“Cartas de los hombres oscuros”

Actualidad26/12/2025
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Durante el primer Renacimiento alemán (1514-1571), cuando se avecinaba la Reforma protestante, los dominicos —especialmente Johannes Pfefferkorn en Colonia, un agente laico converso de propaganda religiosa— se habían enredado en una reyerta con los humanistas —Johannes Reuchlin—; escolasticismo eclesiástico contra pensamiento tolerante. Pfefferkorn acusó de blasfemos a libros hebreos (como el Talmud), y propuso confiscarlos y destruirlos. Reuchlin —habida cuenta del valor filológico y teológico de la literatura rabínica—, respondió con su obra “Opinión experta sobre la destrucción de libros judíos” (en forma de dictamen, requerido por el emperador Maximiliano I). Los dominicos lo acusaron de herejía y el tribunal de la Inquisición de Mainz lo condenó; León X intervino en su favor, y suspendió el proceso.

Entre tanto, un puñado de teólogos, frailes y caballeros tuvo una idea: satirizó falsas misivas (48, entre 1515 y 1517, luego más), se las atribuyó a teólogos dominicos ficticios, y parodió la disputa real de Pfefferkorn y Reuchlin. Los personajes, usando un latín macarrónico, discutían si debían quemar todos los libros judíos, con notoria pedantería y una lógica absurda. Errores grotescos sustentaban su erudición, sobresalía el fanatismo, los episodios revelaban la corrupción moral del clero, y los textos eran progresivamente ilegibles. La parodia se tituló “Cartas de los hombres oscuros” (Epistolæ Obscurorum Virorum); fue publicada anónimamente, circuló de mano en mano y León X excomulgó a sus autores, lectores y difusores. Según el Papa, el ingenio para deslegitimar un régimen de saber era más grave que la sabiduría de Reuchlin. Los humoristas eligieron el terreno del estilo para librar una batalla por la autoridad cultural. Harían escuela, aunque un poco.

“Oscurantismo” es un término donde se condensa una batalla simbólica entre luz y oscuridad, razón y dogma, apertura y clausura. Como adjetivo calificativo de una sola terminación (“oscurantista”), sitúa al catalogado del lado de la superstición, el dogma o la manipulación. Es alguien que restringe o bloquea la circulación del saber, que rechaza ideas científicas, racionales o ilustradas, y que defiende posiciones conservadoras que buscan mantener a la población en la ignorancia. A partir de la sátira “Cartas de los hombres oscuros”, el concepto proviene del siglo XVI; más tarde, los filósofos de la Ilustración lo usaron para atacar a quienes se oponían a la razón y al avance científico. Entre nosotros, en cenas recaudatorias y fundaciones, se habla del “oscurantismo izquierdista”, al sintagma se le atribuye “alto voltaje ideológico”, y —en una rotunda narcosis ética— se machaca la honestidad de la gestión. ¿Compensación, inseguridad, rechazo y formación reactiva? En el acervo proverbial hispánico se dice: “dime de qué presumes y te diré de qué careces”.

Cuando se trata de temas impactantes para el interés de los ciudadanos (máxime cuando se representa al país), no se debe razonar con superficialidad, porque se obstruye la relación con las instituciones, y luego se paga en términos reputacionales. Partes de esta temática se tratan en “Septiembre 5” (2024), una película que narra lo ocurrido el 5 de septiembre de 1972, cuando un comando ingresó a la Villa Olímpica de Múnich mientras se desarrollaban los Juegos, y ocupó el sector donde se alojaba la delegación israelí. Algunos miembros del equipo periodístico deportivo enviado por la cadena estadounidense ABC —las competencias se transmitían en vivo por primera vez en la historia—, notaron el sonido de disparos en horas de la madrugada. Algo sucedía a metros de donde trabajaba el estudio de TV instalado.

Un formidable trabajo de montaje, imágenes de grano grueso propias de un documental en 16 mm, impecables la dirección (Tim Fehlbaum) y las actuaciones (Peter Sarsgaard y John Magaro), desgranan el rumbo de los acontecimientos. Alguien dice que hay una situación de rehenes en la zona israelí; la policía no ha confirmado que los responsables sean terroristas. Peter Jennings, un periodista de noticias que había sido corresponsal en Beirut, plantea que “terroristas” es un término cargado. “Es el uso organizado y sistemático de la violencia contra civiles para lograr un objetivo político”. Alguno pregunta si eso no era lo que estaba pasando allí. Jennings responde: “Nadie sabe todavía qué está pasando aquí. Debemos tener mucho cuidado con todo lo que decimos al aire”. El plantel enviado resolvería dilemas técnicos y éticos inéditos, mostraría el minuto a minuto al mundo, haría su trabajo y consumaría una transmisión memorable.

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«Extracción de la piedra de la locura», El Bosco.
 
Es confortable hablar repitiendo ciertas frases, como ritornelos. Gobernar, sin embargo, no es cómodo ni es monótono. Organizar la función pública exige prever, persistir, persuadir, respetar y pactar. El Estado siempre estará en deuda con los ciudadanos en cuanto a protegerlos y controlar esa protección; tiene que rendir cuentas. De su fracaso o acierto dependen, de una manera u otra, el ser de la sociedad y sus actitudes, más que a un perfil del sistema político (Juan Carlos Torre). Ezra Pound, poeta, crítico literario y figura de la vanguardia modernista anglosajona del siglo XX, dijo en tono de broma, que “gobernar es el arte de crear problemas con cuya solución mantener a la población con el corazón en la boca”. Napoleón fue pragmático: “Todo el secreto de gobernar consiste en saber cuándo es necesario quitarse la piel de león para ponerse la de zorro”. El estado de salud de la democracia y su horizonte colectivo dependen de si hay alarma con los sustos, o aciertos con el cambio de abrigo.

Así y todo, las palabras y sus vínculos pueden ser utilizadas con frivolidad e incompetencia, menospreciando que cuando hay pobreza extrema los castigos que impone su sentido común hacen, de un síntoma, una sanción. El lenguaje nunca es más ni es mejor que la realidad. Desde los años ’80, en el discurso de economistas liberales y laboratorios de ideas (think tanks), irrumpió una reacción contra las políticas industriales activas a través del concepto de que los gobiernos no deben elegir qué empresas, sectores o tecnologías deben triunfar, sino dejar que la competencia lo determine. Entonces, y con la forma de aforismo político y marco retórico de la economía liberal anglosajona, nació la expresión “no elijas a quienes crees que tienen que ganar” (don’t pick the winners), o “los políticos no deberían elegir los ganadores y los perdedores” (politicians shouldn’t pick the winners and losers). La expresión no estaba asociada con la corrupción, ni pura, ni impura, ni manifiesta, ni potencial, ni con el lobby. Se fraguó en los años en los que los viajeros del Golfo se alojaban en el hotel London Hilton de Park Lane, y con sus petrodólares le solicitaban al gerente que les consiguiera un McLaren Mercedes, para volver al año siguiente y comprar dos.

Para colaborar con que Occidente permanezca (relativamente) estable, es necesario saber cuáles son las construcciones sociales que determinan normas e identidades que compartimos, lo que excede la jibarización del Estado e irrumpir a los pechazos en los recintos de distinción codiciados. Exige —entre otras cosas— un lenguaje común de legalidad internacional y derechos humanos, disponer de una racionalidad que contraste con otras formas de organización social —ilustrada, secular, científica—, y ser sujetos con agencia ética, responsables ante sus ciudadanos y ante la comunidad internacional. No alcanza con copiar a los modelos, con la expectativa de convertirse en un nuevo sujeto por contigüidad. Sudamérica no solo es un subcontinente; también es un super contenido, con una cultura exuberante, trágica y profundamente humana, una región colmada de una riqueza contradictoria y una vitalidad amordazada, con lenguas heridas que crean una poética de ausencia, duelo y resistencia.

Orgullo y vergüenza, mérito y método. Argentina fue noble cuando postuló que ninguna potencia podría utilizar la fuerza militar contra una nación americana para el cobro de deudas públicas, que los extranjeros que viven en el país deben resolver sus disputas legales ante los tribunales locales, que las fronteras deberían fijarse respetando los tratados previos y los derechos históricos, no como un botín de guerra y despojo. No cuando desconoce los órganos internacionales que ayudó a construir. La identidad es performativa, no algo que tenemos simplemente, sino lo que hacemos a través de actos ensamblados y repetidos. Es posible ser sólidos sin incidir, pero no se puede incidir sin ser sólidos. Los hombres oscuros escriben cartas robadas, pero no prevalecen.

 

Por Rafael Bielsa * Abogado y escritor / La Tecl@ Eñe

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