Del globalismo neoliberal hegemónico al nuev

Actualidad - Nacional 08 de agosto de 2022
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“No se puede tapar el sol con un harnero”, decía mi abuela María, la sabia andaluza analfabeta, mientras continuaba limpiando el alpiste para sus canarios, en aquel patio tucumano lleno de geranios y hortensias.

No, no se puede aunque se lo intente. Aunque quien pretenda hacerlo proclame que el sol ya no existe y se arrogue el derecho de distribuir la luz. Como se sabe, la luz es independiente de esas ambiciones y el sol sigue colgado allá arriba, compartiendo con nuestro planeta el derecho a la vida. El harnero es simplemente eso, un colador…

La historia de la Humanidad ha sido escenario eterno del enfrentamiento entre quienes han querido monopolizar la luz y quienes han comprendido que la luz es de todos. Las metrópolis imperiales enviando sus ejércitos represores a someter las periferias y las periferias asociándose, uniéndose entre sí para resistir la agresión y sobreponerse a ella creando nuevos órdenes.

Hoy, el panorama es el mismo. El arcaico orden hegemónico multipolar intentando a mandobles de sanciones y desembarcos de marines suprimir ese desarrollo asociativo del aplastante resto planetario. Para ello, además de los soldaditos y los mercenarios, cuenta con un sofisticado dispositivo mundial multimediático que machaca con las pregonadas bondades del globalismo neoliberal mientras amordaza y encarcela las expresiones de condena.

Un centro que dispone qué es lo bueno y qué es lo malo, qué se puede o no pensar, qué vestirse, qué cultura, qué orden social o qué relación humana es apropiada para los pequeños individuos sometidos a sus dictados.

Ese centro hegemónico que desprecia independencias y soberanías y que destruye un orden internacional sustentado en el derecho de los pueblos a ser precisamente independientes y soberanos. Con un desparpajo e insolencia insoportables pretende derribar, deformar o suplantar a su antojo estructuras internacionales como la ONU, creadas para defender ese derecho de los pueblos.

Existe la creencia de que el conflicto ucraniano es el punto de inflexión en el antagonismo entre ese centro hegemónico y los pueblos “bárbaros” o “periféricos”. Yo creo que estos dos campos antagónicos han arribado al punto crítico del enfrentamiento. Peligroso, amenazante y deseado punto crítico. Se equivoca quien piensa que la crisis fue una impronta, que los campos no estaban preparados para ella o que fue inesperada.

El Donbass fue la culminación de choques que se acumularon a lo largo de la historia contemporánea. Sin siquiera mencionar la era de la guerra fría, el surgimiento del Movimiento de No Alineados en la década del 50 del siglo pasado fue producto de los movimientos de liberación nacional que se desplegaron en Asia, África y América Latina y que derribaron el sistema colonial, pese a la sangrienta represión de las metrópolis imperiales.

La concreción de organizaciones interregionales como la ASEAN, la Liga Árabe, la Unión Africana o en su momento nuestra UNASUR y ahora la CELAC (en detrimento de la desflecada y sometida OEA) fue la respuesta estructural a la ambición imperial de mantener sus dominios. La lucha entre ambos antagónicos, a raíz de esta nueva realidad, originó numerosos enfrentamientos locales que el centro hegemónico disfrazó astuta y arteramente como “conflictos étnicos”, “lucha tribal” o “disputa fronteriza”.

Nunca reconoció el centro que las fronteras habían sido diseñadas por sus propios estrategas para mejor imponer su dominio sobre los pueblos originarios. Desplegó sus bases militares sin siquiera pedir permiso. Instaló clandestinos laboratorios de guerra biológica en los países “periféricos” calificándolos incluso de centros de investigación científica pese a las numerosas víctimas civiles de sus experimentos. Ahora se ha conocido la denuncia internacional de que en esos centros fue donde se generó y de donde se “escapó” el virus del COVID-19.

Superada por la lucha de los pueblos su intervención en los golpes de estado, ya reconocida por un experto como John Bolton, se cuidó muy bien de reconocer el pillaje, el saqueo y la violencia a los que sometió a esas “periferias”. Los disfrazó como “avances de la civilización”, la “verdadera culturalización” , el “misionerismo” o los “cuerpos de paz”. Y sus medios siguieron implantando en nuestras cabezas esa visión “humanista” y “rescatadora del salvajismo y la miserabilidad” en la que vivían los habitantes de esas regiones-parias, como las calificó.

La misión de la OTAN, toda vez que enfrente ya no tenía un enemigo como el fenecido Pacto de Varsovia, fue asumida como la del brazo armado ominoso que actuaría como poder de policía para aplastar cualquier intento de insubordinación. Así ocurrió con los Balcanes en 1991, así ocurrió con Irak, Libia, Afganistán. Así está planteado su papel en Europa Oriental y en el Sudeste Asiático. Así fue implantado en 1982 en las Malvinas, con la estúpida complicidad de la dictadura cívico-militar.

Una vez más, el centro hegemónico orquesta la correspondiente batería de medidas para imponer sus pretensiones. Desde ordenar la acción directa desde sus bases militares desparramadas por todo el mundo, en flagrante violación del derecho internacional, hasta lanzar sanciones a diestra y siniestra para impedir el ejercicio de la soberanía económica y política a los pueblos “bárbaros”.

No hay más que mirar las series televisivas para entender este criterio. Siempre serán los heroicos marines, agentes del FBI, comandos cuasi ilegales o “boinas verdes” los que aplastan rebeldes insurgentes o desbaratan malvados ataques terroristas. Siempre. Porque eso es lo que exige el centro hegemónico como expresión ideológica a distribuir.

No están logrando su objetivo y eso los enfurece y los torna sumamente peligrosos. Estamos en un mundo atómico, donde el atentado contra una central nuclear puede provocar un cataclismo continental sin necesidad de repetir Hiroshima o Nagasaki, crimen supremo cometido por un centro hegemónico hace 77 años… El bombardeo que intentan los neonazis ucranianos sobre la central atómica de Zaporozhie es una clara advertencia de ese peligro ecuménico.

Como corolario de la 55° Cumbre de ministros de asuntos exteriores de la ASEAN (Asociación de Estados del Sudeste Asiático) recientemente celebrada en Phnompenh, la capital cambodgiana, el canciller chino Van I convocó a luchar “contra los órdenes falsos que intentan establecer los centros hegemónicos”. En este contexto, el diplomático afirmó que “China y Rusia deben contribuir en conjunto al desarrollo regional”, en una clara alusión a la soberanía e independencia que adquieren estos constituyentes nuevos polos mundiales.

Van I fue contundente en la presentación de la alianza de ambas naciones: “Rusia y China deben contraponerse con sus esfuerzos mutuos a la hegemonía de determinadas potencias y conducir los procesos regionales que garanticen la auténtica seguridad”.

Beijing todavía habrá de demostrar su indignación ante la provocadora visita de Nanci Pelosi a Taibei, despreciando todo decoro diplomático y violando cualquier norma de derecho internacional. La respuesta china es múltiple, exhibiendo su potencial con maniobras militares en el Mar de China y decisiones económicas que afectarán además de Taiwán, sus relaciones con Washington. Por supuesto, cuenta con la total solidaridad de Rusia y los países del sudeste asiático.

El propio presidente de Corea del Sur, Yoon Suk-yeol, un abogado y ex fiscal general del país, desistió de recibir a la speaker de la Cámara de Representantes de los EE.UU. alegando que… “estaba de vacaciones” pese a que apenas en mayo pasado asumió la presidencia.

En su declaración, el canciller chino fue precursor y abarcó a la asfixiada Europa actual en este proceso de formación de nuevas polaridades, convocando a respaldar iniciativas como “Una franja, un camino” y la Unión Económica Euroasiática, fortaleciéndolas “en correspondencia con las tareas de la Gran Asociación Euroasiática”. Van I afirmó que hay que “contribuir al fortalecimiento de la consolidación y florecimiento de Eurasia, defender los principios de formación de las relaciones internacionales y encaminar el desarrollo global en la dirección correcta”.

La conformación de semejantes “mundos paralelos” al globalismo, pese a todo su condicionamiento, expresa un rasgo único: todos subrayan el cambio de época del que somos protagonistas. La crisis ucraniana es uno de los escenarios más concluyentes de este cambio. Pues no se trata solamente de un conflicto bélico. Ni siquiera de un litigio entre regiones que procuran su autonomía y un centro autocrático. Asistimos a la confrontación de fuerzas entre los partícipes del antagonismo principal de nuestros tiempos: el centro hegemónico anglosajón y las periferias. El eterno dilema de los imperios a lo largo de la historia.

Se trata, evidentemente, de la crisis general de un sistema global que ya no asegura el desarrollo normal, seguro y coherente de las sociedades humanas. El camino hacia un nuevo orden mundial determinado por una nueva disposición de fuerzas, superadora de este globalismo neoliberal obsoleto, es un proceso difícil, complicado, contradictorio, pero inevitable. La transición desde el egocentrismo unipolar hacia una trama de países soberanos y una cooperación de diversas economías y formaciones sociopolíticas.

La estabilidad de este proceso, jaqueado por los intentos agresivos del viejo mundo, podrá asegurarse sólo por la conciliación de intereses entre los participantes de los nuevos polos en formación a los que siguen adhiriéndose nuevos países, de diferente configuración y con diferentes objetivos pero atraídos por las nuevas circunstancias de soberanía, integración y cooperación que estas uniones proponen. Argentina ya ha solicitado su adscripción a los BRICS, pero también debería presentarse como observadora en asociaciones tan abarcativas como la Organización de Cooperación de Shanghai. O fomentar la alianza entre el MERCOSUR y la CELAC con la dinámica Unión Económica Euroasiática.

El canciller ruso Serguéi Lavrov destacó el liderazgo que, en este nuevo proceso de simbiosis política mundial, deben jugar países que evidencian capacidades y desarrollos tecnológicos, culturales, éticos y sociales. “Se trata -dice Lavrov en un encuentro con estudiantes en Minsk- de países con un poder central bien estructurado, responsable y capacitado, que sepan con máxima eficiencia (desde el punto de vista de asegurar los intereses y seguridad de sus ciudadanos) reaccionar ante los cataclismos naturales y de los otros. China, la India, Brasil, Sudáfrica, Irán, Egipto, Argentina, México… con peso e influencia propios. No se puede dejar de tener esto en cuenta”.

En la reciente cumbre ruso-turca en el balneario de Sochi, a orillas del Mar Negro, los presidentes Vladimir Putin y Recep Tayyip ErdoÄŸan demostraron palmariamente esta definición de Lavrov. Reiteraron su contribución a la pacificación siria en manos de los propios sirios y confirmaron su lucha contra el terrorismo. Pero además, resolvieron reforzar el tránsito de gas por el “Torrente Turco”, el gasoducto que más gas ruso transporta a Europa vía Estambul e impulsar la finalización de la central nuclear de “Accuio” que construye Rosatom. Pese a ser miembro de la OTAN, Turkiye adquiere armamento estratégico a Rusia y con ella controla el paso de los cargueros que llevan el grano ucraniano a través del Bósforo. Pero el acuerdo más significativo es el pactado sistema de pagos en rublos por el gas y el petróleo que recibe Turkiye.

El mundo está cambiando, queda claro, y en ese proceso los países del centro hegemónico han perdido su supremacía por incapacidad de adaptarse a esas transformaciones. Se deshilachan y pierden adherentes. Debilitan sus posiciones con una llamativa inacción.

En este sentido, la comparación entre el declinante “G7” y los fortalecidos BRICS es natural desde la plasmación de la diplomacia multipolar. Mientras el “G7” ha fracasado como generador de soluciones para los problemas globales y se ha convertido en esencia en un instrumento disciplinado de Washington, los BRICS han pulido su agenda en materia de desarrollo conjunto económico y político y se han instaurado como un foro atractivo para las necesidades de los países emergentes, tanto económicas como políticas.

Nuestro país, jaqueado por deficiencias estructurales y por continuos saqueos de propios y ajenos, necesita posicionarse en este nuevo desarrollo mundial compuesto por varias grandes macro-formaciones con herramientas propias que incluyen sus zonas de divisas nacionales y líneas de crédito, gamas de recursos compartidas, integración de bases tecnológicas e incluso una filosofía de desarrollo autónomo y autosuficiente dentro del conjunto.

Necesitamos esta integración para protegernos de agresiones y discriminaciones que hoy están a la orden del día en la conducta que exhiben los centros hegemónicos. La reversión del proceso de desglobalización no transcurre como un flujo natural y armónico. La protagonista autocrática de este antagonismo mundial reacciona con enfermiza violencia ante cualquier desconocimiento de su “rol mesiánico”, alimentado por toda una época de impunidad y permisividad que sirvió de marco para desestabilizar regiones enteras.

Le resulta cada vez más impracticable su tradicional método de injerencia violenta en los asuntos de otros estados. Pero esta creciente impotencia se acompaña de una creciente furia que llega hasta lo irracional. Ejemplo de ello son las miles de sanciones con que Washington ha condenado a Rusia, Venezuela, Cuba, Libia, Siria, China y todo aquel país que propugna su propio desarrollo independiente. Lo irracional consiste en que esas sanciones se vuelven contra sus propios dictantes y genera enormes e insalvables contradicciones con sus propias sociedades. En el seno de ellas surgen grandes movimientos de protesta que, como ocurrió con los demás imperios de la historia, serán los desencadenantes finales de su derrumbe.

Se trata ya no sólo del hambre energética, sino directamente del hambre. Las sanciones han desatado con su incontinencia graves calamidades en regiones que hasta hace poco eran consideradas como “el reino del bienestar”: la Unión Europea y los EE.UU. son escenarios de serios conflictos sociales pero, además, sus gobiernos son la imagen del desconcierto y lo errático. Varios de ellos han renunciado y otros están seriamente afectados en la gobernabilidad.

Sólo que ahora estos centros, con una evidente histeria política, poseen una fuerza bélica capaz de desencadenar, además de acciones de terrorismo incontrolado, verdaderas e impredecibles tragedias mundiales. Algo contra lo que las nuevas fuerzas multipolares actúan en conjunto para impedirlo, a partir de la defensa de su propia soberanía y de la seguridad colectiva. Para ello, el dominio de las nuevas tecnologías energéticas, agrobiológicas, ecológicas, informáticas e inteligentes, debe ser la base de su conducta autosuficiente y solidaria.

Nuestra Patria ha sabido preservar su propio contenido histórico, en dura lucha contra todos los intentos abiertos o solapados por destruirlo. Esta, sin duda, es la base para establecer los principales vectores de su política internacional. Ellos están orientados a defender los intereses nacionales y a reflejarlos en la cooperación con los integrantes del nuevo mundo multipolar. Esa es la única manera de defender esos intereses. En coordinación con las tendencias soberanas y autosuficientes de esos nuevos polos.

En el gélido enero europeo de 1077 Enrique IV, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, peregrinó a Canossa cruzando los Alpes, para postrarse de rodillas ante el papa Gregorio VII y rogarle que le levantara la excomunión, ordenada por las actitudes independientes del monarca. El episodio quedó marcado en la historia como una muestra de humillación ante un poder despótico.

La Argentina no recorrerá ese camino. Además de un Papa “peronista” que reivindica la lucha contra la injusticia y el colonialismo, la Argentina no necesita la admonición. Tiene todo lo que se requiere para su propia fortaleza. El marco que le brinda la nueva composición internacional de fuerzas le permite asumir su propio destino y concretar su capacidad y su potencia en esta conjunción de países solidarios.

El gobierno nacional y popular está a tiempo para fijar una política exterior acorde con estas inéditas circunstancias mundiales y en absoluta consonancia con sus propias metas internas de justicia social, independencia económica y soberanía política.

Es hora de resolver el conflicto que postró a nuestro país durante casi toda su historia. El dilema, como siempre, es “liberación o dependencia”.

El punto crítico.

Por Hernando Klemans 

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