La razón peronista

Actualidad02/07/2023
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En su clásico Estudios sobre los orígenes del peronismo, Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero se propusieron discutir la interpretación canónica de Gino Germani, que explicaba el surgimiento del peronismo a partir del apoyo de los “nuevos trabajadores”, aquellos que, a diferencia de los “viejos obreros” dotados de conciencia de clase y experiencia sindical, eran migrantes internos recién incorporados al proceso de industrialización y carecientes por lo tanto de la formación necesaria para evitar ser manipulados por líderes populistas como Perón. Frente a este enfoque europeizado, que escondía el desconcierto ante la evidencia de que los trabajadores no se volcaban hacia el clasismo socialista sino hacia un sospechoso coronel nacionalista, Murmis y Portantiero sostuvieron que la distinción entre trabajadores viejos y nuevos no existió nunca, y que el peronismo fue resultado de un proceso previo de unificación de la clase obrera luego de años de intensa industrialización. Como la industrialización de la Década Infame fue en esencia una industrialización excluyente, que creó masas obreras pero no mejoró los salarios ni extendió los beneficios sociales, la promesa que vino a ofrecer Perón, y que comenzó a cumplir desde la Secretaría de Trabajo y Previsión antes de ser elegido Presidente, era la justicia social. Un proceso de homogenización de clase tras un período de exclusión conservadora alrededor de un programa de reparación social, tal el verdadero origen del peronismo.

Hoy el peronismo enfrenta el gigantesco desafío de recrear su promesa. La pregunta es tan simple como difícil la respuesta: ¿qué tiene para ofrecerle hoy el peronismo a la sociedad? Si en los 40 fue la inclusión social de las masas, su segunda versión, la que protagonizó Menem en los 90, también tuvo una dimensión inclusiva, al menos en sus inicios. En efecto, la sanción de la ley de convertibilidad y el consecuente derrumbe de la inflación permitieron recomponer el poder de compra de los salarios y atizar el consumo popular. Es cierto que fue un impulso de una vez y que luego sobrevendría una década de pobreza y desempleo, pero la convertibilidad, como cualquier plan anti-inflacionario exitoso, fue, al comienzo, un programa inclusivo. Y después, en los 2000, la nueva versión del peronismo, que es siempre un cover de sí mismo, esta vez liderada por Néstor Kirchner, también avanzó en un camino de reparación social mediante la recuperación de los ingresos, la extensión de las jubilaciones y, ya con Cristina, la universalización de la asistencia social.

En un artículo publicado en la revista Desarrollo Económico y titulado justamente “Del peronismo como  promesa”, la historiadora Silvia Sigal se preguntaba por la extraordinaria perdurabilidad del peronismo. Discutiendo las interpretaciones que banalizan la idea de carisma como si se tratara de la simple irracionalidad de un pueblo dispuesto a seguir ciegamente a un líder iluminado, Sigal vuelve a Max Weber para señalar que la relación carismática –que es sobre todo eso: una relación– descansa en el reconocimiento que las masas le otorgan al líder, de quien valoran ciertos atributos, aquellos que le permiten hacer cosas inesperadas (Weber hablaba de acciones extra-ordinarias). La relación carismática no es permanente; de hecho puede extinguirse, en la medida en que el pueblo deje de confiar en su líder. Para Sigal, la promesa del peronismo es la promesa de un futuro más equitativo, una promesa que siempre puede renovarse precisamente porque nunca puede alcanzarse. De ahí su vigencia.

¿Cuál será, esta vez, la promesa peronista? La respuesta rápida es –claro– recuperar los ingresos. Con el desempleo en mínimos históricos y la economía en crecimiento (el PIB aumentó 1,3% en el primer trimestre), el retraso salarial, producto a su vez de la persistencia de la inflación, sigue siendo la gran asignatura pendiente. Pero para poder bajar la inflación es necesario mantener el dólar en calma mientras se avanza por un sendero de realineamiento de las variables o, como defienden muchos economistas, para implementar un programa de shock. Uno u otro, ambos caminos exigen como paso previo recomponer las reservas, lo que requiere morigerar la restricción externa, lo que a su vez exige dólares, lo que presupone aumentar las exportaciones… el cable submarino que conecta la mejora del salario con el ingreso de divisas. ¿Y qué hay que hacer para generar dólares? Garantizar inversiones privadas (el Estado está quebrado), sustituir importaciones y relanzar exportaciones, todo lo cual demanda estabilidad macroeconómica, planificación de largo plazo y, en algunos casos, enfrentar regulaciones laborales y sindicales, además de mejoras logísticas, obras en carreteras, gasoductos, puertos… La lista es larga y alcanza con hundir un poco la cuchara en la densidad real de los problemas para entender la dimensión del desafío.

Pero es el único camino posible: insertar la vieja promesa peronista de justicia social en las difíciles condiciones del mundo actual. ¿De qué condiciones hablamos? En el plano geopolítico, de la creciente competencia entre Estados Unidos y China; en el tecnológico, de la irrupción de la digitalidad como nuevo paradigma productivo; en el laboral, de la propagación del emprendedorismo y el cuentapropismo; en el social, de la consolidación de un núcleo de pobreza estructural que lleva ya un cuarto de siglo. Podríamos seguir con la enumeración, pero lo que queremos señalar aquí es que aceptar los cambios de contexto no implica necesariamente claudicar, esa palabra maldita. Hasta donde sabemos, fue Perón quien implementó el Plan de Austeridad del 52 y firmó el primer contrato con la Standard Oil de California. Asumiendo que la única verdad es la realidad, el peronismo debe buscar una agenda de desarrollo que le permita romper la inercia de bajo crecimiento, nula creación de empleo privado y estancamiento exportador que ya lleva casi quince años. Si no, continuará mordiéndose la cola, atrapado en su laberinto. Podrá seguir existiendo; podrá, incluso, ganar, como en 2019, pero será un peronismo vaciado de potencia transformadora, esterilizado.

¿Por dónde empezar? Menciono a la pasada un ejemplo, entre muchos otros posibles. Para aumentar las exportaciones, es decir para mejorar los ingresos de la población, Argentina debe impulsar el despegue de los complejos extractivos hidrocarburífero y minero. Por supuesto que hay otras ramas prometedoras de la economía (biotecnología, economía del conocimiento, turismo), pero los hidrocarburos y los minerales se encuentran claramente por debajo de su potencial. Hacerlo es un modo no sólo de conseguir dólares sino también de ganar autonomía política respecto del agro, que al ostentar de facto el monopolio de la generación de divisas puede imponer sus condiciones, única explicación razonable al hecho de que el exportador de soja –dólar diferencial mediante– obtenga al final de la ecuación más pesos que el exportador de máquinas. Vaca Muerta se está desarrollando a buen ritmo gracias a una continuidad regulatoria que comenzó con el acuerdo con Chevron en el segundo gobierno de Cristina, continuó con Macri y siguió con Alberto, una Moncloa implícita que apenas se menciona pero que convirtió a Neuquén en la provincia con los salarios más altos del país. Sin embargo, la demora en la construcción del gasoducto, atribuible sobre todo a la interna del gobierno, presionó sobre las importaciones durante el invierno pasado e impidió aprovechar los altos precios de los últimos años.

El desarrollo de la minería, en cambio, se demora. A diferencia de los pozos petroleros, concentrados en áreas delimitadas, las vetas de las minas cruzan los límites provinciales y exigen para su explotación (se trata de inversiones gigantescas) una coordinación interjurisdiccional que la Constitución del 94, que devolvió el dominio sobre el subsuelo a los estados provinciales, dificulta. Esta atomización debilita a los gobernadores tanto a la hora de negociar con las multinacionales australianas o canadienses como de enfrentar el lobby prohibicionista del ambientalismo bobo. Y es lo que explica que Chile, al otro lado de la Cordillera pero con una administración centralizada y un desarrollo sostenido, exporte 15 veces más metales que Argentina.

Podríamos mencionar otros ítems para una agenda, más microeconómicos pero no menos importantes. Por ejemplo, una política para los monotributistas, castigado universo de clase media que sufre al ritmo de los pagos que se estiran mientras la inflación pulveriza sus ingresos, la tensa espera de la transferencia o el cheque a 90 días. Ajuste automático de las escalas, créditos a tasa blanda, algún tipo de aguinaldo… resulta notable que en cuatro años de gobierno el Frente de Todos no haya creado una estrategia orientada a las necesidades de este sector. Una ausencia de imaginación gestionaria que se nota también en el mercado de los alquileres, que como resultado de la inflación y el fracaso de la legislación está directamente roto. Alquilar un departamento de tres ambientes en Almagro, incluso con un buen sueldo, resulta hoy prácticamente imposible.

Con el ala rota

¿Podrá Massa liderar esta necesaria renovación del peronismo? Por supuesto que no lo sabemos, aunque sí podemos identificar tres cuestiones que nos permiten ser –en un contexto muy hostil– cautelosamente optimistas.

La primera es que su candidatura es resultado de la declinación relativa del kirchnerismo y del atardecer del liderazgo de Cristina. Por tercera vez consecutiva, el kirchnerismo no puede ofrecerle a la sociedad un candidato presidencial propio y se ve obligado a recurrir a un cuerpo extraño, del que además desconfía: Scioli en 2015, Alberto en 2019, Massa hoy. Notable déficit para un movimiento popular con vocación de disputar el poder y modificar la realidad por vía de la política que es la principal herramienta de transformación y bla bla bla… Un año atrás, cuando en plena corrida cambiaria y ante el riesgo de un colapso final de la economía Alberto designó a Massa como superministro, dijimos que la decisión revelaba el hecho de que Cristina carecía de una solución económica a los problemas de los argentinos. ¿Por qué la “accionista mayoritaria” de la coalición no impulsaba a uno de los suyos? ¿Por qué Massa y no Augusto Costa para –por ejemplo– llevar a la práctica la sencilla idea de repudiar el acuerdo con el FMI? Esta defección programática del kirchnerismo abre hoy el espacio para imaginar un peronismo anti-dogmático y modernizante.

La segunda cuestión es que en los últimos años, justamente como producto de la frustración económica, la parálisis de la gestión y la ausencia de rumbo, han ido surgiendo algunos planteos intelectuales interesantes en la línea de una renovación conceptual del peronismo: el libro de Matías Kulfas y la idea de biodesarrollismo de Federico Zapata  son solo dos ejemplos.

Si las primeras dos cuestiones son de contexto, la tercera está directamente relacionada con el perfil y la historia de Massa. ¿Qué representa Massa hoy? ¿Cuál de sus mil caras se juega en esta elección? O mejor, ¿quién es realmente Sergio Massa? No lo sabemos, pero sí sabemos qué fue primero, a dónde hay que ir a buscar el germen de su estrella: a la intendencia de Tigre.

La utilización del estado municipal como plataforma de despegue es toda una novedad si se tiene en cuenta que históricamente los intendentes habían carecido de relevancia en la política argentina, que fue siempre un juego entre Nación y provincias (el hecho de que la última dictadura haya intervenido todos los poderes del Estado mientras permitía que cientos de civiles radicales y peronistas siguieran en las intendencias demuestra la escasa importancia que les asignaban los militares). Esto comenzó a cambiar con el aumento de la pobreza registrado a partir de los 70 y su visibilización durante la recuperación de la democracia. De hecho, la primera función política realmente importante que asumieron los jefes municipales fue la elaboración de los registros para la distribución de las cajas PAN durante el gobierno de Alfonsín, es decir el reparto de la ayuda social –y su reflejo en votos –. Con el tiempo, la municipalización de la asistencia a través de los sucesivos programas –el Plan Trabajar menemista, el Plan Jefas y Jefes de Hogar duhaldista, la Asignación Universal kirchnerista– marcó la continuidad ampliada del poder de los intendentes. Finalmente, durante el kirchnerismo los municipios comenzaron a ejecutar obras públicas financiadas por el gobierno nacional, ingenioso by pass creado por Kirchner para romper la lógica de un aparato provincial de jefe único al estilo duhaldista (y explicación última de por qué Scioli nunca pudo ser Duhalde).

¿Qué es un buen intendente? Una máquina de resolver problemas, alguien con una antena en las necesidades de los barrios y otra en la alta política; como un buen sindicalista, alguien capaz de ganar una asamblea en la fábrica un día y sentarse a negociar con el Presidente el siguiente.

Golden boy, junto a dirigentes como Martín Insaurralde, de la era pos-barones del Conurbano, Massa trasladó la hiperkinesis municipalista a su carrera política primero y al Ministerio de Economía después. Ahí donde va arma un Massapalooza (el chiste es de Daniel Tognetti). Pero la política también es eso: asumir un lugar y ensancharlo. Hacer un asado con un tomate y dos lechugas. Matías Lammens, por citar un ejemplo ajeno a Massa, recibió el caramelo de madera del Ministerio de Turismo de un gobierno que a los tres meses tuvo que prohibir los desplazamientos e inventó el PreViaje. Hoy encabeza la lista porteña.

Pero Massa vuela con un ala rota. Asumió el timón de una economía detonada y logró apenas estabilizarla; la inflación no cede y los salarios reptan por el suelo. Sin embargo, con el solo argumento de su capacidad para unir las piezas sueltas del oficialismo y evitar el estallido definitivo logró coronarse, en un cierre agónico, como candidato prácticamente único (el hecho de que sea la economía que él conduce la que lo catapultó a ese lugar no deja de ser una paradoja). Massa viene de perder dos elecciones, en 2015 y 2017, y su vínculo con la sociedad, según valoran las encuestas, está dañado. Sin embargo conserva un set de relaciones (con políticos, sindicalistas, empresarios, medios) que lo ubica en el corazón mismo del círculo rojo. Un candidato del sistema político para resolver los problemas que fabricó el sistema político. No funcionó con Alberto, ¿funcionará con Massa?

A 70 años de su nacimiento como representante de los obreros excluidos, el peronismo no puede ofrecerle a la sociedad solamente la solución de su interna: tiene que construir un plan y hacerlo creíble, renovarse y recrear su promesa. ¿A dónde irá a buscar Massa su razón peronista?

Por José Natanson

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