigadora del CONICET y profesora en la Escuela IDAES. Co-dirige el Centro de Estudios Sociales de la Economía y es Coordinadora Académica de la Maestría en Sociología Económica en la Escuela IDAES / Le Monde Diplomatique
 
 

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