La voluntad inhabilitada

Actualidad 29 de marzo de 2023
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“El lawfare es infundir miedo en los funcionarios de turno: miedo a tomar decisiones vinculadas a proyectos porque tenés miedo de que te judicialicen después de poner una firma para que se haga una obra de infraestructura. Entonces, es detener el Estado. Es ponerle freno a la posibilidad de hacer”. A esta conclusión arribó Silvina Romano, investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y miembro del Consejo Ejecutivo del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) en el encuentro del Grupo de Puebla. Una hora más tarde, en el mismo escenario del Centro Cultural Kirchner, Cristina Fernández de Kirchner reafirmaría que la guerra jurídica apunta a la criminalización de la política: “Pero no de toda la política. Sino de una que tiene que ver con la redistribución del ingreso, con la movilidad social ascendente para que nuestras sociedades no queden cristalizadas eternamente entre ricos y pobres”.

En el Foro Mundial de Derechos Humanos se corporizó el respaldo del liderazgo progresista hispanoamericano a la Vicepresidenta de la Nación a través de figuras emblemáticas de la última oleada de gobiernos populares, como Rafael Correa (Ecuador), Ernesto Samper (Colombia), Evo Morales (Bolivia), José Luis Rodríguez Zapatero (España) y José Mujica (Uruguay). “Los medios de comunicación por la mañana juzgan, por la tarde sentencian y, finalmente, hacen un daño moral que no se puede recuperar en años”, consideró el ex mandatario colombiano al aludir al “secuestro judicial” del que son objeto quienes encabezan los procesos políticos de transformación en toda la región. Este flagelo a la reputación desencadena una crisis de representación y, por lo tanto, como sintetizó Samper, no se trata de un problema judicial, sino de un problema político cuyo objetivo es “que no avancen los proyectos de igualdad social, que no avance la reivindicación de los trabajadores. Ese es el objetivo de las guerras jurídicas: trancar el progreso social de estos países”.

La mesa que encabezó Cristina Fernández de Kirchner contó también con la presencia de juristas como el español Baltasar Garzón, la brasileña Gisele Ricobom y el chileno Marco Enríquez-Ominami, coordinador del Grupo de Puebla. En el panel que precedió a este participaron el diputado español por Madrid Enrique Santiago, el diputado hispano-argentino por Barcelona Gerardo Pisarello y la jurista hispano-ecuatoriana Adoración Guamán, todos ellos integrantes del Consejo Latinoamericano de Justicia y Democracia (CLAJUD), un grupo conformado para estudiar y combatir la judicialización de la política y sus efectos destituyentes para la democracia de la región. Entre los disertantes hubo una condena unánime a las violaciones a los derechos procesales y políticos de la Vicepresidenta de la Nación y se analizó la sentencia del caso “Vialidad” como medida ejecutora de la construcción de un estado de excepción. “Como juristas vamos a denunciar esa categoría jurídica que no es del derecho: una inhabilitación especial perpetua —sostuvo Ricobom—. Es una tentativa de lograr un magnicidio civil".

Anular la política, paralizar el Estado, inutilizar la democracia, obstruir el desarrollo social. La proscripción de la principal figura representante de las mayorías de los últimos quince años, electa tres veces —dos como Presidenta de la Nación y una como Vicepresidenta— para conducir los designios de la patria, dista de ser la supresión de los derechos cívicos de una persona: es un atentado contra la voluntad popular.

La proscripción de la política

Existen dos corrientes de pensamiento contrapuestas para definir la política. De un lado están quienes la conciben como la modalidad de construcción del consenso social; es decir, como la práctica través de la cual los ciudadanos, mediante la argumentación racional, buscan puntos de encuentro para acordar los asuntos comunes. En este paradigma es prerrequisito que se respete la pluralidad de posiciones y que el diálogo para arribar a una acción mancomunada pueda llevarse a cabo con total libertad, sin los condicionamientos distorsivos y extorsivos que supone la desigualdad de relaciones de poder y de fuerza. Se trata de un tipo ideal de funcionamiento político —usualmente escenificado en el ágora de origen griego—, cuyos déficits para explicar la realidad quedan expuestos en tanto la edificación de un espacio colectivo que no se encuentre viciado de intereses privados y desniveles jerárquicos resulta impracticable. Vale aclarar que tampoco se verificaba tal situación en la Antigua Grecia, ya que mujeres y esclavos estaban excluidos de aquellas asambleas en las que se resolvía la cosa pública.

Para la otra perspectiva, la esencia de la política es el acto de decidir entre alternativas en conflicto. Dentro de esta tradición, la transformación de lo social no subyace en la resolución del disenso y en conjurar el desorden, sino en la elección entre dos pautas de acción opuestas e incompatibles. Por caso, no se puede preservar el statu quo y redistribuir la riqueza: hay que tomar uno de los caminos, privilegiando a un grupo social por sobre el otro. Cualquier decisor político debe dirimir su acción en un terreno de exigencias encontradas.

Desde donde sea que se encare el análisis, la proscripción a Cristina es un hecho sumamente anti-político. La política como consenso solo funciona bajo el presupuesto de la vigencia de la pluralidad y la libertad. Como conflicto, no hay política si se suprimen las alternativas disonantes y se cohibe el acto de decisión soberana. El acoso judicial y el descrédito mediático buscan mermar el apoyo popular del adversario para eliminarlo de la esfera política formal.

En el debate en el CCK, la historiadora y comunicadora social Silvina Romano razonó que el lawfare es una guerra contra la política “porque se anula el debate de proyectos, se anula la negociación, se anula el diálogo, y quedamos atrapados en rumores y noticias falsas”. Reflexionó, además, que el relato de la corrupción funciona como eje articulador que condensa los discursos que buscan quitar del medio a la política para dejar la administración del Estado en manos de los poderes concentrados: “’Son todos iguales’, ‘todos roban’, ‘todos son corruptos’, ‘que se vayan todos’. Detrás de esas frases hay un sentido común fuertemente neoliberal en el que se desprecia, se ningunea a la política, los políticos, la militancia, como si fueran innecesarios”.

Para el secretario general del PC español, Enrique Santiago, el lawfare pretende arrogarle al Poder Judicial unas potestades que, por origen, no tiene, puesto que no cuenta con mecanismos populares de elección directa y que carece de dispositivos eficaces de control y de dación de cuentas de su gestión ante la ciudadanía. “No hay nada más perverso que la utilización del consenso social contra la corrupción por parte de aparatos judiciales cooptados por poderes económicos, para otorgar una legitimidad que no tienen estos poderes judiciales y atacar la democracia y el Estado de derecho”, subrayó.

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La política es la herramienta que tienen los pueblos para poner en conflicto el sentido del orden social. La proscripción de la política es, sustancialmente, la desposesión de las mayorías populares del único recurso con el que cuentan para reorganizar lo común y construir regímenes más justos y equitativos.

La proscripción del Estado

El Estado es el locus de la política: es la red de mediaciones institucionales a través de la cual es posible dar una forma particular al bien común. Como es el lugar donde se fijan las reglas y los límites, tiene una función eminentemente distributiva de los recursos sociales. Es, a la vez, el terreno donde un grupo —en las democracias, el grupo mayoritario— se constituye y se unifica para materializar su proyecto de organización social.

Pero existe otro marco ordenador que circunscribe las fronteras entre los incluidos y los excluidos, otro dispositivo privilegiado a la hora de nominar lo social y asignar o vedar potestades a los sujetos: el mercado. El corrimiento o achicamiento del Estado abre paso al dominio exclusivo de las fuerzas mercantiles en la distribución de los recursos. Uno y otro administran la misma materia prima: los medios para la reproducción social, para el aumento cuantitativo y cualitativo de la vida. Donde uno advierte el problema de la escasez, el otro ve un negocio redituable. Donde uno ve abundancia, el otro ve acumulación de riquezas. Esa es la contradicción principal de las democracias en tiempos de capitalismo despiadado.

En la Argentina, la doxa que reza que la administración pública es ineficiente tuvo como correlato la privatización, concesión o disolución de 68 empresas estatales entre 1989 y 1999. El proceso fue graficado, sin inhibiciones ni elegancia en las formas, por el ministro de Obras y Servicios Públicos de Carlos Menem, Roberto Dromi: "Nada de lo que deba ser estatal, permanecerá en manos del Estado”. Con el nuevo siglo, los gobiernos populares rompieron el recetario del Consenso de Washington, recuperando, con mayor o menor éxito, la primacía de la política en las economías nacionales y la preeminencia de la soberanía popular sobre el control de lo público. Y eso es lo que no les perdonan. La persecución “tiene otro gran objetivo que es disciplinar. ¡Disciplinar!”, recalcó Cristina Fernández de Kirchner en el seminario del Grupo de Puebla, “porque quién se va a animar otra vez a, por ejemplo, tareas como la de recuperar las AFJP, o la de recuperar YPF, o la de decirle no al Fondo”.

El partido judicial viene a completar la tarea que inició el partido militar hace más de 40 años: suprimir el rol del Estado como igualador social y como contrapeso al salvajismo de mercado. Lo que el lawfare busca eliminar “es la idea de Estado como institución que debe atender las necesidades de la mayoría”, distinguió Silvina Romano. Y es, además, una distracción para que los gobiernos no puedan avanzar en las reformas en las que fueron encomendados por contrato electoral, acribillados a denuncias y medidas precautorias. Se trata de “un uso ilegítimo del derecho —evaluó Enrique Santiago— para que las fuerzas políticas tengan que dedicar el tiempo y el esfuerzo en defenderse más que para hacer ese trabajo popular”.

La proscripción de la democracia

En comunidades políticas de millones de personas es inviable que la voluntad popular se ejerza de manera directa. En consecuencia, los ciudadanos transfieren parcialmente su soberanía en las figuras de sus representantes. Las democracias modernas requieren de una estructura estatal de doble vía: por un lado, precisan instituciones de representación que impriman en el sector público la orientación comandada por el interés general y, por otro, necesitan de instituciones de participación que funcionen como instancias de control y redireccionamiento del poder delegado.

Hoy existe un superpoder que realiza el juicio de valor final sobre todas las actuaciones de los representantes populares. Son los jueces los que evalúan en última instancia las decisiones del resto de los poderes del Estado. La democracia ha sido reemplazada por una juristocracia.

“Cuando el poder judicial se convierte en el partido judicial se convierte en un actor político —especificó Baltasar Garzón en el foro de Derechos Humanos—. Pero no es un actor político que juega igualitariamente con los demás partidos políticos, porque no opera con el diálogo, la contradicción, ni tampoco con una elección popular. Opera con la violencia del Estado, con el monopolio de la violencia que ejerce contra sus oponentes políticos. Ya no son garantes de la democracia, son quienes atacan y roban la democracia”.

Un fantasma recorre las fojas de la proscripción de Cristina: la degradación de la democracia, reduciéndola a un mero procedimiento electoral sin lazo representacional. La salida también es política. Es, una vez más, poner en conflicto el orden erigido por poderes fácticos que pretenden inhabilitar la voluntad popular. “Porque se puede hacer, porque una vez lo hicimos”, resonó el martes en la Ballena Azul en la voz que no logran acallar.

Por Josefina Bolis

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