Cómo parar la avalancha

Economía 23 de diciembre de 2022
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La economía se encuentra en una situación crítica. Los argentinos nos acostumbramos a convivir con un 100% de inflación anual. Pero esa costumbre es más bien una resignación. ¿Cuán grave es una inflación de 100%? Pensar qué porcentaje de inflación es adecuado y cuál no es algo menos sencillo de lo que parece. En principio, resulta claro que 100% es peor que 10%. Pero, ¿cuánto estaríamos dispuestos a ceder parar ir de 10% a, digamos, 5%? Cuando le preguntaron a Alan Greenspan, uno de los presidentes más importantes de la Reserva Federal de Estados Unidos, cuál era la tasa de inflación óptima, en lugar de responder con un número mágico propuso un concepto: la tasa de inflación óptima es aquella que es tan baja como para que los agentes económicos no la tomen en cuenta a la hora de tomar decisiones. Si a la hora de decidir mi trabajo, mi inversión, mi proyecto de vida, mi carrera, mis vacaciones o la próxima compra en el supermercado no considero la inflación, entonces la tasa de inflación puede ser denominada óptima.

Entonces, ¿cómo caracterizaríamos una tasa de inflación que es prácticamente la única variable que importa a la hora de tomar una decisión, como pasa hoy en Argentina? La respuesta resulta sencilla. Si cuando la inflación no se toma en cuenta es óptima, cuando la inflación es prácticamente lo único que consideramos a la hora de tomar decisiones entonces esa inflación es pésima: el peor de los mundos. Por eso, por más que todos los días nos levantemos para salir a trabajar y que las cosas de uno u otro modo sigan funcionando, lo cierto es que lo hacen de una manera muy dificultosa. Con esta tasa de inflación el día a día resulta complicadísimo. Y eso vale para un gran banco pero también para un empleado de comercio o un pequeño empresario. 

Además, igual que con la velocidad, el riesgo de un choque fuerte cuando la economía viaja al 100% de inflación es mucho mayor que al 25%. Y no es lineal: una tasa de inflación de 100% no es “cuatro veces más riesgosa” que una de 25%. En ciertos fenómenos económicos, la diferencia cuantitativa termina, a partir de cierto punto, convirtiéndose en una diferencia cualitativa. A 20 grados el agua está templada; a 10, fría; a 0 grados es otra cosa: se convierte en hielo. Con 25% de inflación, el poder adquisitivo puede mejorar y la pobreza y la desigualdad bajar. Con 50% de inflación lograr esos mismos resultados es muy difícil. Con 100%, imposible.

Las causas

¿Por qué tenemos esta tasa de inflación? Con el objetivo de facilitarle la vida al lector no especializado vamos a utilizar una metáfora que nos acompañará a lo largo de la dificultosa tarea de explicar la inflación argentina. Recurriremos a la figura de la avalancha. ¿Quién tiene la culpa de una avalancha? Se podría decir que el primero que empuja, pero sería una verdad a medias. Porque, en primer lugar, ese empujón quizás haya sido un accidente. Y además, si el empujón ocurriera en una superficie plana no se produciría una avalancha. Para que ocurra una avalancha, entonces, se necesita un impulso inicial, pero también condiciones objetivas que la propaguen. Por otro lado, ¿tiene sentido, en medio de una avalancha, ponerse a buscar al culpable? ¿O lo importante es frenarla? Pero no se trata solo de frenar la avalancha; también es necesario alterar los lugares. ¿Cómo hacer para detener la avalancha y, al mismo tiempo, cambiar el lugar de los agentes económicos, adelantar a los que venían atrás y retrasar a los que estaban adelante?

Siguiendo con la metáfora, definimos a la inflación como un proceso con tres causas que se deben atacar, sobre todo cuando hablamos de una inflación alta como la que atravesamos hoy.

La primera causa son los factores estructurales. La inclinación de la superficie, el hecho de que todos los participantes estén de pie, la ausencia de para-avalanchas. Cuando vamos a la economía, y dependiendo de cada situación histórica en particular, podríamos señalar el exceso de demanda, los choques de costos, la debilidad de la moneda y la propia historia inflacionaria del país, entre los principales.

La segunda causa es el proceso inflacionario en sí mismo, es decir la propia avalancha. En una avalancha, el de adelante corre para que el de atrás no lo pise, el de atrás escapa del siguiente, y así. Ese proceso, que muchas veces recibe el nombre de “inercia inflacionaria”, es una de las características más salientes de este tipo de fenómenos, la que se ve en la superficie y la que en general se lleva la mayor parte de las discusiones, ocultando las causas estructurales. Las permanentes subas de los costos, el “aumento mis precios porque me aumentaron mis insumos”, el “aumento porque todo aumenta”, las continuas remarcaciones, los aumentos “por las dudas”, entre otros. 

La tercera causa de la inflación son los precios relativos y la puja distributiva. En una cancha de fútbol, muchas veces una avalancha ocurre porque el que está atrás quiere ver mejor el partido. Al empujar para mejorar su posición relativa –en un marco estructural que no favorece la estabilidad–, puede terminar desatando la avalancha. Esto es así porque correr hacia abajo es la principal forma de protegerse, ya que permite mantener una posición relativa a pesar de que el de atrás empuje para quedar primero. Cuando los trabajadores intentan incrementar su poder adquisitivo, o cuando las empresas hacen lo propio por mejorar su rentabilidad, la reacción del resto de los actores económicos apunta a defender su posición relativa (su nivel de ingreso real, para decirlo técnicamente). Si esta defensa ocurre en un escenario de debilidad estructural como el actual, lo más probable es que nadie termine mejorando su posición relativa (su lugar en la tribuna), pero sí generando inflación (una avalancha). Nótese que un problema de precios relativos –es decir de lugares en la tribuna– significa que ciertos precios son “demasiado baratos” y otros “demasiado caros”. Si reemplazamos precios por salarios, ganancias y renta, en lugar de referirnos a un problema de precios relativos hablamos de puja distributiva.

Esto es peor que una híper

Una de las características más delicadas de la inflación actual, que técnicamente recibe el nombre de “inflación crónica”, es lo que en economía se denomina “equilibrio estable”. Cuando el sistema económico alcanza un “equilibrio estable” es porque no existe ninguna fuerza endógena que lo pueda sacar de ese lugar. E incluso más: las pequeñas perturbaciones tampoco alcanzan a modificar ese equilibrio, que en nuestro caso es la inflación alta. Para entender qué es un equilibrio estable imaginemos que ponemos una uva dentro de un tazón. La ley de gravedad hará el trabajo de dejar a la uva en el fondo. Ese es el equilibrio, que se denomina estable porque, si nada pasa, la uva no se moverá de ese lugar. E incluso si movemos un poco la taza, la uva se moverá por las paredes del tazón pero, al final, volverá al fondo. Para sacar a la uva de ese equilibrio se necesita un shock.

A diferencia de lo que ocurre con las inflaciones crónicas, las hiperinflaciones, es decir los aumentos de precios descontrolados, son un “equilibrio inestable”: una vez que un sistema económico entra en una hiperinflación es muy difícil que permanezca en ese estado por mucho tiempo. Sería, siguiendo con la imagen anterior, como dar vuelta el tazón y poner la uva sobre la base. Si bien la uva puede permanecer en ese estado durante un tiempo breve, cualquier mínima perturbación la hará caer al piso.

¿Por qué la inflación crónica, a diferencia de una híper, es un fenómeno que persiste en el tiempo? Porque es justamente el comportamiento de los agentes económicos para defenderse de la suba lo que tiende a perpetuar la inflación. Esto es la indexación. Los trabajadores con sus salarios, las empresas con sus precios, los movimientos sociales con sus planes, los jubilados con sus jubilaciones y los propietarios con sus alquileres, todos aprenden rápidamente que la mejor manera de defenderse es tratar de que sus ingresos se muevan al ritmo de los precios. 

Paradójicamente, es posible que de este modo los ingresos de cada sector pueden mantenerse en términos de poder adquisitivo. Sin embargo, el efecto global es la persistencia de la inflación. Y en un contexto en donde no todos los actores económicos pueden protegerse de la misma manera, ya sea por desconocimiento o debilidad, la inflación genera daños en aquellos que “la corren de atrás”. Como en una avalancha, lo que es bueno para cada uno de los participantes (correr hacia adelante, es decir, pujar para indexar) no es bueno para el conjunto.

El menú de alternativas

La inflación hoy ronda el 6,5% mensual. Para evitar mayores problemas, la política de ingresos parece decidida a generar una convergencia en torno a esa velocidad. Es por esa razón que el tipo de cambio, la tasa de interés, los salarios y los precios de los servicios regulados aumentan (con variaciones en cuanto al timing) a ese ritmo. A partir de esa convergencia, el programa Precios Justos, junto a otros acuerdos sectoriales (nafta, medicina prepaga, etc.), intenta funcionar como una especie de para-avalanchas. Sin embargo, en una avalancha inflacionaria no todos los precios son iguales: el precio de un producto no es igual de importante que el de los salarios, el tipo de cambio, los alquileres o la tasa de interés. Estos precios básicos son los determinantes.

Es por eso que los acuerdos de precios deben ser un componente importante de un programa inflacionario, pero nunca su centro. En el marco de un programa integral, Precios Justos podría ser una herramienta efectiva no solo para marcar el ritmo de la desinflación, sino también para ayudar a un nuevo esquema de precios relativos (el lugar de cada actor y de cada producto y servicio en un nuevo equilibrio; la posición en la tribuna) más racional.

Sucede que, aunque la inflación es el síntoma más claro del problema, el desequilibrio de precios relativos no solo es una de sus causas, sino también el factor que probablemente más contribuye al malhumor social. Para entender el grado de distorsión que genera la combinación del control de cambios que engendra dólares paralelos, el control de las importaciones y el fenómeno de la inflación crónica, basta reflexionar acerca de algunos aspectos de la vida cotidiana. Para ello nos focalizaremos en unos pocos precios. Y dado que hablamos de precios relativos, vamos a comparar a Buenos Aires con Nueva York. Aunque los niveles de ingresos de esas dos ciudades son distintos, cuando hablamos de precios relativos esa diferencia no importa, porque estamos hablando justamente la relación entre un precio y otro. Veamos.

En Buenos Aires, un par de zapatillas cuesta en promedio 50.000 pesos, el alquiler de un monoambiente en un barrio acomodado alrededor de 100.000, y el consumo de 400kW/h de electricidad (que representa al 80% de los hogares de la ciudad) 1.000 pesos. Un asalariado del sector privado percibe, en promedio, 150.000 pesos. Así, una persona asalariada que trabaja en el sector privado (que, dicho sea de paso, se encuentra en la parte más alta de la distribución del ingreso) cobra el equivalente a 3 pares de zapatillas, con dos tercios de su salario paga el alquiler y con su salario, 150 veces la electricidad. Como cualquiera puede deducir, lo razonable sería poder comprar más zapatillas y alquileres, y pagar más por la luz.

En Nueva York, las zapatillas cuestan 100 dólares, el alquiler 2.000 y los mismos 400kW/h valen 1.000 dólares. En promedio, un trabajador del sector privado gana 7.000 dólares. Aunque, por supuesto, un trabajador neoyorquino se encuentra en una posición absoluta más favorable que uno porteño (gana más en zapatillas, alquileres y electricidad), los precios relativos parecen tener más sentido. En Buenos Aires, un alquiler equivale a dos pares de zapatillas, y un par de zapatillas equivale a 50 boletas de luz. En Nueva York es al revés.

En este contexto, el objetivo del gobierno es elevar el poder adquisitivo del salario. Pero ya sabemos que el camino al infierno está plagado de buenas intenciones. En la actualidad, además del descalabro de precios relativos, el poder adquisitivo del salario se encuentra en los mismos niveles que en 2019, es decir al final del gobierno de Mauricio Macri, en el sector formal, y casi 20 puntos por debajo en el sector informal. Cuando la inflación corre al 100% anual, una herramienta como la paritaria, que se demostró efectiva para compensar inflaciones de entre 20 y 40%, termina resultando contraproducente.

Entonces, ¿por qué el objetivo central del gobierno no es bajar la inflación implementando un programa de estabilización? Tal vez sea porque la historia argentina está plagada de experiencias en las que se intentó reducir la inflación con planes de ajuste estructural. Típicamente, esos planes reducían el poder adquisitivo del salario, incrementaban el desempleo y además terminaban disparando la inflación. Quizás sea por estos motivos que las fuerzas progresistas y populares están convencidas de que bajar la inflación “es de derecha”.

Sin embargo, lo que puede ser cierto para inflaciones bajas o moderadas deja de serlo para inflaciones como las que hoy sufre Argentina. En general, la reducción de una inflación alta, del orden del 100% como la actual, mejora la distribución del ingreso, no solo por el efecto expansivo sobre el conjunto de la economía, sino porque (si el programa está bien calibrado) puede recomponer el poder adquisitivo del salario y mejorar la distribución del ingreso.

Si la respuesta del gobierno al drama de la inflación es débil y exhibe inconsistencias, la propuesta de la oposición es directamente equivocada. El enfoque opositor, bien resumido en el último libro de Mauricio Macri, ¿Qué hacer?, consiste en aplicar un ajuste fiscal combinado con una baja de impuestos, un conjunto de reformas estructurales (laboral, previsional y fiscal), una corrección del tipo de cambio, un aumento de las tarifas y modificaciones al esquema de administración del comercio exterior y del flujo internacional de capitales. Esta política no solo es socialmente insostenible sino sencillamente incorrecta. Utilizar estas herramientas tradicionales para enfrentar una inflación crónica solo contribuye a agravarla, además de empujar la economía a una recesión. Resulta notable que luego de que el programa de emisión y déficit fiscal cero de 2019 duplicara la inflación, la oposición todavía insista con lo mismo.

En cierto modo, el problema de enfoque de la oposición es similar al del oficialismo. La idea de que un fuerte ajuste fiscal y una baja de salarios lleva a una reducción de la inflación puede ser correcta para inflaciones moderadas. Hasta hace un par de años, Estados Unidos registraba índices promedio de 2 o 2,5 % anual, pero la salida de la pandemia y el impacto de la guerra de Ucrania elevaron la inflación al 9%. Frente a ello, el presidente de la Reserva Federal anunció una serie de medidas que probablemente aumenten el desempleo, con el objetivo de evitar un incremento aun mayor si la inflación se desborda. En suma, la recesión como vía para contener la inflación puede ser una estrategia válida para inflaciones moderadas. Pero para regímenes de inflación crónica es necesario apelar a otras herramientas.

Qué hacer

Como dijimos, frenar una inflación del 100% equivale a detener una avalancha. Todos deben parar al mismo tiempo, porque si se frenan solo algunos los que vienen atrás se los llevarán puestos. Pero además, al mismo tiempo que frenamos la avalancha (bajamos la inflación) es necesario cambiar las posiciones relativas en la tribuna (modificar los precios relativos). El nivel de los salarios es muy bajo en relación a los bienes (zapatillas pero también alimentos, ropa, etc.); también es bajo en relación a los alquileres, pero muy alto en relación a los servicios públicos. ¿Tiene sentido esta configuración de precios relativos? Como aquí no nos proponemos cuestionar el capitalismo sino más bien recuperarlo, quisiéramos un país con más consumo, en el que más gente logre un mejor acceso a zapatillas, ropa y comida, lo que sólo podrá lograrse, por ejemplo, si el alquiler no se lleva la mitad del salario.

La situación actual requiere de un programa de shock que reconfigure los precios y que, a partir de ese nuevo equilibrio, reduzca drásticamente la inflación. Una corrección del tipo de cambio oficial (una devaluación) que busque achicar sustantivamente la diferencia con los dólares paralelos es central para eliminar la principal anomalía de nuestra economía: la existencia de más de un tipo de cambio. Sin embargo, si la devaluación, como suele ocurrir, reduce aun más el salario real, entonces el resultado será agravar uno de los principales problemas sociales, económicos y políticos.

La corrección del tipo de cambio que aquí se propone debe venir acompañada de dos medidas adicionales: una suba del salario por encima de la devaluación y un aumento de las retenciones que contribuya a desacoplar los precios internacionales de los precios locales de los alimentos (reduciendo de este modo el impacto sobre el salario) y achicar el déficit fiscal (por vía de un aumento de la recaudación). ¿Se trata de algo simple, un mundo color de rosa? ¿El salario ganará la carrera y ya? Por supuesto que no.

La baja del déficit fiscal no solo debe estar apoyada en el incremento de los ingresos por la vía del aumento de las retenciones, sino que también debe lograrse recortando el gasto en subsidios, incrementando las tarifas de los servicios públicos por encima de la suba del salario para el 65% de la población que está en condiciones de afrontar dicha suba. De esta manera, el nuevo conjunto de precios relativos implicaría un aumento del salario en dólares, una mejora en la capacidad de adquirir alimentos superior a la del resto de los bienes y un aumento del precio relativo de los servicios públicos. Para evitar que ese reacomodamiento genere una nueva avalancha, una vez producida la reconfiguración es necesario implementar un congelamiento total de precios y salarios, al tiempo que la política monetaria debe determinar una tasa de interés que remunere el ahorro en pesos por encima de la inflación.

Un programa antiinflacionario de este tipo supone un desafío ideológico mayúsculo:

• Exige subir las tarifas (receta macrista…), pero también las retenciones (receta kirchnerista…).

• Requiere devaluar (recomendación de derecha), pero también subir los salarios (de izquierda).

• Supone aplicar políticas monetarias y fiscales contractivas (ortodoxas), pero también congelar precios y salarios (heterodoxas).

El problema es que de un tiempo a esta parte pareciera que los gobiernos ya no se evalúan por los resultados que producen sino por las herramientas que utilizan. La consecuencia de semejante locura es un trastorno de la lucha de clases: mientras que “el capital” votó a Macri para revalorizar sus empresas y terminó con capitalizaciones menores a las de la etapa kirchnerista, “el trabajo” apoyó al Frente de Todos para recuperar su poder adquisitivo pero no lo consigue.
Un programa como el descripto requiere una gran acumulación de poder político. Empresas, sindicatos, gobernadores, intendentes y movimientos sociales podrían ubicarse todos, de manera simultánea, en contra de un plan de este tipo. Porque además el programa requiere de una apertura selectiva de importaciones que ayude a poner un techo al precio en dólares de algunos productos, medida que seguramente contará con la oposición de… todes.

Para que un plan integral funcione, el Estado debe ser el centro de una política económica en la que, de algún modo, “todos pongan”. Cada sector debe ceder poder: los empresarios, el poder que les confiere el mercado mediante la libre fijación de precios; los sindicatos, el poder que les confieren los trabajadores a la hora de presionar por mejores salarios; etc. El objetivo último es recuperar el crecimiento, bajar el desempleo, reducir los márgenes de ganancia, aumentar los volúmenes de producción, mejorar los salarios reales y abrir paulatinamente la economía, tanto en su aspecto comercial como financiero. Para que todos ganen es necesario que primero todos arriesguen (y cedan algo). El problema es que arriesgarse a frenar en medio de una avalancha es siempre muy difícil.

A corazón abierto

La propuesta descripta brevemente es una operación a corazón abierto cargada de desafíos políticos. Si en el camino una parte del programa no se cumple, el fracaso está a la vuelta de la esquina. Si, por ejemplo, la devaluación es de 50%, los aumentos salariales de 70% y un sindicato presiona y logra un aumento del 150%, todo el programa se puede descalabrar. Lo mismo ocurriría si un sector empresario logra dolarizar sus precios. El Pacto de la Moncloa, por recurrir a un ejemplo canónico, acordó una mejora muy pequeña del salario real para los siguientes años. Esto, al final del día, redundó en un mejor resultado para los trabajadores que la dinámica del conflicto permanente. Sin embargo, la centralización de la negociación paritaria en el Estado puede ser un elemento de debilitamiento de las estructuras sindicales, de la misma manera que una reconfiguración de precios relativos puede empujar a la quiebra a sectores enteros del empresariado local. Es por eso que los desafíos técnicos son tan importantes como los políticos.

¿Es posible aplicar un plan de este tipo en la Argentina de hoy? La impresión es que la conciencia social acerca de los perjuicios que ocasiona la inflación, el modo en que destruye los ingresos y afecta la calidad de vida, está llegando a un límite. El hartazgo social se extiende. Sin embargo, como señalamos, un programa anti-inflacionario afecta intereses en el corto plazo, incide en la distribución del poder político y pone en cuestión el statu quo. Es por esa misma razón que demanda una gran audacia. El plan descripto más arriba es simplemente una alternativa. Nuestro objetivo no es tener razón, sino ensayar un aporte para salir de la discusión de personas y lugares comunes, y pasar a un debate más profundo, a la altura de los desafíos de la Argentina actual. Mientras persista la grieta, bajar la inflación será una tarea quijotesca. Más que un acuerdo de precios y salarios, necesitamos un acuerdo a secas, que permita resetear la economía argentina. O avanzamos por ese camino o seguimos como estamos, lo que resulta cada vez más insostenible.

Por Emmanuel Álvarez Agis * Economista. Director de PxQ Consultora. * ElDiplo

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