





Me pasan cosas con los carteles de agradecimiento que le dejan a Cristina en las paredes de su casa. Esos carteles cobijan la memoria de un país. Son hojas que caen de aquel árbol que regamos juntos y que nos dio sus frutos. Esos carteles son el habla de la memoria atacada por un olvido planificado. Son la espina de la rosa. Son poderosos esos carteles, por eso los saca la policía. Son un medio de comunicación.


Se me cruza por la cabeza, no tan azarosamente, que cuando murió Néstor, en 2010, no eran carteles solamente, eran cartas, miles y miles de cartas llegadas de todo el país y dirigidas a ella en ese momento de zozobra. Una de las que ordenaron y clasificaron esas cartas para que Cristina las leyera fue Mayra Mendoza. Cuando ella me lo contó, en una de las entrevistas para el libro, habló de esas cartas como si hubiese tenido algo sagrado entre las manos.
Lo fui entendiendo con el tiempo. En esos sacudones emocionales que nos produjeron los grandes momentos de pérdidas, de derrotas, de adversidades, reaparece el pueblo ya hecho, ya construido, ya creyente en sí mismo y atropellado por su propia pasión. Y esa pasión no existe si no retoma lo que la ultraderecha quiere guillotinar: el deseo libidinal y transformador de la política. Miren los ejemplares que hay ahora en el Congreso. Ellos mismos son la profecía autocumplida de que “la política” es un circo de canallas arribistas en busca de privilegios.
En los carteles que le dejan ahora a Cristina, más específicamente en los manuscritos, los que no son en serie, los que quizá tampoco tienen firma, me detuve mucho tiempo. Es notable y curiosa la sabiduría popular: los agradecimientos por políticas públicas suelen indicar solo filiación: es el propio jubilado o su hijo o su nieto el que agradece la moratoria o la jubilación de ama de casa, o las chicas que agradecen porque fueron criadas gracias a la AHU, o los que tuvieron su primera casa por el Procrear, o los que el Estado les dio su primera computadora. En los agradecimientos por la salud pública o alguna política que salvó vidas, hay más información, nombre de hospital y hasta DNI. El pueblo respeta los protocolos que ni el poder judicial ni los grandes medios respetan.
En fin, en todos esos carteles yo hubiera fijado domicilio existencial, porque en medio de este desquicio y esta orgía de crueldad en la que se hunde el mundo, una necesita paisajes aliviadores, escondites emocionales. Este mundo espantoso que es el estertor del imperio agonizante está gobernado por tipos que exhalan odio como Milei en Puerto Madero, del tipo Linda Blair en El exorcista. Faltaba que se le diera vuelta la cabeza cuando hablaba de los estatales.
Odian a los niños, los matan de maneras escalofriantes. Esta inmundicia de tormenta cerebral que abate a este Occidente senil. Este tajo que abren en la inocencia y ese hambre de muerte que los anima pone en peligro todo. Los niños de Gaza van a morir todos. Se extingue a un pueblo desde su infancia. No estoy segura de que estemos dimensionando el daño por venir si a esta gente no se la detiene.
Sin embargo, en esta época demencial también suceden cosas increíbles: en Nueva York, por ejemplo, un musulmán creyente y socialista le ganó a Cuomo la interna demócrata. Posiblemente el treintañero Madmani sea quien politice a neoyorquinos que nunca votan y tenga una nueva base. Esta vez es joven, socialista, musulmán. Algo insólito puede pasar en Nueva York, y el que lo posibilita es Trump. Todo se polariza como nunca antes.
Y por supuesto que otra cosa insólita es lo que pasa con el balcón de Cristina. La confirmación de la sentencia le transfundió una templanza que este país tiene que agradecerle. En ese balcón no solo hay carteles que hablan de cuando teníamos veinte años menos. Hay estudiantes que se reciben y van a sacarse la foto abajo del balcón de Cristina. Pronto habrá recién casados con su foto. San José 1111 en dos semanas se convirtió en un símbolo de la resistencia al fascismo. Por fin muchos más de animan a ver lo que hay enfrente. Esto es: una encerrona sin salida para opositores. Se llama fascismo.
El alivio que me dan esos carteles es que hay muchas personas en ese/este país que hablan que no perdieron la cabeza en la guerra cognitiva, que no recuerdan el pasado como lo cuenta hoy el poder mafioso, sino como ha quedado marcado en sus cuerpos y en sus almas.
En ese sentido, los pobres son los dueños de la gratitud. Pero también los más indefensos contra las nuevas estrategias de destrucción cognitiva. Muchos de ellos están pensados para ser así, para ser las bases zombies de estas fuerzas neofachas. Lo hacen en todas partes.
En tiempos de tanta confusión y generalidades, de tanta putrefacción y también de esperanzas renacidas, es bueno detenerse y anidar en lo pequeño, en lo anónimo, en lo popular por excelencia, lo que no tiene autor. Lo que crea un pueblo que es pueblo porque crea.
“Gracias por el Hospital El Cruce”; “Gracias a vos me curaron el cáncer”; “Gracias por mi abuela jubilada”; “Gracias por la computadora”; “Gracias a vos tengo mi verdadero nombre”; “Gracias por el techo, Cristina”. Y tantos, tantos, tantos destinos marcados para bien por la política.
Gracias.
Por Sandra Russo / P12







