Inteligencia artificial: encerrarse o aprender a elegir

Recursos Humanos27/10/2025
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Cada avance tecnológico genera su cuota de pánico moral, y la inteligencia artificial no iba a ser la excepción. El Washington Post contaba hace unos días en «Meet the people who dare to say no to artificial intelligence« cómo un número creciente de estudiantes, artistas, profesores y trabajadores decide atrincherarse en una especie de fortaleza digital, rechazando el uso de herramientas de inteligencia artificial en nombre de la pureza creativa, el miedo a los sesgos o la defensa del «trabajo humano». Pero atrincherarse en un mundo que cambia no es una forma de resistencia: es una forma de renuncia.

Negarse a usar una tecnología que ya impregna la educación, la comunicación y el trabajo es, en el fondo, una manera de aislarse del futuro. No se trata de creer ciegamente en la inteligencia artificial ni de abrazar todo lo que produce, sino de entenderla y usarla con criterio. Porque quienes hoy dicen «no» de manera rotunda acabarán peor preparados para vivir en un entorno donde aquello que rechazan será parte estructural de la vida cotidiana.

Mi posición frente a la inteligencia artificial no es la del entusiasmo ingenuo ni la del rechazo: es la del uso selectivo y estratégico. La utilizo en lo que me aporta eficiencia, pero la mantengo lejos de aquello que considero esencial para mi identidad. No soy ilustrador, y por tanto no me preocupa en absoluto usar inteligencia artificial para acompañar mis artículos con imágenes generadas. Antes dependía de repositorios aburridos y lentos, donde cada cierto tiempo aparecía algún artista reclamando derechos o pidiéndome pruebas de procedencia de las ilustraciones que había utilizado hace años. Ahora, con un modelo generativo, el proceso es fluido, inmediato y limpio: nadie reclama nada, y mis textos quedan mejor ilustrados (aunque a algunos no les guste).

Tampoco tengo ningún problema en pedirle a un modelo de lenguaje que revise mis errores tipográficos, que me resuma documentos extensos o que me sugiera contrapuntos a un artículo que estoy escribiendo. Lo hago a menudo. Gracias a eso, cometo menos erratas, ahorro tiempo y puedo enriquecer mis argumentos. No lo hago siempre, pero lo hago cuando veo que tiene sentido. Y no me empobrece, sino todo lo contrario.

¿Podría ir más allá y pedirle a un modelo que escriba mis artículos? Por supuesto que sí. Bastaría con entrenarlo con mis textos, más de veintidós años de publicaciones como mínimo diarias, y obtendría una copia perfecta de mi estilo, mis estructuras y mis giros de lenguaje. Sería fácil, barato y, probablemente, el resultado sería indistinguible del original, o quién sabe, incluso mejor. Pero no lo hago, ni pienso hacerlo.

¿Por qué? No por ningún tipo de reserva moral, sino porque escribir es lo que me define. Escribir es mi manera de aprender, de entender y de recordar. Si delego ese proceso en una máquina, estoy saboteando precisamente el mecanismo que sostiene mi propio conocimiento. Mis artículos no son sólo piezas de opinión: son mi método para pensar. De hecho, mi opinión es lo que menos importa en ellos. Lo he dicho miles de veces: fijaros menos en mi opinión, y más en los enlaces. Yo escribo para ordenar ideas, para fijarlas en la memoria, para poder explicarlas y discutirlas después en clase o en una conferencia. Si dejara de escribir por mí mismo, me volvería incapaz de defender mis argumentos, de responder a una pregunta en un debate o de recordar por qué pensé lo que escribí. Una inteligencia artificial podría hacerlo mejor en forma, pero jamás en propósito.

Esa relación deliberada con la tecnología es la que muchos parecen no entender. El problema no es la inteligencia artificial: el problema es no saber para qué la usamos. El Brennan Center for Justice
advertía recientemente que las políticas de «opt-out», renunciar por completo al uso de inteligencia artificial, crean más desigualdad que protección, porque quienes se niegan a aprender su funcionamiento tienden a quedar marginados en su entorno profesional. Lo mismo sugiere MIT Technology Review: evitar la inteligencia artificial no preserva el pensamiento crítico, sino que reduce la capacidad cognitiva frente a quienes aprenden a usarla con criterio.

La investigación empírica lo confirma. Según un estudio de junio de 2024, la dependencia excesiva de sistemas conversacionales puede erosionar habilidades cognitivas en estudiantes, pero el uso estratégico de esas herramientas, como apoyo y no como sustituto, fortalece la comprensión y la creatividad. En el futuro, todo el aprendizaje de hard skills será impartido por sistemas agénticos y modelos generativos, que te los explicarán tantas veces como haga falta, 24×7, sin fatiga, y con el formato que mejor se adapte a tu manera de aprender. De modo que el problema, como siempre, no es la herramienta, sino cómo se usa.

En mi caso, la inteligencia artificial no sustituye mi pensamiento, lo amplifica. Me ayuda a ilustrar, corregir, investigar o preparar material, pero no a escribir. Porque escribir es lo que me mantiene vivo intelectualmente. La clave está en entender qué tareas delegar y cuáles preservar. Lo que algunos investigadores llaman «cognitive offloading«, ceder parte del esfuerzo mental a sistemas automáticos, puede ser útil siempre que no implique renunciar a las competencias que nos definen. Negarme a usar inteligencia artificial para escribir no me convierte en un negacionista de la inteligencia artificial. Sería absurdo. La uso todos los días, pero con límites claros. No la empleo para sustituirme en lo que considero parte esencial de mi trabajo intelectual. Uso la inteligencia artificial, pero no dejo que me use.

Negarse por completo a la inteligencia artificial equivale, en el fondo, a negarse a aprender a leer por miedo a los libros. Las herramientas cambian, pero el criterio sigue siendo humano. Como advierte Jan-Christoph Heilinger en su ensayo sobre la ética de la inteligencia artificial, la discusión no debería centrarse en si usarla o no, sino en cómo conservar la agencia y la responsabilidad humanas dentro de un ecosistema automatizado.

Y sí, hay quienes vienen a mi página y, sin conocerme, dicen que mis textos «parecen escritos por inteligencia artificial». Es curioso: llevo más de veintidós años publicando a diario, antes incluso de que existiera ChatGPT, y sigo escribiendo palabra por palabra. Aun así, siempre aparece algún idiota dispuesto a entrar en el salón de tu casa digital, escupir en el suelo y dudar de tu integridad. Supongo que es parte de los tiempos que vivimos: un mundo en el que muchos prefieren sospechar antes que leer, y negar antes que comprender. Pero qué le vamos a hacer, imbéciles y maleducados los ha habido toda la vida y, desgraciadamente, los va a seguir habiendo.

La clave no está en decir «sí» o «no» a la tecnología, sino en decidir para qué la usas. En mi caso, la inteligencia artificial no sustituye mi pensamiento, lo amplifica. Me ayuda a ilustrar, corregir, investigar o preparar material, pero no a escribir. Porque escribir es lo que me mantiene intelectualmente vivo. Supongo que a otros más inteligentes que yo les llega con leer. Pero yo, que soy más torpe, necesito escribir para fijar conocimientos.

Negarse a la inteligencia artificial por completo es como negarse a aprender a leer porque uno teme a los libros. Las herramientas cambian, pero el criterio sigue siendo humano. El desafío no es encerrarse para «preservar la pureza», sino salir al mundo con discernimiento. La alfabetización del siglo XXI no consiste en evitar la tecnología, sino en aprender a usar bien lo que existe y proteger lo que te hace único.

Decir «no» por principio es la forma más cómoda de evitar pensar. Lo difícil es construir una relación inteligente con la tecnología. Quien no entienda eso acabará descubriendo, demasiado tarde, que el mundo siguió avanzando. Y entonces, el problema ya no será la inteligencia artificial, sino su propia decisión de no haber aprendido a convivir con ella.

 

Nota: https://www.enriquedans.com/

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