







Mi columna de esta semana en Invertia se titula «El navegador ya no es internet», y trata sobre la evolución del mercado de los navegadores en un momento en el que la inteligencia artificial empieza a cambiar la forma en que nos relacionamos con la red.


Lo interesante no es solo la aparición de navegadores que integran funciones de inteligencia artificial para automatizar búsquedas o realizar comparaciones, sino lo que eso significa en términos estratégicos: controlar un navegador no es un simple negocio de software, es poseer la llave de acceso a la atención de millones de usuarios.
El debate cobra actualidad con movimientos como la oferta de Perplexity para hacerse con Chrome, algo que puede sonar casi a provocación, pero que refleja el valor de ese punto de entrada. Lo que antes parecía una batalla ya decidida hace tiempo, con Chrome en una posición hegemónica gracias a la inercia y a la confusión de muchos usuarios que creen que «la caja de búsqueda de Google es internet», podría reabrirse si la inteligencia artificial realmente consigue cambiar los hábitos de uso. No hablamos de mejoras cosméticas, sino de experiencias radicalmente diferentes en las que el navegador hace de asistente, automatiza procesos o incluso deja de ser necesario como tal, sustituido por agentes que actúan directamente sobre la web.
Sin embargo, el cambio no será rápido. La historia nos demuestra que la gran mayoría de los usuarios tienden a aceptar lo que ya tienen instalado y apenas se plantean alternativas. Google, consciente de ello, no se precipita: integra funciones de inteligencia artificial en sus productos con cautela, esperando el momento en que sea necesario para proteger su dominio. Esa prudencia responde también a la presión antimonopolio, que convierte cualquier movimiento brusco en un posible riesgo legal. Mientras tanto, competidores como Microsoft, con Edge, o startups como Perplexity, The Browser Company y LadyBird intentan abrir camino con propuestas que apelan a la curiosidad de los usuarios más avanzados.
El dilema, en realidad, no es tecnológico, sino cultural. La pregunta no es si habrá navegadores con inteligencia artificial, sino si nosotros estaremos dispuestos a cambiar la forma en que navegamos. Y aquí surge otra dimensión: la privacidad. ¿Queremos realmente delegar más funciones en un navegador diseñado por una empresa cuyo modelo de negocio es espiarnos y vender nuestros datos? Esa contradicción se vuelve cada vez más evidente a medida que aumenta la sofisticación de las herramientas de inteligencia artificial y que los usuarios más informados empiezan a valorar no solo la utilidad, sino también la confianza que les inspiran las compañías detrás de cada producto.
Por ahora, lo más probable es que la mayoría siga utilizando lo que ya conoce. Pero la idea de que el navegador vuelva a convertirse en un espacio de innovación relevante, después de años de estancamiento, es en sí misma fascinante. Y aunque los cambios culturales sean lentos, no debemos subestimarlos: basta con que una generación de usuarios perciba que hay alternativas que les ahorran tiempo, que respetan su privacidad o que resultan más fiables, para que el mercado empiece a reconfigurarse. No será de un día para otro, pero la puerta de entrada a internet está lejos de ser un terreno estable. Y quien controle esa puerta tendrá un poder mucho mayor del que podemos imaginar.
Nota: https://www.enriquedans.com/







