Mujeres, cuidados y planes

Actualidad - Nacional02/12/2021
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Los planes sociales son un fantasma que se agita para múltiples circunstancias, pero lo que es innegable es su persistencia y materialidad. En Argentina, condensan buena parte de la gestión del fin del modelo neoliberal sustentado en la Convertibilidad. Desde el 2002, gracias a una expansión inédita que alcanzó a dos millones de beneficiarios con el gobierno (no electo) de Eduardo Duhalde, se convirtieron en un elemento clave de una política que mixturaba, como se decía entonces, “planes y palos”: subsidios y represión. Fueron, sin dudas, un soporte decisivo en una crisis de representación política sin precedentes. Los nombres de entonces siguen siendo recordados: Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados, Manos a la Obra y Plan de Seguridad Alimentaria. Por entonces, la confrontación en las calles contra el mandato de austeridad del neoliberalismo impuso una masificación de los subsidios como modo de atravesar la reconfiguración veloz del empleo y buscar una vía de negociación con los movimientos de desocupadxs organizados a lo largo y ancho del país.

El debate previo a aquella crisis, lanzado por el Frente Nacional contra la Pobreza (Frenapo), sobre la necesidad de crear algún tipo de ingreso de urgencia, es un archivo importante de lo que se debatía al respecto unos meses antes del estallido, como parte de un impulso que la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA) ya venía haciendo: dar espacio en la representación sindical a la reinvención de la identidad trabajadora desde el desempleo, y repensar la política social en relación al derrumbe del paradigma asalariado. En un texto de Karina Arellano y Lucía De Gennaro se analizó hace años esa experiencia a partir de uno de sus enunciados políticos principales: “Ningún hogar pobre en Argentina”. Pero después del lanzamiento de esa iniciativa, irrumpió la crisis y lo alteró todo.

Planes para qué

Los planes, sin embargo, llegaron para quedarse. La investigadora Pilar Arcidiácono los llamó “La política del ‘mientras tanto’”, para subrayar su función luego del 2001-2002, comprendiendo ese nudo de temporalidad específica que buscan gestionar. Un “mientras tanto” que se estira y perdura, a la vez que va mutando. Por eso, los planes funcionan como un índice clave de los ciclos políticos hasta hoy. En sus derivas, reconfiguraciones y cambios de nombres se pueden leer, a contraluz, los rasgos centrales que va tomando el conflicto social de una clase trabajadora multiplicada por abajo y los ensayos sucesivos de la gobernabilidad democrática.

Enmarañados desde entonces con las propuestas de renta básica e ingreso universal, los planes sociales nunca lograron conquistar el lustre “ciudadano” de esas otras propuestas. Y es que, a diferencia de los debates europeos sobre estas iniciativas, con los planes la cuestión de clase se impone sobre la de la ciudadanía. La universalidad, en los países del Tercer Mundo, no existe. Cuando se dice universal, en nuestras tierras se lee pobreza. Lo que está en juego en todo caso en ese término es el derecho a la existencia sin morir de hambre: eso mismo que el capitalismo inventó desde su fundación bajo la forma de “mercado de trabajo” y las llamadas “leyes de pobres”, leyes con las que compite y sobre las que al mismo tiempo descansa. Pero la ecuación entre inclusión laboral asalariada y asistencia social se ha ido invirtiendo: lo que antes era parche (ayuda social), devino situación cada vez más general; lo que antes era norma (trabajo asalariado con derechos), hoy se defiende como privilegio de unos pocos.

La discusión es complicada porque la universalidad busca también ser el modo de salirse de la idea de “contraprestación” obligatoria; es decir, ese condicionamiento que abre negociaciones de todo tipo entre beneficiarixs e instituciones estatales (con beneficios varios para las empresas, muchas veces). Es una batalla nunca saldada, porque es política. El debate sobre cómo se define es amplio: 1) qué se paga (¿trabajo?, ¿sobrevivencia?, ¿control territorial?, ¿derechos sociales?, ¿consumo?); 2) a quién le corresponde (¿madres con hijxs en el marco de la familia heteropatriarcal desvencijada? ¿desocupadxs? ¿emprendededorxs? ¿inempleables? ¿población vulnerable?); 3) cómo se financia (debate tributario); 4) con qué argumento de legitimidad se lo hace (¿solución transitoria? ¿subsidios emergenciales? ¿nuevas políticas de empleo? ¿reconocimiento de trabajos invisibilizados? ¿realismo sobre inequidades estructurales? ¿colchón para las políticas de ajuste? ¿incentivo al consumo? ¿complemento de políticas securitistas?).

Todo esto configura una madeja compleja y escurridiza que tiene varias capas y puntos de entrada que van cincelando la impronta coyuntural de estos debates. A lo que hay que agregar una caracterización más amplia sobre su ensamblaje con un modelo económico determinado por la inserción dependiente en el mercado mundial y una serie de dinámicas con las que confluye, entre las que ha tomado particular importancia el endeudamiento de los hogares receptores de subsidios.

Movimientos sociales

Los llamados planes tienen a los movimientos sociales como protagonistas. Es esa enunciación colectiva la que intenta una y otra vez impugnarse cuando se habla de “planeros” y “planeras”, junto a otros vocabularios del desprecio político que se agitan. Ahí se da lengua a una reacción sobre la que también se hace política para calcular a los electorados (de varias clases sociales), que ven en los planes una amenaza a sus propios esfuerzos a cambio de salarios cada vez más bajos en ciudades cada vez más caras. Por eso mismo, por su valencia colectiva, la marca 2001, cuando se habla de planes sociales, es inextinguible. Por eso, también, el momento actual de crisis (¿pos?) pandémica se pliega sobre aquel de maneras varias, y el debate sobre trabajo, renta básica y salario social se trenza de un modo enrevesado (sin sumar a esto el amplio espectro de precariedad que ha visibilizado el IFE).

Contra la unilateralidad de las interpretaciones que apuestan todo al prisma de la cooptación estatal (ya archi-debatido y, sin embargo, nunca acabado), las políticas públicas de los subsidios traducen demandas de los grupos políticamente organizados. La traducción, como sabemos, nunca es perfecta ni lineal. No existe algo así que se llame traducción.

Los subsidios sociales son un reformismo de bajo costo al que el Estado se ve obligado a apostar en un momento en el que las condiciones de reproducción colectiva empeoran (por falta de servicios públicos, devaluación de ingresos monetarios y despojos acumulados). Pero aun así las economías populares deben seguir peleando para entrar en la definición de lo que llamamos “trabajo” para poder reclamar derechos. Pero volvamos a la traducción. ¿En qué se pueden convertir los planes sociales?

Las apuestas a que se transformen en otra cosa insisten en poner de manifiesto el rechazo del que son objeto y la idea de que, a pesar de que ya tienen dos décadas, no deberían prolongarse. El proyecto presentado por Sergio Massa, denominado “Un puente al empleo”, renovó, una vez más, esa idea de transitoriedad moralmente negativa, de estadio indeseable, de zona de asistencia siempre posible de ser cancelada. Esa enunciación permite decir, una vez más, que el trabajo digno, genuino, verdadero, está en otro lado. Esa narrativa les habla a muchxs otrxs trabajadorxs, también precarizadxs, que desean marcar una frontera de diferencia con quien recibe planes. Y a la vez subraya algo evidente: los planes no constituyen trabajo con derechos plenos, destacando lo innegable de unas condiciones de enorme dificultad (y ni hablar de que nadie puede “vivir” de un plan social).

Mujeres

Una de las novedades de este gesto remanido (caballito de cada batalla electoral) es que fueron mujeres las que salieron a discutirlo. ¿Por qué? Porque el movimiento feminista ha politizado el trabajo reproductivo y, en particular, su centralidad en las economías populares, poniendo el acento en las tareas de cuidado que en la pandemia se reconocieron como “esenciales”. Desde la crisis del 2001, la informalización masiva de la economía reintroduce las categorías de hogar y comunidad como espacios económicos importantes, y buena parte de los emprendimientos a los que se dirigen los planes sociales se inscriben como impulso a iniciativas basadas en la casa, el barrio y la comunidad. Con el feminismo, esto ha logrado una enunciación política diferente. Luego, con la pandemia, esas actividades alcanzan una repercusión inusitada en el debate político, porque su valor se ve en escala amplificada por la emergencia.

La dirigenta del Frente Popular Darío Santillán, Dina Sánchez, actual Secretaria General adjunta de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP), fue de las primeras en salir al cruce de las declaraciones contra los planes. Argumentó que “las tareas de cuidado son trabajo”, listando una serie de labores para explicar por qué los planes sociales remuneran efectivamente trabajo: ¿de qué se trata si no coser barbijos, atender cuestiones de salud y de vivienda, producir alimentos sanos, cocinar, hacer integración sociourbana en los barrios mientras se pedía “quedarse en casa”?

Claro que siempre es más fácil discutir los magros recursos dedicados a paliar la pobreza que la escandalosa concentración de la riqueza. Un tema que, a nivel global y a partir de la pandemia, también ha quedado más en evidencia que nunca. De hecho, en medio de la crisis, la apropiación monopólica de renta que se hizo gracias a los precios dolarizados de alimentos, medicamentos y viviendas ubica en nuestro país el revés de la trama de esos trabajos desvalorizados. En este marco, son los espacios elementales de la reproducción social (comer, curarnos, habitar) los que se han convertido en espacios clave de valorización financiera. Es por eso que los sectores del agronegocio, de la gran comercialización, los sectores inmobiliarios y financieros han tenido la mayor capacidad de captar excedentes y fijar precios para apropiarse incluso de los subsidios emergenciales en medio de la pandemia.

El feminismo ha movido la lente de las espacialidades productivas. Como argumenta Silvia Federici, permite contabilizar la duración de la jornada laboral incluyendo las cocinas y los dormitorios. Agreguemos también los barrios y los espacios comunitarios. Es en esa trama de espacialidad laboriosa donde tiene lugar la tarea de reproducir la vida, y donde se hacen los trabajos que mixturan lo autogestivo con los recursos escasos, desplegando tareas sociales que completan y/o reemplazan los servicios públicos deficientes o inexistentes, a la vez que sostienen una fuerza de trabajo disponible a niveles crecientes de precariedad. Así, hay casas que se convierten en guarderías ante la falta de vacantes, comedores que se prolongan también en las casas porque ya quedan chicos, ferias que sirven de resguardo para el consultorio médico, arreglo de calles y de espacios escolares a cargo de cuadrillas barriales, sobrecarga de las redes dedicadas a la violencia de género, sin contar la ayuda frente a desalojos.

Es este mundo del trabajo asociado a las imágenes de lo “sumergido” –que muchas veces se quiere reconocer a medias con el eufemismo de “voluntariado”, reduciéndolo a solidaridad intermitente y espontánea o a acciones caritativas– el que permite que aun en una crisis como la actual la organización social estructure una vida cotidiana. Es este mundo del trabajo polifacético y polirrúbrico el que está protagonizado por mujeres, lesbianas, travestis y trans en su gran mayoría. Son quienes despliegan una enorme masa de trabajo gratuito, apenas subsidiado, “no registrado”, precarizado, que coincide con la imagen más contundente del “trabajo esencial” y que una y otra vez tiene que validar su capacidad productiva y su volumen político.

El debate sobre la remuneración del trabajo de cuidados evidencia un dato clave: la jerarquía que sigue sosteniendo el salario como poder político de decidir quiénes son trabajadorxs y quiénes no. La insistencia sobre la consideración de las economías populares como no-trabajo es un intento de feminizarlas, como si se tratara así de aplicarles una minusvalía política (que ni el reconocimiento de la CGT parece del todo conjurar). Por eso es clave que sus dirigentas sean mujeres, travestis y trans: tienen los mejores argumentos y experiencias sobre lo que significa hacer valer los trabajos despreciados y, aun así, poder desacoplarlos de los mandatos de género con que se los naturaliza y explota.

ElDiplo

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