La estética de la amputación

Actualidad15/08/2025
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Una motosierra corta, parte, abre, desgarra, para decirlo de una vez: amputa. Lejos de ser el sonido de la precisión, es más bien el anuncio de un trauma. El presidente no eligió una imagen quirúrgica. No eligió el bisturí, ni la pinza de disección, ni la aguja de sutura. No se presentó como alguien que analiza para salvar, que evalúa para cuidar, que discrimina para preservar lo común.

Y sin embargo, sí hay cálculo en su gesto: para él, lo sano es el mercado, el inversor, el capital. Lo demás —la universidad, la cultura, la memoria, el trabajador estatal, el jubilado— aparece como tejido muerto. Lo que importa no es la vida, sino la rentabilidad. Por eso no opera con precisión clínica, sino con brutalidad ideológica. Eligió otro símbolo. Eligió el instrumento más ruidoso, más brutal, más incapaz de distinguir entre lo vivo y lo muerto: la motosierra.

La motosierra arrasa, destroza, mutila, desgarra. Es un emblema semántico cargado de sentidos violentos: tala, amputación, seccionamiento sin delicadeza. Es ruido, es estruendo, es fuerza bruta. La motosierra no pregunta, no duda, no distingue. Es la política como espectáculo de sangre. Como potencia destructiva que goza en el desmembramiento. 

No es casual que el instrumento elegido por el presidente sea el mismo que aparece en algunas de las películas de terror más gráficas de la cultura pop: desde La masacre de Texas hasta Viernes 13, la motosierra es el arma del psicópata, del asesino serial, del cuerpo que goza desmembrando a otros cuerpos. En este sentido, la motosierra funciona también como signo ideológico.

Es el sonido de la restauración salvaje del orden neoliberal, pero sin mediaciones técnicas ni eufemismos políticos. Es el neoliberalismo sin bisturí, sin lenguaje tecnocrático, sin cálculo de daños colaterales. Es el capital volviendo en su forma más primitiva y ruidosa: la motosierra como metonimia de la amputación social. El símbolo comunica una estética: la del desgarramiento.

A diferencia del bisturí, que trabaja desde el silencio, con precisión clínica, y que necesita saber qué cortar para salvar lo que queda, la motosierra no pregunta por el después. Su lógica es la de la devastación rápida, la del gesto grandilocuente, la del sacrificio irreversible. Por eso no hay políticas públicas, sino escenificaciones de poder y carnicería.

La motosierra representa un gesto de poder que extirpa. Es la herramienta del leñador, del que tala, del que desmonta: representa la eliminación. ¿Y qué se elimina en nombre de esa limpieza? El gasto público, el trabajador del Estado, la cultura, la universidad, la memoria, la disidencia. No se trata de eficiencia: se trata de aniquilación simbólica.

Jean Baudrillard escribió que la sociedad contemporánea vive bajo una compulsión de limpieza. No soporta el mal, ni la contradicción, ni el residuo. Todo lo oscuro debe ser extirpado: el jubilado, el enfermo, el pobre, el indigente. La corrupción debe ser eliminada, talada, y esa corrupción se evidencia en el jubilado, en la asistencia a los más necesitados, en los subsidios.

Pero también debe recortarse todo lo que se considera sucio: el pensamiento de izquierda, el lenguaje inclusivo, la discapacidad. La motosierra tala todo aquello que no produce, todo lo que genera gasto. La vida de quien ya no está en el sistema productivo es gasto público. Las instituciones que buscan cuidar la memoria también son un gasto, o mejor dicho, una amenaza.

El discurso de Milei es coherente con su proyecto: convertir el Estado en una masa informe, sin historia, sin bordes, sin órganos. En su lenguaje, la motosierra se vuelve una ética, una estética, en definitiva una política.Y en ese gesto hay algo más profundo: la negación del conflicto. Lo político, lo social, lo cultural, todo lo que molesta, es presentado como “carne podrida” que hay que amputar. Como si lo público estuviera infectado y la única solución fuera cortarlo de cuajo. Pero, y esto es clave, no hay cuerpo que sobreviva a la extirpación de sus órganos vitales.

Se está amputando la universidad y con ella también el pensamiento. Se está deshace de la cultura, pero también de la identidad. Pasa la motosierra por la obra pública y al hacerlo elimina el lazo social. Y se hace con una sonrisa, como si fuera un espectáculo. Porque eso es también la motosierra: una performance, una puesta en escena. Un gesto para la cámara, para el algoritmo, para el like. Un ruido que tapa el dolor. Pero el cuerpo social no es un tronco. No se deja cortar sin gritar. No es madera muerta; memoria, nervios e historia. Y lo que se está amputando en nombre de la libertad no es el exceso, sino la posibilidad misma de pensar, de hablar, de dudar.

No hay cirugía sin dolor, claro. Pero lo que está en juego acá no es una operación necesaria, sino una mutilación. Se presenta como cura, pero es tortura social. Baudrillard hablaba de la “transparencia del mal”: ese momento en que el mal ya no se reconoce como tal, porque ha sido absorbido por el discurso del bien.

La motosierra aparece entonces como ese mal transparente, ese mal que ya no necesita disfrazarse porque se ha vuelto legítimo. Porque la crueldad, en tiempos de redes, puede venderse como eficiencia. Porque el corte se celebra más que la sutura. Lo peligroso no es la motosierra. Lo peligroso es escachar como se aplaude su sonido.

Por Diego Lo Destro * Licenciado en filosofía

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