Educación: Competencia y elitismo

Actualidad 08 de marzo de 2023
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Los padres saben que el  desempeño escolar de sus hijos tendrá un papel decisivo en su futura trayectoria social,  y que los títulos tienen mucha influencia en el acceso al empleo y el nivel de ingresos  (Dubet, Duru-Bellat y Vérétout, 2010). Todo deriva del hecho de que el valor de esos  títulos sólo es relativo; depende de su escasez, de su selectividad y de su adecuación real o presunta a un segmento del mercado de trabajo. La «elección de la desigualdad», que cada cual se ve en la necesidad de hacer, es mucho más paradójica si se tiene en cuenta que se basa en un principio de justicia indiscutible: la igualdad de oportunidades meritocrática. Porque creemos en la igualdad de oportunidades y estimamos que los obstáculos sociales al éxito escolar deben eliminarse, la competencia continua se ha convertido en regla y todos están interesados en ahondar sus diferencias.

Las familias informadas ya no cuentan con la homogeneidad y la unidad de la escuela republicana, ni con la mera fuerza de los habitus familiares; deben hacer de todo para que sus hijos tengan éxito, y lo tengan en mayor medida que los otros. Las estrategias a las que se apela son bien conocidas. Hay que elegir la mejor escuela, pública o privada. Si el distrito escolar no es favorable hay que mudarse, escoger la educación privada, iniciar un trámite de excepción. Sea como fuere, hay que huir de los establecimientos populares cuando se  sabe que su nivel de exigencia y de éxito es demasiado pobre. Hay que escoger las mejores orientaciones y las disciplinas que hacen una diferencia. Hay que intentar que los niños estén un año adelantados y estimular los  aprendizajes precoces. Hay que procurar que los esparcimientos infantiles y juveniles favorezcan el éxito  escolar. No hay que vacilar en pagar clases de apoyo.

Las familias ya no pueden dejar que se ocupen otros; se movilizan alrededor de un éxito que terminará por ofrecer ventajas cruciales a  sus  hijos. En tanto que las  «antiguas» desigualdades escolares se apoyaban en grandes categorías sociales y  culturales y en la desigualdad de acceso  a  los  estudios secundarios, las «nuevas» se fundan en pequeñas desigualdades iniciales, siempre las mismas, pero que se suman y se multiplican hasta generar grandes desigualdades al final del camino. La herencia cultural ya no basta: también es preciso que las familias manejen con el mayor cuidado posible la escolaridad de sus hijos. Vista la incertidumbre que se cierne sobre este  tipo de competencia, a menudo todo transcurre en un clima de estrés y vaga culpabilidad. ¿Quién no ha participado alguna vez de esas conversaciones en que los padres describen su malestar cuando se ven obligados a elegir las desigualdades escolares y, en cierta medida, «trampear» y violar sus propios principios? ¿Quién no ha escuchado a docentes criticar el «consumismo escolar» de los padres, sin dejar de reconocer que estos no son los últimos en entregarse a ello?

El sistema escolar es elitista porque el modo de producción de las élites rige todas las jerarquías escolares y todo el sistema de formación, y porque determina la experiencia escolar de todos.

La suma de esas muchas estrategias no deja de tener efectos sobre el propio sistema escolar. Mientras que la escuela republicana malthusiana se basaba en un sistema fuertemente dividido en niveles de formación, cada uno de los cuales era muy homogéneo, la masificación competitiva multiplicó los clivajes y las jerarquías dentro del sistema educativo. Todas las diferencias se convierten en desigualdades. No todas las disciplinas valen lo mismo, porque algunas son más selectivas que otras. No todas las orientaciones valen lo mismo y, cuanto más selectivas son, mayor demanda tienen. No todos los establecimientos valen lo mismo, en función de su reclutamiento, su reputación y los sistemas de evaluación. No todas las formaciones universitarias valen lo mismo, y otro tanto puede decirse de las escuelas y los cursos preparatorios.

En esas desigualdades sutiles se producen y se reproducen las desigualdades sociales.  Es  allí donde estas  se refuerzan, porque el valor de un título obedece siempre a su desigualdad relativa. Detrás del decorado de un mundo escolar relativamente homogéneo, se despliega un sistema de selección en el cual no es difícil predecir los orígenes culturales y sociales de los «vencedores» y los vencidos». El sistema escolar francés no es elitista porque seleccione élites: todos los sistemas lo hacen y las élites no son vanas. Es elitista porque el modo de producción de las élites rige todas las jerarquías escolares y todo el sistema de formación, y porque determina la experiencia escolar de todos, incluidos los que ignoran la existencia misma de las formaciones de élite.

A  fin de cuentas, la propia oferta escolar  se torna desigualitaria. A decir verdad, no sólo no todos los alumnos entran a la misma escuela, sino que los más favorecidos acceden en general a formaciones más onerosas y de mejor calidad que las otras: los docentes tienen mayor antigüedad, las opciones son más numerosas, los estudios son más prolongados.

Parecería equitativo equilibrar la distribución de los  medios y, en un período difícil,  desvestir un poco a un santo para vestir un poco a otro. En ello se conjugan a la vez los intereses bien entendidos y la creencia más o menos ingenua en la justicia meritocrática. Los grupos sociales y los segmentos del sistema escolar que sacan ventaja de esas desigualdades consideran que no es posible tocar la arquitectura de un sistema que, según dicen, ha dado pruebas de su valía. Cada uno protege su territorio en nombre de la defensa de la gran cultura, del porvenir de la nación y, a  veces, de la defensa de los más meritorios, porque podría parecer normal que los mejores alumnos recibieran más recursos, como en los cursos preparatorios. A lo sumo, se aceptará que ciertos dispositivos específicos permitan a  algunos alumnos humildes incorporarse a las formaciones elitistas, a condición de no poner en entredicho el orden de las jerarquías del sistema. El riesgo político que implica cambiar las reglas del juego parece insuperable, como bien lo saben los ministros que se aventuraron a intentarlo. Y la urgencia por modificar las cosas es mucho menor, porque las categorías sociales que pierden en el juego escolar no tienen ni los recursos ni la legitimidad que les permitirían hacer oír sus voces. Por eso, sólo aparecen en el debate escolar bajo la forma de problemas sociales: abandono y violencias escolares,  deserciones familiares. De esta forma, parecen haberse convertido en los responsables de su propio infortunio.

Por François Dubet * Le Monde Diplomatique

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