La era de la conspiración

Actualidad 07 de octubre de 2022
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En un universo lleno de incertidumbre –como el que envuelve hoy a las clases medias blancas estadounidenses– no es anormal que proliferen las “teorías del complot”. Podríamos definir el complot o la conspiración como un proyecto secreto elaborado por varias personas que se reúnen y se organizan en forma clandestina para actuar juntas contra una personalidad o contra una institución. Recuérdese que conspirar significa, etimológicamente, “respirar juntos”.

La historia y los historiadores dan testimonio de la existencia real de cientos de verdaderos complots. Los ha habido siempre. Desde, por ejemplo, la célebre Conjuración de Catilina denunciada por Cicerón en el año 63 a. C., o el asesinato de Julio César en el 44 a. C. hasta el escándalo del Watergate en 1972, el caso Irán-Contras en 1986, o el complot mediático-político en Venezuela para derrocar a Hugo Chávez el 11 de abril de 2002. 

Los complots existen, no cabe duda. Pero el complotismo, el conspiracionismo o la “teoría del complot” son otra cosa. Proponen una visión paranoica del mundo, que sitúa, en el centro del desarrollo de la historia, narrativas nacidas de un imaginario más o menos delirante cuya realidad no está en absoluto demostrada. Tratan de explicar cualquier fenómeno histórico causante de un impacto social importante (crisis, atentado, golpe de Estado, guerra, pobreza, peste, pandemia, etc.) mediante un constructo intelectual que responda a todos los interrogantes suspicaces posibles. Consideran que cualquier desastre o acontecimiento social traumático es consecuencia de una “conspiración” de algunas fuerzas superiores y secretas. Y esto es muy antiguo; la propia palabra desastre, que significa “mala estrella”, se origina en la creencia profunda de que nuestro destino está fatalmente determinado por los astros.

El conspiracionismo satisface las exigencias de muy diversos actores políticos y sociales. Identifica, según la época, a ciertos grupos (las élites, los ricos, los capitalistas, los empresarios, los extranjeros, las minorías étnicas, los comunistas, los judíos, los yihadistas, los gitanos, las brujas, los albinos, los pelirrojos, el Opus Dei, la CIA) y los culpa por los eventuales cataclismos políticos, económicos, sociales o sanitarios que se abaten sobre una sociedad. El complotismo constituye, en cierto modo, una maniobra de manipulación para modificar la interpretación histórica de un acontecimiento. Los teóricos de la conspiración se niegan a aceptar el papel del azar o de la iniciativa individual en los grandes acontecimientos. No creen que las cosas puedan suceder sin que alguien tenga la expresa intención de que así sea.

A veces, denunciar un (inexistente) complot puede provocar, por efecto de pánico o ataque preventivo, una verdadera masacre. En Ruanda, en abril de 1994, después de un atentado que provocó la destrucción del avión presidencial y la muerte del mandatario hutu Juvénal Habyarimana, la emisora Mil Colinas de Kigali, una “radio de odio”, denunció sin tregua la existencia de un supuesto complot que estaría preparando la minoría tutsi para destruir a los hutus. Era falso. Pero esa denuncia sirvió de detonante para que, armados de machetes, decenas de miles de hutus se lanzaran a las calles a masacrar tutsis. Un auténtico genocidio que causó el exterminio de unas 800 mil personas.

Dice la sismóloga estadounidense Lucy Jones: “Las teorías de la conspiración no solo implican creer en algo que no es verdad, sino pensar que hay un grupo de gente malvada que es responsable de un desastre. Estas teorías se vuelven mucho más comunes después de una tragedia. De una manera extraña, esas teorías te hacen sentir más seguro porque crees que tienes información especial que otras personas no poseen. Es como con las películas de terror: nos gusta pensar en cosas peligrosas cuando estamos a salvo”. En situaciones de crisis grave, como la que viven hoy las clases medias blancas estadounidenses, en las que una explicación clara y racional de lo que les ocurre no resulta evidente, la teoría de la maquinación ofrece respuestas. Da una sensación de control. Procura una suerte de contrapeso psicológico al vértigo de la incomprensión. Propone una narrativa congruente para darle sentido a un mundo que, de pronto, parece estar desposeído de lógica.

Como escribe el profesor Mark Lorch, catedrático de la Universidad de Hull: “Una de las causas por las que las teorías de la conspiración surgen periódicamente es nuestro deseo de imponer una estructura al mundo, y nuestra increíble voluntad de identificar pautas, normas, modelos”. Creer que tenemos acceso privilegiado a “informaciones prohibidas” nos procura un sentimiento de seguridad y de control. Nos ayuda a sentir que, en medio de un universo que se desploma a nuestro alrededor, tenemos ventaja, podemos llevar la delantera. 

Redes y complots

En tiempos como los actuales, en los que las fuentes oficiales de información han perdido credibilidad, y cuando se otorga el mismo nivel de confianza a un meme que a un noticiero de televisión o a una agencia de noticias, no es aberrante que las teorías conspirativas encuentren mayor audiencia en el seno de grupos sociales muy impactados por la crisis. La tecnología ayuda. Porque mucha gente aprovecha el anonimato que ofrece internet para defender –amparados por la seguridad de un seudónimo– posiciones agresivas, irrespetuosas o extremistas. La mentalidad complotista, siempre paranoica, tiende a ver la historia bajo el prisma de la sospecha y de la denuncia. Varios ensayistas –y Umberto Eco desde la ficción – han explicado por qué nos fascinan algunas tesis disparatadas que pretenden detentar la clave absoluta para develar la “verdad verdadera” de lo que ocurre en el mundo.

El filósofo austríaco Karl Popper, probablemente el primer pensador que empleó la expresión “teoría de la conspiración”, plantea que esta visión es una expresión del oscurantismo contemporáneo, fruto de la secularización de antiquísimas supersticiones religiosas. “La teoría de la conspiración en nuestras sociedades –escribe Popper– es más antigua que la mayoría de las formas de teísmo, y es semejante a la teoría de la sociedad de Homero. Para Homero, el poder de los dioses era tal que todo lo que sucedía en la llanura delante de Troya era un reflejo de las diversas conspiraciones en el Olimpo. La teoría de la conspiración de la sociedad es simplemente una versión de ese teísmo: una creencia en dioses cuyos caprichos y deseos lo gobiernan todo. Deriva del hecho de abandonar a Dios y de preguntarse en seguida: ¿Quién está en Su lugar?. Su lugar está ahora ocupado por diversos hombres, grupos de poder y siniestros grupos de presión, a quienes se culpará de haber planeado la Gran Depresión y todos los males de los que sufrimos”.

Aunque teorías conspirativas ha habido siempre (algunos expertos señalan, por ejemplo, que en 1963 el 80% de los estadounidenses creyeron en teorías del complot en torno al asesinato del presidente Kenned), lo nuevo es que ahora se difunden en una era en la que los ciudadanos están conectados permanentemente a las redes sociales y tienen acceso digital constante a la información. Una era en la que los mass media ya no poseen el monopolio de la influencia en la opinión pública.
Internet y las redes sociales ponen a nuestro alcance millones de narrativas alternativas en competición con las de los grandes medios tradicionales. Aquellas personas que no se atrevían a expresar algo porque era ilegal, inmoral, estaba mal visto o era políticamente incorrecto, ahora constatan: “¡Mucha gente piensa como yo!”… Y se desinhiben. De ese modo, las redes favorecen la creación de comunidades a veces con ideas de odio, racistas, machistas, supremacistas o antisemitas. Porque cada vez hay menos puntos fijos informativos que sirvan de referencia.

La causa de todo es la increíble aptitud de los seres humanos para imaginar historias inverosímiles, incluso cuando en el fondo sabemos que son falsas. Un estudio realizado por el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), publicado por la prestigiosa revista Science, confirmó que las noticias falsas poseen más de un 70% de posibilidades de ser compartidas en las redes sociales que las noticias verdaderas, sobre todo si se relacionan con política: “La falsedad se difunde significativamente más lejos, más rápido, más profundamente y más ampliamente que la verdad, en todas las categorías de información. Y los efectos son más pronunciados para las noticias políticas falsas que para noticias falsas sobre terrorismo, desastres naturales, ciencia, leyendas urbanas o información financiera”, aclaran los autores del estudio. 

Las redes sociales no están hechas para informar, sino para emocionar. Para opinar, no para matizar. En las redes, por supuesto, circulan muchos textos y documentos de calidad, testimonios, análisis, reportajes y videos. Pero la manera de consumir contenidos en las redes (aunque cada una de ellas tiene su propia especificidad) no es pasar el tiempo leyendo o viendo la integralidad de los documentos que uno recibe. Los usuarios de las redes no buscan respuestas sino preguntas. No desean leer. No son receptores pasivos, como los de la radio o la televisión. Las redes están hechas sobre todo para actuar. El ciudadano o la ciudadana que usa las redes quiere compartir o adherir dando like. El placer del internauta, lo que le gusta, es comunicar, transmitir, reenviar, difundir… La red funciona como una cadena digital. Cada usuario se siente eslabón, vínculo, enlace, con la obligación de expresarse y de opinar.

Lo que más circula y mayor influencia alcanza en la mayoría de las redes son los memes; especies de gotas, de haikus, de resúmenes muy reducidos, muy sintéticos y caricaturescos de un tema. Es lo que más se comparte. Los memes funcionan como si, en la prensa escrita, las informaciones se redujesen únicamente a los títulos de los artículos, y no hubiera necesidad de leerlos. Cada uno de nosotros puede hacer la experiencia: cuelgue en su red preferida el mejor texto, el video más completo, más inteligente y honesto que pueda haber sobre, por ejemplo, la guerra de Ucrania, y verá que, a lo sumo, puede alcanzar algunas decenas de likes… Pero si coloca un buen meme eficaz y novedoso, que, por su creatividad y originalidad, impacta y provoca a la vez risa y sorpresa, su velocidad de transmisión será impresionante.

Cuando, por ejemplo, el domingo 27 de marzo de 2022, en plena ceremonia de los Oscar, en Hollywood, ante millones de telespectadores, el actor Will Smith le asestó, en vivo y en directo, un tremendo cachetazo al cómico Chris Rock, la imagen de esa escena, convertida de inmediato en meme, se difundió a la velocidad del rayo, saturó todas las redes y prácticamente ocultó, durante varios días, todas las demás noticias, incluso las de la guerra de Ucrania, entonces en plena intensidad.

El deseo compulsivo de compartir y difundir es lo que hace que las redes consigan propagar masivamente un sentimiento general, una interpretación dominante, una opinión sobre cualquier tema. Ese sentimiento es el que, poco a poco, consigue imponerse en todo un sector de la sociedad. Esa es una de las grandes diferencias entre las redes y los medios tradicionales. Lo que excita a los usuarios de las redes es comportarse como activistas digitales con una misión, una encomienda: publicar y propagar noticias que confirman o parecen confirmar lo que ellos y sus amigos piensan. No se trata de difundir la verdad; se trata de retransmitir lo que se supone que la gente amiga desea leer. En ese sentido, las falsedades son más novedosas que la verdad. Por ello se comparten más.

Asalto al Capitolio 

Por su estructura específica, las redes sociales se han convertido en manantiales de intolerancia y de odio. En gran parte porque su formato es antagónico con el de la deliberación, el debate o la dialéctica. El complotista ve la discusión de ideas y las propuestas contradictorias como agresiones. El “otro” es un enemigo, en guerra contra nosotros, los lúcidos. Semejante razonamiento es, por supuesto, peligrosísimo. Constituye la base del fanatismo y tiende a desembocar, de una manera u otra, en la agresión y el crimen de odio: “El maniqueísmo conspiracionista –confirma el profesor Jean-François Roussel, del Instituto de Estudios Religiosos de la Universidad de Montreal– prevé una resolución apocalíptica de la crisis, en una violencia sacrificial que diezmará a los ‘enemigos’, por el fuego o por la insurrección”.

Esta idea de “insurrección” comenzó a circular con insistencia en los medios conspiracionistas estadounidenses entre 2017 y 2020, a medida que se consolidaba una comunidad de partidarios de ultraderecha de Donald Trump, fanatizados y convencidos de la realidad de sus propios relatos complotistas. Durante todo ese tiempo, de forma cada vez más explícita, el magnate republicano apoyó, incitó y hasta movilizó a organizaciones supremacistas, ultranacionalistas y milicias armadas.

El ejemplo más evidente de cómo se radicalizaron esas extremas derechas desde la elección de Trump se pudo ver en Charlottesville (Virginia), el 12 de agosto de 2017. Ese día, una coalición de nuevas organizaciones racistas confederadas en el seno de la alt-right y de viejos grupos segregacionistas como el Ku Klux Klan, el Liberty Party, el Council of Conservative Citizens, además de diversos grupos neonazis como el veterano American Nazi Party (ANP), llegados de todo el país y conectados entre ellos por las redes sociales, organizaron una gran marcha con un eslogan común: Unite the Right (“Unir a la derecha”).

El pretexto del desfile era protestar contra el proyecto municipal de retirar una estatua ecuestre del general confederado Robert E. Lee. Pero en realidad se trataba de un intento, inédito, de unificar a todas las organizaciones pertenecientes a los diversos extremismos reaccionarios estadounidenses y de realizar una gran demostración supremacista de fuerza. Para oponerse a esa turba de radicales violentos que gritaban “¡América para los blancos!”, “¡Los judíos no nos reemplazarán!” y “¡No nos dejaremos avasallar!”, miles de militantes antirracistas y antifascistas (Antifa), venidos también de todo el territorio nacional, se enfrentaros a ellos. Las reyertas entre ambos bandos se intensificaron, hasta que un neonazi de 20 años originario de Ohio, James Alex Fields Jr, embistió con su vehículo, a toda velocidad, contra un grupo de Antifa, mató a una mujer e hirió a otras diecinueve personas. Un año después, a fines de 2018, un nuevo ataque racista a una sinagoga de Pittsburgh dejaba once muertos. Y en agosto de 2019, otro joven supremacista, autor de un “manifiesto” en el que denunciaba la “invasión hispana en Texas”, disparó contra la multitud de consumidores en un hipermercado de la ciudad de El Paso, matando a veintidós personas.

Pero el punto máximo de este fenómeno fue el intento de asalto al Capitolio. Nadie recuerda, en la historia reciente de Estados Unidos, algo semejante a lo que se vio en Washington el 6 de enero de 2021: una tentativa insurreccional de la extrema derecha para cambiar los resultados de las elecciones de noviembre de 2020 y permitirle a Trump instaurar una dictadura presidencial. El ataque causó cinco muertos y 140 heridos. Centenares de asaltantes fueron detenidos, muchos de ellos ya han sido juzgados y condenados. Las principales plataformas digitales –Twitter, Facebook, Instagram y YouTube– cerraron las cuentas del Presidente republicano por considerar que sus mensajes incendiarios publicados ese día incitaron a la violencia y por difundir noticias falsas sobre un supuesto fraude electoral.

La invasión del Capitolio se produjo después de que el mandatario, en su encendido discurso del mediodía de ese 6 de enero, reproducido por pantallas gigantes en la plaza Ellipse del National Mall, en donde se concentraban decenas de miles de fanáticos suyos, los alentara a “luchar como el infierno, porque si no nunca más tendrán patria”. En realidad, el objetivo de Trump era muy preciso: sabotear el conteo y desconocer el resultado electoral adverso, en un desesperado intento de aferrarse al poder.
En la memoria del mundo han quedado grabadas las impactantes imágenes del asalto. Todos los videos –de las cámaras de vigilancia, de los policías, de los agentes antidisturbios, de los periodistas y de los propios asaltantes– muestran que, entre los más de ochocientos violentos que consiguieron penetrar en el edificio, muchos iban armados con hachas, martillos, bates de béisbol, palos de golf, astas de banderas, palos de hockey y otros pertrechos belicosos. La sesión en el Congreso tuvo que ser suspendida; los senadores y representantes, tanto demócratas como republicanos, tuvieron que encerrarse y esconderse; la Guardia Nacional fue desplegada; las autoridades de la ciudad decretaron el toque de queda.
La embestida de las turbas trumpistas contra el corazón de la democracia norteamericana fue el resultado de un profundo lavado de cerebro a base de narrativas conspiracionistas y de relatos complotistas, principalmente difundidos por el propio Trump, un Presidente sin ley, convertido en ejemplo universal de la infamia. Y que sigue intrigando y conspirando para regresar al poder…

Por Ignacio Ramonet

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