El acecho de la antipolítica

Actualidad 10 de mayo de 2023
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El concepto de clase o casta política tuvo un desarrollo relevante en la Italia de comienzos del siglo XX (uno de sus exponentes fue Gaetano Mosca) y resultó central para el crecimiento del fascismo en toda Europa. El concepto constataba una tendencia de las democracias liberales: la burocratización de los dirigentes, acompañada de una serie de privilegios que los asemejaban a los viejos sectores aristocráticos.

La denuncia de estos privilegios “políticos” permitía a los sectores dominantes desviar el eje de las desigualdades de clase (una elite que se apropia de la riqueza colectiva) y dirigir el odio hacia esta nueva y endeble elite (la de los dirigentes políticos). Al hacerlo, denunciaban el carácter “indebido” de sus privilegios, en contraste con la legitimidad de origen aristocrática o la que otorgaría la conquista del dinero.

Sin embargo, esta utilización de la antipolítica como arma arrojadiza de la propaganda fascista no debería impedirnos observar que expresa problemas reales y no constituye meramente una manipulación. Lo que resulta preocupante es que quienes se suelen montar en la denuncia de las “castas políticas” no lo hacen para mejorar la sociedad sino para anular definitivamente la mediación política y legitimar el ejercicio descarnado de la dominación del capital.

De la Argentina post-dictatorial a la pandemia

Al igual que en otras partes del mundo, la denuncia de una “casta política” ha surgido con fuerza en Argentina. Hoy la expresan figuras como Javier Milei o José Luis Espert, financiados por fundaciones estadounidenses (Atlas, Libertad, Heritage, entre otras similares que operan en diferentes países).

Estos discursos se articulan con un cansancio expresado hace décadas por la población argentina ante el derroche de prebendas y corrupciones entre funcionarios políticos, que tuvo uno de sus momentos más extremos durante el menemismo y el breve interregno de Fernando de la Rúa, y produjo la eclosión de las jornadas del 2001, con la consigna “que se vayan todos”.

La capacidad de Néstor Kirchner para leer el problema y reconectar a la política con los reclamos populares (la reapertura de los juicios a los genocidas, la mejora económica de los sectores excluidos, el aumento de los salarios) habilitó el entusiasmo de una nueva generación por el sentido de la actividad política en tanto herramienta de transformación.

Pero, enterrado el proyecto de la “transversalidad” y la denuncia de un Estado que “supuraba”, poco a poco el kirchnerismo volvió al campo de la política clásica del que provenía. El costo fue el olvido del enojo social del 2001 y de las condiciones del propio surgimiento de esa fuerza política. La antipolítica fue entonces reactivada por la derecha: el punto emblemático podría ubicarse en la crisis del campo del 2008 y el conflicto con el multimedios Clarín.

La redistribución del ingreso impulsada por el kirchnerismo no llegó a tocar a los sectores concentrados, sino que transfirió de los deciles de sectores medios o medio altos a los más bajos. Ello permitió que la derecha pudiera construir la fuerza necesaria para interpelar a dichos sectores (una clase media y media baja urbana) desde los medios de comunicación concentrados, movilizando el espíritu construido en la crisis del 2001 pero con otra direccionalidad: la recuperación de un imaginario del trabajador o comerciante independiente agobiado por la presión impositiva.

A ello contribuyó la política kirchnerista de gravar mediante el impuesto a las ganancias a los sectores medios, una forma rápida pero cuestionable de conseguir ingresos fiscales sin tocar a los sectores de poder concentrado. Por fin, esto se articuló con el mito de que los empresarios, al tener resuelta su situación patrimonial, pueden gobernar de modo más eficiente y sin corrupción. La contradicción resultó flagrante con la elección de Mauricio Macri, uno de los mayores exponentes de la “patria contratista”, es decir de sectores empresariales que construyeron su riqueza precisamente a partir de relaciones turbias con la estructura estatal.

VIP

La pandemia constituyó un desafío crítico. La decisión inicial de poner la política al servicio del cuidado de la población cosechó un nivel de apoyo inédito en la historia argentina: las principales encuestadoras ubicaban la imagen positiva de Alberto Fernández en valores cercanos al 80%, superando incluso los años iniciales de Néstor Kirchner.

Los sectores dominantes reaccionaron con rapidez convocando al cacerolazo antipolítico del 30 de marzo de 2020, en el que reclamaron que los salarios de los representantes políticos acompañaran el esfuerzo colectivo. Pero, a diferencia de Kirchner, el gobierno de Fernández no supo comprender el desafío del momento y rechazó –con motivos sensatos pero extemporáneos– estos reclamos. Así, permitió la apertura de una grieta que fue minando con rapidez el apoyo social conseguido con su reacción temprana ante la pandemia y su convocatoria al cuidado de la vida por sobre las ganancias económicas.

Por esta incapacidad de observar la potencia del sentimiento antipolítico, el gobierno logró dilapidar en unos pocos meses los niveles gigantescos de aprobación que había logrado, sin haber podido aprovecharlos para tocar ninguno de los resortes del poder real. Vale mencionar apenas como ejemplos la dilación de la contribución extraordinaria a las grandes fortunas, el fracaso del intento de expropiación de Vicentin, la imposibilidad de designar un nuevo procurador general o revertir la trama generada por el macrismo en el Poder Judicial, la falta de voluntad para castigar a las empresas que motorizaron la corrida cambiaria con fondos recibidos para paliar las consecuencias de la pandemia, entre otros.

Los escándalos desatados por las vacunas administradas por fuera de las normativas oficiales o las reuniones sociales presidenciales durante el período de restricciones severas para el conjunto de la población desnudan una falta de registro aun mayor: la convicción de pertenecer a un grupo al que no le corresponden las generales de la ley, como se continúa observando con funcionarios que argumentan “total no contagiamos a nadie” o “¿quién no se mandó una macana en la pandemia?”.

Si algo desnudaron las limitaciones impuestas para enfrentar la pandemia fue la resistencia de los sectores dominantes a aceptar normas igualitarias, aun cuando el objetivo era cuidar la vida colectiva. Empresarios o figuras del espectáculo violaron una y otra vez las restricciones de circulación o de ingreso al país, acostumbrados a las “filas especiales” o los palcos VIP. Someterse a la igualdad de la ley resulta igualmente intolerable para quienes han construido el eje de su identidad precisamente por la desigualdad.

Pero este fenómeno se convierte en un problema distinto cuando los dirigentes de un movimiento popular creen pertenecer a este mismo grupo privilegiado y estar relevados del cumplimiento de la ley a la que se somete el conjunto de la población. No sólo porque traicionan el sentido de su proyecto sino porque no cuentan con la legitimidad que puede construir el empresariado o la farándula para sentirse “por encima” de los demás.

La antipolítica en el mediano y largo plazo

La reacción oficial demuestra que el gobierno no tomó nota del crecimiento de la antipolítica, profundizada por la negativa a recortar los salarios políticos en pandemia y los escándalos de la vacunación a privilegiados o las reuniones presidenciales. Esta tendencia se refleja en expresiones preocupantes, desde las arengas a “terminar con los zurdos de mierda”, la inclusión de defensores de los genocidas en las listas de algunos partidos o los ataques antisemitas, como el caso vivido por Myriam Bregman.

La falta de registro de la gravedad de la situación se hizo explícita en las fallidas disculpas presidenciales, que desnudan que no se comprende a qué viene tanto enojo por lo que se considera apenas “un error”. Pero también se torna evidente al creer que el problema de estas denuncias es el efecto de un voto más o menos para el oficialismo en la elección de medio término.

El mayor riesgo de la antipolítica no se juega en el cortísimo plazo de la próxima elección, sino en sus posibles efectos a mediano y largo plazo. Más allá de su consecuencia electoral, lo que genera la percepción de una “casta política” que se siente por encima del común de la población es la desazón y el escepticismo en la fuerza propia, un acompañamiento que podrá ser o no electoral, pero que en todo caso será “de brazos caídos”, y la posible dificultad para recuperar un compromiso en la calle que resulta crucial para cualquier iniciativa que busque confrontar con el poder real.

En una nota brillante (1), Ricardo Aronskind califica de “jugar al empate” a la dificultad que ha tenido el oficialismo para tocar algunos de los intereses del poder económico durante lo que lleva de gobierno y el nivel de debilidad al que lo somete el sostenimiento del statu quo construido por el macrismo, así como la condena a la pobreza de nuevos contingentes sociales provenientes de las clases medias con el nivel inédito de destrucción salarial de los últimos años. Gran parte de la masa asalariada ocupada argentina ha quedado por debajo de las condiciones mínimas de subsistencia, generando la paradoja de que no son sólo los desocupados quienes integran el contingente de personas necesitadas sino también millones de ciudadanos con empleos formales.

Es precisamente en estos sectores sociales donde históricamente ha germinado el fascismo, en aquellos que se perciben como clases medias pero se encuentran atrapados en un proceso de pauperización y buscan un responsable de sus penurias, a lo que hay que sumar la necesidad general de encontrar un responsable por el sufrimiento pandémico. Pequeños comerciantes golpeados por el aumento de los servicios y la recesión bajo el macrismo y luego por las restricciones sanitarias, docentes que sufren la destrucción material y simbólica de sus condiciones de trabajo hace décadas y se vieron obligados a reconvertirse para el trabajo virtual (incluso teniendo que financiar sus nuevas herramientas y capacitarse para ello, ver invadido su tiempo personal y al mismo tiempo escuchar que en “un año y medio no hubo clases”), empleados de comercio, operarios, cuentapropistas, entre muchos otros.

En estas fracciones sociales no reciben planes sociales ni tarjetas de alimentación. Tampoco alcanzan las referencias al macrismo. La destrucción de sus formas de subsistencia ha sido persistente en la última década, y brutal en el último lustro. El enojo con toda la “clase política” va más allá del voto coyuntural. Es posible que no quieran votar al macrismo pero tampoco los entusiasma ya el oficialismo.

El caldo de cultivo para la antipolítica, por lo tanto, está creado. El quiebre con una dirigencia que parece desconocer las transformaciones subjetivas de la última década habilita las condiciones para que este rechazo se potencie. Los escándalos son apenas muestras de un problema mucho más general.

Aronskind califica de “jugar al empate” a la dificultad del oficialismo para tocar algunos de los intereses  del poder

Las disyuntivas del presente

Javier Milei, José Luis Espert, Juan José Gómez Centurión o Patricia Bullrich salen a pescar en ese estanque, en general apelando a los jóvenes, que poco conocen del carapintadismo del que proviene Gómez Centurión, de la dictadura genocida que reivindican varios de ellos o de los financiamientos que reciben. Sin embargo, sería un error subestimar lo que anida en esta sensación colectiva. Podrían aparecer nuevas figuras, más afines al clima de la época pero no por ello menos peligrosas.

El problema de fondo radica en las condiciones objetivas y subjetivas generadas para el crecimiento de apuestas antipolíticas: una crisis recesiva e inflacionaria, la pauperización de importantes fracciones que se autoperciben como clases medias, el divorcio de los dirigentes políticos con respecto a las transformaciones de la subjetividad dominante y la desmovilización y apatía resultantes, articuladas con la dificultad para “recuperar la calle” en condiciones de una pandemia que vuelve peligroso precisamente el encuentro colectivo.

El desafío para el campo popular es entonces múltiple. De una parte, se requieren acciones que permitan una reversión rápida de la situación, una direccionalidad de mejora identificable (no meras promesas) en las condiciones de vida de los sectores golpeados por la crisis, lo que exige un nivel de inversión social muy superior al que parece dispuesta una gestión demasiado preocupada por su negociación con el FMI y su fallida apuesta a no irritar a los sectores concentrados. También es necesario incrementar la capacidad de movilización y entusiasmo de las fuerzas propias o de quienes puedan presionar por izquierda, una épica que pueda quebrar la concepción de casta, poniendo a la dirigencia en la primera línea de los sacrificios sociales, dispuesta a movilizar a la población con el propio ejemplo y con resultados tangibles en lo inmediato.

Por Por Daniel Feierstein * ElDiplo

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