Restauración o democracia

Actualidad 31 de mayo de 2023
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La restauración conservadora sigue su curso. No constituye una mera estratagema excepcional, ensayada por una improvisada alianza temporal de fragmentos variopintos de la derecha localmente actuante. Es, muy por el contrario, el despliegue coordinado de una estructura de poder estable que emerge como guardián civil de los basamentos socioeconómicos de la Argentina post-dictatorial, toda vez que estos son amenazados por experiencias de profundización democrática y justicia social.

Su caracterización excede con creces los estrechos límites economicistas de una “sociedad de negocios”, aunque invariablemente la incluye, según las características de los sucesivos ciclos de acumulación de capital.  Su obsesión no radica, así, en la mera consecución de una tasa de ganancia extraordinaria a través de posiciones dominantes de mercado o la manipulación espuria de herramientas estatales de regulación, un aspecto escasamente considerado por las experiencias nacionales y populares continentales, al intentar la construcción de alianzas duraderas con fracciones del poder económico local en base a condiciones estructurales. Su atención es más amplia: se centra en custodiar y reeditar las condiciones político-ideológicas de una calibrada subordinación del conjunto social a los intereses de largo plazo de una alianza de clases que ha sido capaz, no sólo de imponer programas económicos socialmente recesivos, sino de desarticular voluntades colectivas tanto a través de una demostrada asociación con gobiernos dictatoriales como de experiencias institucionales democráticas de carácter anti-popular.

Una oligarquía diversificada
Un caudaloso torrente ha pasado bajo el puente de la vida política y social argentina desde que el Espacio Carta Abierta, afincado en la Biblioteca Nacional que conducía el inefable Horacio González, enunciara la noción de “restauración conservadora” en su Carta/5 de finales de marzo de 2009. Sin embargo, las coordenadas básicas de las controversias nacionales que allí se exponían poseen hoy una singular vigencia. No porque dichos análisis surgieran de un extraño Oráculo de Delfos pampeano, sino porque se basaban en una adecuada interpretación de la historia política contemporánea y los dilemas que atravesaban –y atraviesan– a la sociedad argentina.

En aquel momento, el texto ahondaba en las características del asedio liberal-conservador sobre el gobierno popular de Cristina Fernández de Kirchner, que había avanzado en legítimas políticas estatales de regulación de precios sobre los mercados agropecuarios para evitar la afectación de los salarios. Resultaba evidente para quien quisiera verlo que, sin la aplicación de medidas como las propuestas, el marcado incremento de los precios internacionales de un conjunto de productos primarios exportados por el país se trasladaría a los precios internos, y las rigideces a la baja en los precios relativos de diversos sectores concentrados –factor clave de la “inflación estructural”, teorizada por el economista argentino Julio Olivera– harían el resto para poner en jaque la clara tendencia ascendente de las remuneraciones de las y los trabajadores durante los gobiernos kirchneristas, así como de su participación en la distribución funcional del ingreso.

En la Carta Abierta/5 se afirmaba que “los restauradores exudan el deseo de recuperar los fastos de la Argentina del primer Centenario, aquella en la que la mitología agro-ganadera representaba los fundamentos de la Nación. Sus narrativas del presente se inspiran en las injusticias y desigualdades del pasado”.

Podría afirmarse que esa mitología posee dos textos internos escritos en la tinta invisible de un neto carácter de clase. El primero, relacionado a una especie de belle epoque criolla previa  a la crisis de 1930 y el consiguiente fin del patrón de acumulación agroexportador y al advenimiento del peronismo. El profundo cambio en la correlación de fuerzas que supuso, basado en el ascenso y centralidad de la clase obrera en la escena política nacional, y la consiguiente pérdida de poder de las clases tradicionales en el manejo de los asuntos públicos, dio por tierra con los programas de industrialización subsidiarios de la actividad primaria, como es el caso del Plan Pinedo de 1940. Así, el “hecho maldito del país burgués” no sólo implicó la construcción de una compleja y persistente identidad con impensados grados de autonomía política e ideológica respecto de las clases dominantes tradicionales, sino que esa identidad quedó asociada al proceso de cambio estructural hacia una industrialización que modificó de manera crucial la dinámica socioeconómica nacional.

El segundo texto interno del mito fundacional de los restauradores contemporáneos podría hallarse oculto tras la figura de esa idílica clase agro-ganadera fundadora de la Nación y  acosada por un gobierno confiscador y autoritario. Se trata de una moderna articulación de intereses, que desde la propiedad de la tierra avanzó en el control de eslabones fundamentales de la estructura económica, conduciendo o bien condicionando las políticas estatales durante la mayor parte de la historia moderna nacional. Fue el economista argentino Eduardo Basualdo quien identificó a esta clase social rara avis, a la cual denominó “oligarquía diversificada”. En Estudios de historia económica argentina desde mediados del siglo XX hasta la actualidad, la define tanto como parte de los grandes propietarios terratenientes pampeanos y extra-pampeanos como de grandes firmas industriales, comerciales y financieras, “siendo uno de los sectores integrantes del establishment económico del país, quizás el más estable y tradicional desde la conformación del Estado liberal hacia fines del siglo XIX”.

Si bien la identificación de la oligarquía diversificada requirió una minuciosa tarea de investigación sobre las laberínticas y borrosas ramificaciones de los grupos económicos locales, el conflicto desatado con las patronales agropecuarias en 2008 evidenció su existencia a través de tres elementos. El primero, la amplitud del arco de enérgicos apoyos recibidos desde disímiles sectores económicos desdibujó el carácter aparentemente corporativo sectorial rural y dio cuenta de un entrelazamiento más allá de acciones de regia camaradería de grandes propietarios. El segundo, la virulencia de la crítica a las políticas del gobierno realizadas desde empresas de comunicación masiva y representaciones patronales excedieron con creces la medida puntual en debate, convirtiéndose en una crítica al perfil general del programa económico y social de CFK, que había puesto su objetivo en sostener los índices de distribución del ingreso y la actividad económica, y continuar expandiendo derechos en un encendido contexto local al que se agregaba la crisis internacional. El tercer elemento, ligado con el anterior, reside en el inmediato paso del conflicto a una etapa de articulación política de partidos de derecha y centro-derecha con algunas pinceladas de ilustre prosapia oligárquica, aunque tampoco excluyó tensiones en la estructura de alianzas de la fuerza gobernante.

El conflicto resultó clave para una visible recomposición de dimensiones de la derecha, la primera desde la crisis de representación de 2001-2002, y cuyo principal punto de acumulación fue el PRO, junto a sus satélites asociados. Pero también fue el momento de consolidación del kirchnerismo como una identidad política dotada de una potencialidad contrahegemónica capaz de poner en cuestión los parámetros profundos de control social que el terrorismo de Estado, primero, y el asedio económico-militar del primer gobierno constitucional, posteriormente, impusieron a la vida democrática nacional y la soberanía política de las mayorías. Es fundamentalmente a este nivel que deben buscarse las causas de la centralidad de CFK en la vida política nacional y, de igual modo, su estigmatización, persecución y proscripción, e incluso la generación de condiciones para un magnicidio.

Contrahegemonía y “grieta”

En su discurso de asunción como Presidente de la República, el 25 de mayo de 2003, Néstor Kirchner advertía que “el mercado organiza económicamente, pero no articula socialmente.  Debemos hacer que el Estado ponga igualdad allí donde el mercado excluye y abandona”. De este modo establecía que la tarea del nuevo gobierno no se limitaba a lograr el ordenamiento macroeconómico e impulsar el crecimiento, sino que al mismo tiempo el Estado tenía la obligación de intervenir de manera enérgica para recuperar y expandir derechos sociales y económicos obstruidos por las propias lógicas mercantiles. Los doce años siguientes demostraron que esos conceptos, relacionados a la centralidad de los Derechos Humanos, constituían parámetros axiales del rol del Estado, pero también las coordenadas de un modo de entender lo político.

La declarada construcción de ese “país serio y normal, pero también justo” provocó crecientes colisiones con los poderes tradicionales, que se revelaban tanto a nivel de la economía y sus expresiones político-institucionales e ideológicas como en fracciones conservadoras del propio Estado y el sistema financiero internacional. Estas fueron encaradas estableciendo crecientes relaciones de articulación y representación entre la conducción política de la experiencia gubernamental y las demandas democráticas insatisfechas de múltiples sectores sociales. Esa rearticulación del entramado democrático rebasó la reconstrucción del Estado como un mediador social luego de la crisis de representación que estalló en 2001-2002, tendiendo a reconstituir una noción de “pueblo” a partir de una sistemática recuperación de diversas experiencias populares e identidades históricas subalternas. Estos elementos resignificaron el accionar estatal y dieron un sentido colectivo e histórico a los conflictos que surgían en la escena pública, promoviendo la reconstitución de sujetos políticos con mayores grados de ciudadanía crítica y autonomía.

En términos de la formalización realizada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia (1986),  se trató de la construcción de un “espacio político popular” en el cual las luchas populares se expresaron como “relaciones de extrema exterioridad entre los grupos dominantes y el resto de la comunidad”. Es decir, una división del espacio político en campos antagónicos con base en discursos y acciones democráticas que hacen “posible la lucha contra los diferentes tipos de desigualdad”. Se trata de la conformación de una identidad social y política que establece una idea de colectivo social diferenciado por la construcción de una “frontera” respecto de los sectores dominantes. Constituye, en esencia, la base de la propia acción política transformadora. Los autores advierten, no obstante, que “para hablar de hegemonía, no es suficiente el momento articulatorio; es preciso, además, que la articulación se verifique a través de un enfrentamiento con prácticas articulatorias antagónicas”. En efecto, esta construcción fue contrahegemónica respecto de un extenso proceso de articulación basado en una división muy diferente del espacio político-social, ajena a una noción popular de derechos, y asociada a la reactualización de viejos discursos antipopulares, conjugados con referencias a republicanismos abstractos y otros elementos flotantes de la discursividad política de distinto signo. El poderoso andamiaje semiológico de la restauración conservadora lo bautizó “la grieta”, colaborando en el sostenimiento del PRO como opción político-electoral competitiva, luego de una gestión gubernamental desastrosa en términos económico-sociales entre 2015 y 2019.

Regresividad

Algo muy distinto ha sucedido hasta aquí con el gobierno de Alberto Fernández. Más allá de la voluntad expresa por atender las necesidades de las mayorías, la escasa radicalidad política en la gestión de conflictos y el intento de suturar “la grieta” para intentar conducir a una totalidad sin antagonismos, no sólo consolidó esa división de campo político nacional propicia para los restauradores, sino que tendió a desactivar la relación dinámica entre espacio político y bases sociales. Planteado en otros términos, se trata del dilema entre el análisis estático de correlación de fuerzas y la representación democrática de las luchas sociales como fragua urgente en la que se constituyen los sujetos políticos colectivos que sostienen la radicalidad de los cambios en la arena nacional.

Si aceptamos, además, que la división entre política y economía constituye una espinosa abstracción que oculta dinámicos vasos comunicantes de recíproca interacción, no resulta extraño considerar que ese cambio de estrategia en la gestión de conflictos se traslade a un empeoramiento de los principales indicadores económico-sociales.

En el Documento de Trabajo 29 del Área Economía y Tecnología de la FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales), titulado “Sistema político, coyuntura económica y líneas de política económica en la Argentina actual”, de mayo de 2023, Eduardo Basualdo y Pablo Manzanelli analizan la regresividad distributiva entre 2016 y 2022, período en el que la participación de los asalariados en la distribución funcional del ingreso pasó del 51,8% al 43,9%. Ello se explica básicamente por una caída mayor del costo laboral (-18,6%) que de la productividad (-5,5%), pero destacan que, durante el gobierno del Frente de Todos, esta tendencia se profundizó, dado que la caída del salario (-4,5%) se conjugó con un incremento de la productividad (0,8%) por efecto de la reactivación económica. Es decir que, en términos distributivos, fundamentalmente a través de mecanismos inflacionarios, la reactivación benefició a sectores empresariales en detrimento de trabajadores y trabajadoras. Así, para los autores, se fue constituyendo un modelo de crecimiento “basado en mano de obra barata y acompañado por un significativo incremento de la intensidad del trabajo, es decir, un planteo crudamente desarrollista, a imagen y semejanza de las aspiraciones del gran capital, que difiere frontalmente a la experiencia histórica de los gobiernos ‘nacionales y populares’”.

Esta acuciante situación forma parte de las tensiones internas del Frente de Todos, siendo su principal líder la que ha remarcado sistemáticamente las limitaciones y las materias pendientes de la actual gestión. El pasado 25 de mayo, ante una plaza colmada de militancia, CFK finalizó su discurso planteando cuatro ejes básicos para el programa de gobierno que necesita la Argentina:

  1. Reemplazar el actual acuerdo con el FMI por un programa de crecimiento, industrialización e innovación tecnológica, descartando propuestas basadas sólo en el incremento de exportaciones;
  2. promoción estratégica de asociaciones público-privadas para la agregación local de valor en recursos estratégicos;
  3. la renovación del pacto democrático para erradicar la violencia política;
  4. repensar el modelo institucional argentino para terminar con las rémoras monárquicas que perviven en el Poder Judicial y, en particular, en la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
     

Son coordenadas básicas para construir una democracia basada en los Derechos Humanos, la soberanía política de las mayorías y la justicia social.

Por Claudio Casparrino

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