Esplendor y melancolía

Actualidad14/07/2023
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La transición de 1983 cerró la última y más feroz de nuestras dictaduras, ese ciclo de terror de Estado que todavía marca nuestra memoria social. Pero 1983 significó bastante más que el final de la dictadura. Limitarlo a eso nos hace perder de vista todo lo que se jugó allí y todo lo que cambió desde entonces.

Un nuevo ciclo

En primer lugar, en 1983 se cerró definitivamente el ciclo de inestabilidad institucional abierto en 1930, que dio origen a la sucesión de golpes de Estado y a la alternancia entre gobiernos de facto y gobiernos constitucionales que caracterizó buena parte del siglo XX. Aunque tal vez sería más correcto pensar que buena parte de los períodos democráticos de esos años, entre 1930 y 1983, fueron gobiernos con exclusión del peronismo y/o verdaderos estados de excepción, como el gobierno de Frondizi o el tercer peronismo desde 1974.

En segundo lugar, y más ampliamente, la transición de 1983 cerró un ciclo de cuestionamientos liberal-conservadores al sistema democrático y a la participación popular en el juego democrático. Ese ciclo de cuestionamientos se abrió con la llegada del radicalismo al poder en 1916, rápidamente caracterizado como “demagogia democrática” y como incapaz de mantener el orden social. Luego continuó por otras vías con la exclusión electoral del peronismo. Pero 1983 también clausuró la crítica de las izquierdas a la “democracia burguesa”, haciendo de la democracia liberal un orden legítimo y parte necesaria de la democracia sustantiva a construir.

1983 también clausuró la crítica de las izquierdas a la “democracia burguesa”, haciendo de la democracia liberal un orden legítimo.

Por si fuera poco 1983 cerró, además, un largo ciclo de violencia represiva. Durante varias décadas, especialmente desde 1955 y bajo el impacto de la Guerra Fría, la violencia estatal fue una espiral ascendente, discontinua pero acumulativa que acompañó la vida política argentina. Sin embargo, la intervención represiva del Estado no es un rasgo de la segunda parte del siglo XX, sino que se remonta mucho más atrás en el tiempo. Con otras características puede verse en las reiteradas violencias contra los sectores obreros y pobres durante las primeras décadas del siglo, y en la persecución policial de la década del 30, sin olvidar el sojuzgamiento indígena de las campañas militares del siglo XIX. Desde luego estas formas de la violencia no son iguales, ni deben ser vistas como un continuo, pero la violencia represiva, como instrumento de gobierno y de control del conflicto, fue un rasgo estable de nuestra vida política, y fue tan recurrente en períodos constitucionales como omnipresente en los momentos dictatoriales. Una vez más, también en esta cuestión, la transición de 1983 inició una nueva época en cuanto a los parámetros admisibles de la violencia represiva (incluso a pesar de la represión brutal del 2001).

Así, el significado de 1983 y de estos 40 años va mucho más allá del final de la última dictadura. La transición abre el ciclo más extenso, sostenido e ininterrumpido de vigencia de la democracia en la historia moderna de la Argentina. Abre un ciclo con un uso esporádico y no sistemático de la represión a gran escala y de sujeción de las Fuerzas Armadas al poder civil. Más crucial, abre el primer ciclo histórico de sujeción de las derechas, en sus múltiples variantes, al juego democrático.

¿Cómo fue posible 1983?  

Una mirada comparativa muestra que Chile, Brasil y Uruguay tuvieron dictaduras y procesos de transición similares a los de Argentina en las mismas décadas. Sin embargo, esos países derivaron en democracias inicialmente jaqueadas por la tutela militar y/o con altos niveles de impunidad sobre las violaciones a los derechos humanos cometidas en los años previos. En la Argentina, en cambio, esa transición se realizó de manera estable, no tutelada y con una democracia que, contra todos los pronósticos, logró sortear las amenazas y la incertidumbre, concretando un extraordinario proceso de investigación y justicia. ¿Cómo fue posible? ¿Por qué 1983 fue distinta a otras transiciones argentinas y latinoamericanas? ¿Por qué fue duradera? ¿Cómo logró cerrarse el largo ciclo histórico de casi todo el siglo XX?

En 1983, la Argentina no era un país más democrático, más justo, ni con más conciencia humanitaria que sus pares regionales o que otras épocas de nuestro propio pasado. Estamos acostumbrados a pensar en una épica de la “transición a la democracia” en la Argentina que nos reconcilia como país y como sociedad y nos hace sentir nuestra cultura de los derechos humanos como un orgullo nacional. A medida que el deterioro político y económico nos acorrala, ese pasado se hace más melancólicamente necesario. Sin embargo, pensando con menos épica y con más rigor histórico, la transición de 1983 fue posible por las condiciones generadas por la dictadura, por la terrible paradoja que se tejió entre sus fracasos y sus “éxitos”, y también por las condiciones de la geopolítica mundial de aquel momento.

Recorramos muy brevemente esta idea.

Primero, los fracasos dictatoriales. La dictadura se terminó en 1983 por el derrumbe del poder militar que la generó y la sostuvo. Ese derrumbe se materializó muy especialmente en el fracaso económico que hundió a la sociedad en una brutal crisis material y social desde 1981. Basta recordar que por entonces apareció la noción de “hambre” como parte de los reclamos sociales. A ello se agregó el fracaso político, dado que las Fuerzas Armadas y sus aliados no lograron recrear de manera estable las condiciones autoritarias para permanecer en el poder y se hundieron en sus propios conflictos. A esta situación se sumó el fracaso bélico en la guerra de Malvinas. Incluso el “éxito” represivo terminó siendo parte del fracaso más estrepitoso, aunque no haya sido tampoco la principal variable del derrumbe dictatorial. Más bien podría decirse que el impacto negativo de la política represiva se fue potenciando a medida que se hacían evidentes e irremontables los otros fracasos. Todas estas cuestiones fueron abriéndose camino, muy despacito, desde 1979, visiblemente desde 1981, y muy aceleradamente y sin retorno desde la derrota de Malvinas en 1982.

Pero el final de la dictadura tuvo otras variables importantes. En los últimos años del régimen, los sectores civiles que formaron parte del proyecto dictatorial y lo sostuvieron fueron abandonando a las fuerzas armadas a su suerte, justamente por sus fracasos o, tal vez, porque la tarea estaba cumplida, tanto por la represión como por las transformaciones estructurales de la economía. Desde los años ochenta, las derechas nacionalistas y liberales argentinas dejaron de sostener opciones golpistas y viraron hacia otras estrategias, construyendo bases sociales de apoyo y de proyección en el juego democrático.

La movilización social antidictatorial también jugó un rol importante en esos años. Esa presión fue creciendo al calor del derrumbe militar, aunque sin llegar a ser un elemento definitorio del proceso. Creció primero en el ámbito obrero y sindical, que desde 1979 comenzó a manifestar el malestar con la situación económica. Y continuó, en los años siguientes, con un enorme clima antidictatorial y antimilitar en el mundo cultural, juvenil y, a la zaga, en los partidos políticos tradicionales.

Sin embargo, no hay que confundir ese ánimo antidictatorial generalizado con una condena masiva de la represión o una comunión rápida con la causa humanitaria. Por entonces, las organizaciones de derechos humanos comenzaron a tener una nueva visibilidad e impronta, pero no todavía el peso o importancia social que tuvieron décadas después y que solemos proyectar hacia atrás en el tiempo. Esas organizaciones se movilizaron con una intensidad extraordinaria desde muy temprano, con una energía proporcional al aislamiento y la soledad con los que emergieron. Ese aislamiento fue cediendo desde 1981 y cambió claramente en 1983, cuando las denuncias sobre lo sucedido se hicieron cada vez más visibles y creíbles. Entonces fue apareciendo un acotado reconocimiento social hacia las organizaciones de derechos humanos, que tampoco implicaba, aún, una comprensión cabal de lo que había sido la represión, sus alcances y efectos como un verdadero “terror de Estado”.

En este punto, resulta evidente que la guerra de Malvinas no fue el inicio de la transición, sino que fue parte de ella. Fue un intento del poder militar por recuperar el control de un proceso político y social de apertura que ya estaba en marcha; pocas semanas después, sin embargo, el efecto fue el contrario. La derrota produjo un aumento significativo del rechazo social a las Fuerzas Armadas. Desde entonces, la pérdida de poder del gobierno se disparó de manera explosiva e irremontable. La transición ya no tendría vuelta atrás. Para 1983, las Fuerzas Armadas se hundían en una debilidad política y una crisis interna que las dejaba sin capacidad de presión e intervención. Ni siquiera para negociar impunidad.

Finalmente, los “éxitos”, el segundo término de nuestra paradoja. La cara inversa del fracaso dictatorial fueron sus logros en política represiva y económica. El régimen logró desarticular la protesta social y las impugnaciones al orden de los más diversos sectores sociales y políticos, eso que se suele llamar la “nueva izquierda” de los años sesenta y setenta. Ese disciplinamiento represivo fue mucho más vasto que el aniquilamiento de los grupos de la militancia revolucionaria que fueron los blancos visibles de la represión. Los años setenta dejaron una sociedad atravesada por la desconfianza en el activismo político y la movilización, jaqueada por la sospecha y la indiferencia por la suerte de los otros, signada por el abandono de la puja por modelos alternativos.

Por su parte, la política económica dictatorial cambió las condiciones estructurales del país de manera permanente. El régimen logró destruir las bases del modelo económico previo consistente en una industria nacional orientada al mercado interno y la sustitución de importaciones con niveles aceptables de redistribución del ingreso, cualquiera fueran los límites de ese modelo. Sus políticas abrieron la puerta a un modelo de acumulación basado en el capital financiero, la concentración económica y cada vez más dependiente del sistema financiero internacional.

Por último, la geopolítica internacional. Para 1983 también estaba cambiando el juego político del mundo occidental. Una vez fracasados o cumplidos los designios de los experimentos autoritarios, y perdida la promesa de la revolución socialista en versión soviética, el mundo occidental tendió a afirmar las virtudes de la democracia liberal como sistema político. Por un lado, los grandes intereses mundiales dejaron de impulsar fórmulas dictatoriales –como había hecho, por ejemplo, Estados Unidos desde los años cincuenta–. Por el otro, la democracia emergió como un aprendizaje de convivencia política posible también para las izquierdas revolucionarias de antaño.

Estos escenarios –éxitos, fracasos dictatoriales y geopolítica– confluyeron y se retroalimentaron para que 1983 fuera el inicio de ese cambio duradero. Fue ese contexto el que hizo tan potente el discurso de Alfonsín que apelaba a la democracia como refundación de la vida política y como horizonte de derechos sociales y económicos. Y todo ello caló profundamente en una cultura cansada de la violencia y del “caos” del pasado.

El derrumbe del régimen dictatorial impidió a las Fuerzas Armadas conseguir el pacto de impunidad que negociaban desde 1980, y esa debilidad militar fortaleció la voluntad de investigación y juzgamiento de Alfonsín. La presión social creciente, empujada por las organizaciones de derechos humanos, y el “descubrimiento” de la represión generaron las condiciones sociales para que la investigación y la justicia fueran posibles.

Consecuencia de ello, hoy la Argentina es un paradigma mundial de políticas de justicia transicional frente a violaciones masivas a los derechos humanos, iniciadas por el alfonsinismo y continuadas por el kirchnerismo. Hoy, la ESMA está siendo evaluada para integrar el patrimonio mundial de la UNESCO, como lugar testigo en el mundo del delito de la desaparición forzada de personas y como ejemplo de los procesos de justicia y reparación social. Hoy se siguen recuperando niños y niñas, ya adultos, apropiados durante la dictadura, y cada vez que eso sucede la noticia recorre el país. Hoy la Argentina celebra 40 años de continuidad democrática.

Los vacíos de la democracia

Pero estos 40 años también están hechos de otras tramas. Hoy los índices de pobreza alcanzan al 39,2% de la población (cifras del segundo semestre de 2022). La Argentina es también uno de los pocos lugares del mundo donde la pobreza ha experimentado un aumento tan importante sin conflictos armados o desastres naturales que expliquen ese declive. La exclusión social disminuyó en las últimas dos décadas, pero eso no ha significado un avance real en la reducción de la desigualdad. Incluso en los momentos en que mejoró la situación de los sectores pobres, los ricos siguieron haciéndose más ricos. La extrema concentración de la riqueza está dada por procesos políticos puestos al servicio de los sectores dominantes de la economía.

La Argentina es, además, un país donde la escena política se ha vuelto cada vez más agónica, haciendo reemerger una violencia política multidireccional y multidimensional que creíamos desaparecida. Hoy estamos ante datos históricos nuevos, disruptivos e inquietantes. El primero de ellos es la transformación profunda de las derechas en América Latina y el mundo. En la Argentina, las derechas organizadas han pasado de ser fuerzas minoritarias a ser fuerzas populares, convocantes y movilizadoras, con capacidad de dar respuestas allí donde los grandes partidos populares parecen no poder hacerlo. En ese escenario han irrumpido otras derechas radicalizadas, las “extremas derechas”, cuestionadoras de la democracia liberal, a la que consideran mera caja de reglas procedimentales. A eso se suman sectores juveniles nuevos, heterogéneos, visibles, precarizados y radicalizados, que emergen con un “antipopulismo popular”, frente a una democracia incapaz de satisfacer anhelos y demandas.

Las nuevas derechas pueden ser nuevas, pero se asientan sobre capas de sedimentación histórica muy antiguas.

Estas novedades no son enteramente nuevas, sino que se inscriben en una larga tradición de conflictividad política extrema y de identidades políticas excluyentes que ha surcado buena parte de la vida política argentina. Uno de sus focos fue, y sigue siendo, el conflicto peronismo-antiperonismo, razón por la cual el intento de asesinato contra Cristina Fernández remite más a la polarización política y al deseo de borramiento del peronismo propio de 1955, que al fracaso del “Nunca Más” (que hace alusión a otro tipo de violencia y otros acuerdos). En la misma lógica, la violencia racializada y el odio de clase contra los sectores populares, que hizo posible el asesinato de Fernando Báez Sosa, entre tantos otros, tiene una historia muy anterior al peronismo. Las nuevas derechas pueden ser nuevas, pero se asientan sobre capas de sedimentación histórica muy antiguas. Y todo ello vuelve a ser movilizado por las extremas condiciones de desafiliación social y pobreza de grandes conglomerados de la población, y es empujado por una derecha capaz de encarnar y movilizar grandes sentires populares, incluso de “pobres contra pobres”.

La nueva agenda de necesidades interpela a la sociedad argentina actual, especialmente a las nuevas generaciones y sus expectativas presentes y futuras. Desigualdad, pobreza, inflación, violencia institucional y política, falta de expectativas, entre otras, son urgencias que han desplazado las demandas de memoria, verdad, justicia y democracia, tan centrales en la vida colectiva de los últimos años. El escenario ha cambiado y sus actores también. El problema no es que las urgencias actuales sean otras, sino que ellas, en su intensidad, están socavando el sentido de esa democracia que hoy celebramos. Las insatisfacciones actuales ponen en crisis la legitimidad misma de la democracia como sistema, como pacto de convivencia y como proyecto, como nunca antes había sucedido desde 1983.

Por todo eso, nuestras herramientas para defender lo construido no pueden ser las invocaciones éticas de antaño a la “vida democrática” o al “Nunca Más”. Ello habla de una realidad que ya no tiene opuestos en la experiencia social: “la dictadura” no es una experiencia real ni un fantasma inquietante para las y los jóvenes. Los “derechos humanos” o la “no violencia política” dicen poco frente a la desigualdad y la violencia policial cotidiana. Esas invocaciones generacionales del discurso progresista no logran hablar de los vacíos de la democracia tal cual es experimentada cotidianamente hoy por las y los jóvenes, cualquiera sea su ubicación en el espectro político.

Esto no significa que los aprendizajes democráticos no sirvan o que nuestra movilización cada 24 de marzo no tenga valor, sino que, cada vez más, la movilización tiene que encontrar otros vectores de resignificación. Las urgencias de hoy están hechas de la urdimbre de procesos mucho más antiguos que la dictadura y mucho más nuevos que ella. En definitiva, y para reunir esplendor y melancolía, el discurso sobre el pasado reciente y la democracia necesita volver a interpelar desde otro lugar, uno que articule mejor nuestros varios pasados, nuestro verdadero presente y nuestros futuros posibles y deseables.

Por Marina Franco * Le Monde Diplomatique

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