El Estado en el mercado de drogas ilegalizadas

Actualidad 01 de abril de 2023
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El “narcotráfico” como tema aparece guionado en los medios masivos de comunicación a partir de simplificaciones que invisibilizan gran parte del problema. Una de las más comunes es aquella que sostiene que el aumento de la inseguridad es resultado de un Estado “ausente” o “ineficiente” y que ensalza a las fuerzas de seguridad como la única solución posible. En esta nota pretendemos contribuir a comprender situaciones y fenómenos complejos e identificar cursos de acción que nos permitan modificarlos. Para encontrarle la punta al ovillo, preferimos, en lugar de narcotráfico, hablar de “mercado de drogas ilegalizadas”.

El mercado de drogas ilegalizadas es un orden delictivo que se afianza a partir de asociaciones entre actores muy diversos que tienen la expectativa de participar de los beneficios que genera el negocio, sea de manera directa de su rentabilidad económica, o bien indirectamente a partir del poder que otorgan esas vinculaciones. Es decir, las características locales de este mercado no se pueden comprender si no se observan esas múltiples microvinculaciones que construyen infinitas situaciones de violencia, encubrimiento, aval, extorsión, silencio, así como también rédito económico, relaciones y prestigio.

Lo que queremos subrayar, como punto de partida, es claro: el narcotráfico no es un “mundo paralelo” a las relaciones sociales. No “penetra” a la sociedad y a las instituciones estatales como algo que viene de “afuera”. Emerge en esa misma trama de relaciones sociales como efecto de intercambios habituales y regulares.

El lugar del Estado

El modo en que denominamos el tema también es relevante. Suelen usarse las palabras “narcotráfico”, “narcocriminalidad” y “crimen organizado” como sinónimos. Muchas veces se asume que este delito está organizado, pero sin dar cuenta de los tipos de organización y las transformaciones en el tiempo. Se toman apresuradamente modelos de organización criminal como el de las mafias o el de los cárteles, surgidos en ciertos contextos históricos y nacionales muy específicos, que no siempre permiten explicar la dinámica delictiva, por ejemplo lo que está sucediendo en Rosario hoy. Tal omisión es socia de otra, la que invisibiliza la participación de los actores estatales en el modo que asume una u otra organización criminal cuando el negocio principal es el tráfico de drogas ilegales.

A menudo escuchamos y leemos que es “la falta de Estado” o la “debilidad de sus instituciones” la causa del “avance del delito de narcotráfico”. Por el contrario, creemos que el Estado interviene de manera crucial en el modo en que se definen las condiciones de posibilidad de cualquier mercado ilegal, incluyendo el de drogas. En primer lugar, es el Estado el que impone el carácter ilícito a ciertas prácticas (en este caso, la comercialización de ciertas sustancias y no de otras). En Argentina el delito de tráfico ilegal de drogas está tipificado por una ley nacional que se encuentra sincronizada, desde su origen en 1989, con una política global prohibicionista que, en nombre del cuidado de la salud, persigue penalmente el consumo y el tráfico de ciertos estupefacientes –no de otros, que sí regula– y promueve el tratamiento por vía de la abstención. Es el Estado el que “decide” qué drogas son ilegales y cuáles se pueden comprar en una farmacia (o en un bar).

En segundo lugar, el Estado participa definiendo el marco de intervención de una multiplicidad de instancias involucradas en la regulación. En conjunto, todas estas instancias estatales producen una administración discrecional de las prácticas ilegalizadas. Los actores estatales involucrados son todos aquellos que pueden perseguir una prohibición o bien permitir que algo del orden de lo ilegal ocurra, desde los policías desplegados en el territorio hasta los jueces, pasando por funcionarios políticos. Algunos por omisión y otros por acción, todos participan regulando la aplicación de la ley. Activan mecanismos de control formal (persecución penal) o de regulación informal (impulsados por policías y otros agentes de control con capacidad de regular cierta permisibilidad). Al final, todos los mercados ilegales implican coimas, apremios ilegales o intercambios de favores. En articulación con estos mecanismos, se desarrollan empresas criminales que trafican drogas, compran armas y lavan dinero. Todo esto define la forma en la que se entrelazan el emprendimiento mayorista y el minorista, siendo el minorista el ámbito de mayor violencia y menores niveles de impunidad (se persigue más al “perejil” que al “capo narco”).

El mercado de drogas ilegalizadas, igual que otras formas de delito económico organizado, se apoya en la construcción de condiciones de inmunidad o impunidad. Estas son consecuencia, por un lado, de ciertas disfuncionalidades institucionales del sistema de persecución penal, por ejemplo la dificultad de los tribunales para llevar adelante un proceso de investigación criminal sólido que coordine de manera eficaz a las distintas fuerzas de seguridad con los fiscales. Pero la impunidad también es consecuencia de la cooptación de agentes de control, funcionarios públicos y miembros de la justicia. La ilegalidad construye un mercado de bienes muy rentable. Es mucho el dinero en juego. Y por lo tanto define un campo de control que también puede ser muy rentable: sacar ganancia de la “venta de impunidad”.

Este “régimen de impunidad”, en el que la impunidad no es una excepción sino parte de su funcionamiento, garantiza la reproducción de un orden que es –no debemos olvidar– una forma de producir ganancias. En efecto, la economía ilegal no se desarrolla “en detrimento” de la economía legal, sino que es, antes bien, su complemento. La reproducción del orden social capitalista implica esa yuxtaposición entre órdenes formales, informales e ilegales. Según un informe del Foro Económico Mundial, en 2015 se estimaba que las economías ilegales producen entre un 8 y un 15% del PIB mundial.

La gobernanza criminal

La perspectiva prohibicionista de combate a las drogas deja fuera del campo de observación el elemento estructurante del problema, la prohibición propiamente dicha, y obtura la posibilidad de pensar alternativas. Existen perspectivas más provechosas a la hora de entender el problema y, por consiguiente, redirigir la acción estatal. Investigaciones concretas en diferentes países nos invitan a analizar la organización criminal en términos de gobernanza. El especialista Benjamin Lessing propone explorar cómo la gobernanza criminal se intersecta con el Estado, afinando su concepto de crime-state symbiosis. Para el autor, no se trata de separar a los actores estatales de los criminales, sino de identificar el modo en que se vinculan, el tipo de acuerdos a los que llegan y la manera que esto da forma a las prácticas criminales –y, fundamentalmente, a la violencia que producen y regulan–.

En efecto, las formas de gobernanza de las organizaciones criminales varían en función de los acuerdos –más o menos extorsivos– que realizan con los actores estatales. También varía la violencia que proyectan para sostenerse y avanzar. Por eso, cuando la gobernanza de ciertas formas de organización criminal produce una disminución de la violencia hay que preguntarse de qué modo participan allí los actores estatales, y no creer, ingenuamente, que allí no hay organización criminal. Y, de manera inversa, no hay que pensar que una intervención fuerte de control estatal necesariamente tendrá como consecuencia una baja inmediata en los niveles de violencia.

El aumento de la violencia puede ser expresión no de la magnitud del delito de “narcotráfico” sino de una crisis de la gobernanza criminal.

Un ejemplo concreto. En el verano de 2020, cuando conducíamos el Ministerio de Seguridad de la Nación, comenzaron a incrementarse los homicidios en Rosario. Alertadas por la situación, convocamos a una reunión de funcionarios policiales que ya habían trabajado en esa ciudad. El diagnóstico apuntaba a que la ofensiva punitiva del Estado había desencadenado la violencia. Nos explicaron que el primer desembarco masivo de fuerzas federales en Rosario, allá por 2014, permitió detener a algunos de los supuestos líderes de los grupos más importantes, y que eso había generado enfrentamientos entre potenciales sucesores que explicaban el aumento de los homicidios. Un fenómeno similar observamos en la Rosinha, una de las favelas más grandes de Río de Janeiro, cuando, en septiembre de 2017, se rompieron los acuerdos entre actores estatales y los líderes que controlaban la venta de drogas ilegales y el acceso a servicios básicos (agua, electricidad, cable, internet). Esto desató un ciclo de tiroteos y asesinatos que rompieron la “paz” y paralizaron la favela durante días.

En suma, el aumento de la violencia puede ser expresión no de la magnitud del delito de “narcotráfico” sino de una crisis de las formas de gobernanza, es decir de los mecanismos formales e informales de regulación de la violencia.

Quién manda

En De ladrones a narcos, Eugenia Cozzi analiza etnográficamente las transformaciones de la relación entre la Policía de Santa Fe y los jóvenes, la mayoría varones, de los barrios especialmente atravesados por la violencia. En los últimos veinte años, explica Cozzi, los jóvenes han pasado de “arreglar” con la policía santafesina para no ser detenidos a directamente “trabajar” para ella. Esto también cambió las relaciones entre los grupos, rompió acuerdos y códigos. Por ejemplo, habilitó a aquellos que trabajaban para la policía a elevar su posición en relación al resto. Y al mismo tiempo alteró el modo de organización, poniendo a los jóvenes en una relación de subordinación al interior de los grupos criminales.

No se trata sólo de la policía. Las fuerzas policiales pueden estar en la primera línea y comandar a los grupos criminales, pero detrás hay otros actores estatales involucrados. En este sentido, considerando que los agentes estatales no sólo combaten, sino también gestionan el negocio de la venta de drogas, aumentar su poder puede ser un problema. “El Estado no sólo tiene una relación de conflicto con grupos de crimen organizado. También hay dinámicas de tolerancia o cooperación activa por parte de actores estatales. En ese caso, las políticas públicas de control al crimen organizado basadas en la represión incondicional y de mano dura no sólo son contraproducentes, sino muy inefectivas. Si actores estatales participan activamente en la constitución de redes de crimen organizado, fortalecer la capacidad coercitiva del Estado no sólo implica desconocer la raíz del problema, sino que potencialmente incrementa la capacidad de actores que fortalecen al crimen organizado”.

Cuando se reclama “más Estado”, la demanda se asocia exclusivamente a la intervención penal y la imposición prohibicionista. Sin embargo, cuarenta años de iniciativas en este sentido deberían hacernos ver que es necesario transitar otros caminos. Escenarios de violencia y muerte como los que se atraviesa hoy Rosario nos invitan a pensar qué hacer. Frente a ello, observar el rol del Estado en sus múltiples facetas, en la configuración de esta realidad compleja que llamamos “mercado de drogas ilegalizadas”, nos permite imaginar nuevas formas de intervención. Conocemos los efectos negativos de la perspectiva prohibicionista. Quizás debamos animarnos a rediscutir cuáles son los daños sociales que queremos prevenir, cuáles son las prácticas que es preciso evitar y cuáles son los caminos para lograrlo, incluso más acá de la prohibición legal.

Por Sabina Frederic, Mariana Galvani y Alina Ríos * Le Monde Diplomatique

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