Tragedia en la Antártida: caída en una grieta, un hombre que esperaba ser rescatado y un cuerpo desaparecido

Historia 06 de marzo de 2023
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Dentro de la grieta, a unos sesenta metros de helada profundidad, el sargento ayudante mecánico Bladimiro Lezchik estaba consciente. Tenía una fractura expuesta en el hombro izquierdo y sangraba de una profunda herida en el cuero cabelludo.

El vehículo que manejaba, un Snocat, había caído en una traicionera abertura de hielo que la nieve disimulaba. Su compañero, el sargento ayudante Oscar Kurzmann, 35 años, yacía fuera del vehículo destruido. Estaba muerto.

Permaneció varias horas en la oscuridad total. Mientras pedía auxilio, pensaba en su familia, en sus hijos. En un momento se resignó y se encomendó a Dios.

Cuando uno de sus compañeros bajó con cuerdas para rescatarlo, se estaba congelando, se encontraba al límite de sus fuerzas y lo dominaba ese sueño del que es imposible despertar.

Era su primera misión en la Antártida, a donde siempre había soñado con ir, que aprendió a conocerla a través de los relatos del general Jorge Leal y que cuando la pisó quedaría enganchado para siempre. Decía que era como un imán, un amor, al que siempre se quiere volver.

Bladimiro (sí, con b larga, así lo anotaron) era un formoseño nacido en Colonia El Zapallito y su infancia la vivió en El Colorado, una ciudad del sureste provincial, a orillas del río Bermejo. Allí se había establecido su papá, un ucraniano que en su país se ganaba la vida como sastre, que viajaba en carretones haciendo ropa y que en los duros meses de invierno en los que no se podía salir, hacía teatro.

Con un grupo de amigos vino a la Argentina y cuando quiso regresar había estallado una guerra civil entre Rusia y Polonia. Sabía que si volvía sería enrolado y se quedó. El apellido original familiar es una seguidilla interminable de consonantes, y el empleado del registro civil lo escribió como lo escuchó y así quedó.

En Formosa hay una colonia importante de ucranianos. Los Lezchik se dedicaron al campo y Bladimiro, hasta que entró en la primaria, solo hablaba el idioma paterno. Al finalizarla, como en la zona no existía la escuela secundaria, lo mandaron a que se formase en la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral.

En 1961 se casó con Lidia Martyniuk, también de padres ucranianos. Los presentó una prima a fines de 1957 cuando volvían a El Colorado en esos interminables viajes en tren al Chaco y luego en colectivo hasta el pueblo de los que durante el año estudiaban en Buenos Aires.

Cuando en 1970 compraron un terreno y construyeron una casa en Rosario, lo hicieron con un crédito. Pagar las cuotas era cada vez más difícil, y la solución que vio Bladimiro fue la de ofrecerse a participar en una misión en la Antártida, por el importante plus que se cobraba.

El sueño de Lezchik era ir al continente blanco, pero no había tenido la suerte de ser convocado, a pesar de las veces que se había anotado. Hasta que resultó seleccionado.

Primero los enviaron al sur para aclimatarse al frío y a la nieve. Su esposa Lidia, que había trabajado hasta que se casó, se quedó sola con dos hijos Elbio, de 9 años y Noemí de 5, en un barrio donde en su cuadra solo había una casa y el resto eran baldíos. Antes de irse Lezchik, que tenía facilidad para arreglar lo que fuera, incorporó pasadores extras en las puertas y ventanas.

El 18 de enero de 1972 los 34 hombres, entre militares y civiles, llegaron a la Antártida. Para algunos era su primer viaje y otros ya tenían experiencia.

La primera tarea fue titánica. Trasladar la carga que traía el Rompehielos San Martín unos cinco kilómetros cuesta arriba hasta la Base Belgrano.

El 8 de febrero, después del almuerzo, salió en su primera misión. Integró una patrulla de diez hombres, comandados por Carlos Fontana, un teniente primero que había quedado prendado de la Antártida luego de leer Cuatro años en las Orcadas del Sur, de José Manuel Moneta. Cumplió 30 años en el continente blanco.

La patrulla partió de la Base General Belgrano hacia la Alférez Sobral, una base científica inactiva, ubicada a los 410 kilómetros al sur. Debían actualizar la ruta y abastecerla con víveres y combustible, porque el plan a futuro era el de reactivarla. Desactivada en octubre de 1968, la Sobral actualmente está sepultada en el hielo.

Había que hacer el viaje cuanto antes, porque se acercaba la noche polar. Fontana consideró que la orden no tenía sentido, porque la nieve y el hielo estaban blandos y los peligros aumentaban.

Iban en cuatro Snocat, el “Córdoba”, “Chaco”, “Venado Tuerto” y “Santiago del Estero”. Cada uno de ellos arrastraba tres trineos. Lezchik conducía el “Chaco” y lo acompañaba el sargento ayudante Oscar Kurzmann, quien ya en 1964 había integrado la dotación de la Base Esperanza.

En los mapas que llevaba el grupo, estaban marcadas las zonas de grietas, reunidas en un tramo de unos 60 kilómetros. Circulaban en segunda y pinchando el terreno para ubicar posibles aberturas.

A las 23:40, en el kilómetro 72, el “Santiago del Estero” dio la voz de alarma: el “Chaco” había desaparecido en una grieta.

Solo se veía un agujero oscuro, del que se desprendía lo que Fontana describe como “humo de mar”, con un fuerte olor acre. Ante los llamados a los gritos, solo respondió Lezchik. Pedía que lo sacasen. Enseguida, se preparó la operación de rescate.

Lezchik, quien había logrado salir del Snocat, vio que su compañero estaba sobre un balcón de la grieta, muerto. Sentía cómo la sangre le corría por el rostro y cómo su cuerpo se enfriaba. A medida que pasaba el tiempo, conocía el inexorable destino.

En la superficie, sus compañeros se habían organizado a contrarreloj. El sargento Domínguez se ofreció a bajar, porque era el que menos pesaba. Cruzaron tablas sobre el inmenso boquete, lo ataron a varias cuerdas de nylon y lo descendieron, pero cuando la cuerda llegó a su límite, escucharon sus gritos de que no llegaba al lugar. Debieron añadir dos tramos más.

El Snocat estaba destruido, a unos sesenta metros de profundidad. Domínguez constató que Kurzmann había fallecido. Entonces se ocupó de Lezchik.

Ató a ese hombre corpulento de 1,92, quien le pasó su brazo sano por el cuello. Trabajosamente, los subieron.

Una vez en la superficie se le aplicó morfina, se le inmovilizó el hombro y le dieron treinta puntos de sutura, sin anestesia, en el cuero cabelludo. Estaba con hipotermia y se le hicieron las maniobras para estabilizarlo. Debían llevarlo a la base porque su vida corría peligro y se estaban quedando sin morfina.

Mientras era asistido, el teniente Juan Carlos Videla y Leonardo Guzmán (con 14 invernadas en la Antártida en su haber) bajaron para rescatar el cuerpo del compañero muerto. Vieron que tenía la cabeza aplastada. La cubrieron con la capucha de su campera.

Cuando estaban izando el cuerpo, la cuerda se cortó y el cuerpo cayó al vacío. Con una temperatura de 20 grados bajo cero, los hombres exhaustos y un herido de consideración el jefe, si bien en un momento pensó en dividir la patrulla, ordenó regresar a la base.

Se improvisó una cruz de madera, se colocaron jalones para señalizar el lugar y nueve hombres acongojados partieron. Regresaron al lugar el 25 de febrero, cuando el tiempo así lo permitió. Fueron en tres Snocat y en uno llevaban un féretro de madera construido por el sargento ayudante Aragón y por el sargento Domínguez. Para hacerlo, tomaron como medida la altura del jefe de la base.

Al llegar al lugar, vieron que la cruz de madera estaba en pie pero que la grieta se había cerrado. Abrieron otros agujeros y se bajó un farol que, por la diferencia de temperatura, estalló. Sabían que nada podía hacer y regresaron.

En noviembre de 1972 un tambor de combustible lleno de hielo con una cruz de metal, asegurada con cables de acero, sirvió como monolito en homenaje al compañero muerto.

Para la patrulla, fue un hecho premonitorio. Días atrás Kurzmann había confesado a Fontana que el día que muriese, deseaba descansar en la Antártida. Ya había estado en otras temporadas en las bases Esperanza y Matienzo y se notaba su vocación por estar allí.

Lidia Lezchik se enteró del accidente porque la policía se acercó a su casa con un mensaje de la Dirección del Antártico. El desafío fue entonces hablar por teléfono con su marido.

Antes de partir, Lezchik había pedido, infructuosamente, una línea telefónica e n un barrio en la que brillaban por su ausencia.

Su hijo Elbio recuerda que había dos formas para hablar con su papá. Una, ir al comando en Rosario, donde se hacía un enlace con la Base Belgrano y la otra era una llamada telefónica. Como la familia no tenía teléfono, iban a la casa de una vecina, a unas cuadras, o bien usaban la cabina telefónica de la terminal de ómnibus. El procedimiento siempre era el mismo: había días y horas prestablecidas para hacerlo, se pedía la llamada y había que esperar. A veces una eternidad.

Fruto de la solidaridad, los integrantes de la base contaban con los servicios del radioaficionado LU2AO, que cedía una hora todos los domingos para que pudiesen comunicarse con sus familias.

Recién una semana después del accidente, la mujer pudo hablar con su marido. No eran transmisiones limpias, había mucho ruido que provocaba que las voces se distorsionasen. “Es como cuando uno intenta hablar debajo del agua”, explicó. Además, debían cerrar una pregunta o una frase con un “cambio”.

Enseguida surgieron las dudas en la mujer. ¿Y si no era su esposo quien le hablaba? ¿Si era un compañero que se hacía pasar por él porque estaba más grave de lo que le habían dicho? Esas preguntas se las hacía siempre de regreso a casa luego de cada comunicación. Era invierno y la mujer y sus dos hijos dormían juntos en la cama matrimonial para sentirse menos solos.

En esas charlas, siempre ocurría lo mismo: no bien Elbio escuchaba la voz de su padre, la emoción lo ganaba, no podía hablar y se cruzaba a la plaza de enfrente a calmarse.

Lezchik debió permanecer en la Antártida porque los hielos se cerraron y la vía por mar se cortaba. Operado por el doctor Bianco, allí se curó el hombro luego de cuatro meses de convalecencia. Sus compañeros decían que era un “polaco” fuerte y duro. También lo apodaron “ruso” y “alemán”.

El regreso fue en una navegación agitada en el rompehielos hasta Ushuaia, donde abordaron un Hércules. Toda la familia lo fue a esperar a El Palomar. La incógnita de su esposa era con qué persona se encontraría. Esa noche la expectativa fue eterna porque fue el último en descender de la máquina. “¿No lo vieron a Lezchik?”, preguntaba a cada uno de los que bajaba. “Si, si…”, era la respuesta. Pero nada más.

A Lidia se le partió el alma ver a María Teresa, la esposa de Oscar Kurzmann, sola, esperando el bolso con las pertenencias de su infortunado marido, entre ellas libros de Arthur Schopenhauer escritos en alemán.

Fue el último en aparecer. La familia, aliviada a ver que podía moverse por sus propios medios, corrió por la pista hasta el pie de la escalerilla hacia ese hombre grandote irreconocible porque se había dejado la barba. No hubo palabras, sino besos y abrazos. Se sorprendió al ver a sus hijos más altos.

Siguieron horas interminables de charlas, donde contó sus vivencias. Se tomaron un mes de vacaciones y al regreso fue el turno de hacerse los estudios. Le había quedado un pequeño hueso del hombro un poco más levantado.

Sufría de intensos dolores de cabeza y debió someterse a un tratamiento psicológico por sus pesadillas recurrentes en las que soñaba que caía en la grieta.

Pasó a realizar tareas pasivas en la fábrica militar de Rosario y en 1974 lo jubilaron por invalidez. Le recomendaron que se dedicase a algo que no tuviera que ver con su profesión. Así fue como se hizo taxista en Rosario. La llegada de Vanesa lo había convertido padre por tercera vez.

Según lo recuerda su hijo, era una persona silenciosa, un tanto retraída, con una vida interior muy fuerte.

También era pastor evangélico y con su esposa se transformaron en los referentes del templo “Santuario de fe”, en Provincias Unidas al 2000, cerca de la salida de Rosario hacia Funes, donde asisten cerca de cinco mil fieles. Ambos habían sido criados en esa religión.

Era muy detallista en todo lo que emprendía y él mismo arreglaba el auto cuando se descomponía. Le gustaba cocinar y había heredado del ejército dotes de organizador. Ese hábito lo convirtió en un referente de las grandes campañas del evangelismo.

El sábado 30 de abril de 2005 se dirigía en su Peugeot 405 junto a otros pastores a un encuentro en la ciudad de Buenos Aires. En el kilómetro 268 de la autopista Rosario-Buenos Aires, a la altura de Arroyo Seco, había mucha niebla y humo, y debieron detenerse al final de una larga fila encabezada por un automóvil que frenó porque no quiso continuar en esas condiciones. Quedaron detrás de un camión y otro, cargado de soja, no frenó a tiempo. Lezchik, al volante, murió instantáneamente junto a otro. Un tercero, Norberto Carlini, salvó su vida.

Tenía 58 años.

Carlos Fontana guardó silencio y luego de cincuenta años decidió contar lo que había ocurrido aquel febrero de 1972. El 21 de septiembre del año pasado se organizó un acto, en el que se le entregó a los sobrinos de Kurzmann su legajo.

Noemí Lezchik contó a Infobae que a su papá se le nublaban los ojos de pena al rememorar al compañero muerto, y fue un recuerdo que lo acompañó toda su vida. Ella dice que tuvo dos muertes, una cuando tuvo el accidente, en el que volvió a nacer al ser rescatado y luego en la autopista donde, ya lejos de los hielos antárticos que tanto lo apasionaban, dejaba su vida ese hijo de ucranianos que había aprendido el español en la escuela y que todo lo que emprendía en la vida lo hacía con la misma pasión con la que vivió.

Fuentes: Entrevistas a Lidia Martyniuk, Elbio Lezchik, Noemí Lezchik y Carlos Fontana.

Nota:infobae.com

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