







Ríos de tinta han corrido sobre la «ruta de las ratas», así como se bautizó la vía de fuga para jerarcas y verdugos del Tercer Reich hacia países sudamericanos, luego de finalizar la Segunda Guerra Mundial. Pero poco se sabe acerca de la presencia del régimen nazi en Argentina entre 1933 y 1945. Pues bien, la profusa documentación que acaba de exhumarse en un sótano del Palacio de Tribunales por orden del presidente de la Corte Suprema, Horacio Rosatti, seguramente echará alguna luz al respecto.


Aquel archivo estaba en 16 enormes cajas de madera y fue descubierto a fines de 1943, durante un operativo policial realizado en el buque Man-a-Maru, de bandera japonesa, anclado en el puerto de Buenos Aires.
Parte de su contenido –fichas afiliatorias al Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (NSDAP) correspondientes a ciudadanos del Tercer Reich que residían en Argentina, junto con folletos propagandísticos– fue relevado durante el gobierno de Raúl Alfonsín. Pero no todo, dado que también habría papers de inteligencia no desclasificados, que describirían las tareas de los espías nazis en el ámbito local. De ser así, posiblemente figuraría un nombre en particular, el del protagonista de una trama que merece ser evocada.
Corte Suprema. Los documentos fueron hallados en los archivos de la Corte Suprema de Justicia de la NaciónFoto: www.csjn.gov.ar
El vecino de la calle Malabia
Ante todo, habría que situarse en el otoño de 1962, cuando un incidente vial entre dos automovilistas sacudió la esquina de Malabia (ahora República Árabe Siria) y Juan Francisco Seguí, del barrio de Palermo Chico.
Ello justo ocurrió debajo del dormitorio de mi infancia.
Uno de los contendientes era el vecino del sexto piso. Su nombre: Osmar Helmuth. Su esposa, doña Beba, trataba de calmarlo, pero sin éxito. Es que ese porteño con sangre germana exhibía, a sus 59 años, un talante algo volcánico. Lo cierto es que no mucho se sabía de él.
Los habitantes más antiguos del edificio de la calle Malabia 3305 decían que Helmuth alguna vez se había recibido de ingeniero naval; otros sostenían que era un oficial retirado de la Armada. En realidad, su pasión por los barcos, de la que siempre se jactaba, hacía creíble ambas versiones. Tanto es así que no disimulaba su orgullo por ser socio del Yacht Club Argentino Y solía destacar su paso por el Liceo Naval, pero sin decir si había egresado de allí.
Claro que esas pinceladas inconclusas sugerían la existencia de alguna circunstancia desconocida que habría torcido bruscamente su destino.
De hecho, ya durante la década del 60, sus actividades no tenían nada que ver con el mar. Por entonces, era simplemente un agente de seguros.
Doña Beba no era menos reservada.
Con mi familia, ambos mantenían una relación cordial.
Una mañana –la del 9 de julio de 1967– Helmuth le había pedido permiso a mi padre para llevarme al desfile militar que se hacía cada año en la Avenida del Libertador.
Esa vez, el evento fue presidido por Juan Carlos Onganía. Y don Osmar, apretujado entre el público, aplaudía el paso de las tropas no sin emoción.
Tales paseos jamás se repitieron. Las breves visitas que él efectuaba a mi hogar se tornaron más esporádicas. Ya en la década siguiente, su vínculo con nosotros sólo se limitaba a encuentros fortuitos en los espacios comunes del edificio.
Casi me había olvidado de su existencia, cuando –a mediados de 2003– visité al periodista Uki Goñi, quien había dedicado una parte de su carrera a investigar la ruta de los nazis hacia Argentina tras la caída del Tercer Reich.
Fue entonces cuando, por su boca, de pronto salió el nombre de Helmuth. Y también su historia secreta.
Luna Park. El 8 de mayo de 1937, un acto multitudinario hizo visible la presencia del nazismo en el país.Foto: @museoshoa
Misión de ultramar
En octubre de 1943, el general de brigada de las SS Walter Schellenberg, quien dirigía el servicio exterior de la inteligencia alemana –la Ausland SD–, acudió al despacho de su jefe inmediato, Heinrich Himmler, para anticiparle un tema que podría resultar beneficioso para el Reich: el arribo a Europa de uno de sus agentes con un mensaje suscripto por el presidente argentino, Pedro Ramírez, quien apenas unos meses antes había derrocado al gobierno civil encabezado por Ramón Castillo. El asunto era muy delicado; por ello, no era conveniente que dicha misiva llegara por vía diplomática. El jerarca de la SD sabía que el nuevo mandatario sudamericano –quien formaba parte de un sector castrense que simpatizaba con el Eje– estaba interesado en adquirir armamento alemán. Y el espía en cuestión sería justamente el encargado de coordinar tal convenio.
Ese agente viajaría en un buque desde el Río de la Plata hacia un puerto español. Sin dudarlo un instante, el mismísimo Himmler ordenó que un avión de la Luftwaffe lo esperara allí para su traslado a Berlín.
El agente integraba la red que la SD había desplegado en Argentina. Y no era otro que Helmuth.
Había sido reclutado en Buenos Aires, a fines de 1940, por otro agente, Hans Harnisch, quien actuaba bajo la cobertura de un respetable empresario de nacionalidad suiza. Y fue él quien se fijó en ese hombre de 35 años.
Su perfil era perfecto: vendía seguros para una empresa norteamericana; era titular de una cuenta en el Banco de Londres y había empezado a estudiar el idioma inglés tras abandonar sus estudios en el Liceo Naval.
Pero su carrera de agente secreto había arrancado con un traspié (que él ignoraba): ya en 1942, su nombre apareció en un libro editado en Nueva York que se titula La clandestinidad nazi en Sudamérica.
«Al parecer, los alemanes no lo habían leído», me diría Uki Goñi, siete décadas después.
Helmuth viajaba hacia Europa a bordo del buque Cabo de Hornos, fingiendo ser un diplomático criollo en tránsito hacia su nuevo destino consular en España.
En otro camarote viajaba un agente argentino, el coronel Carlos Vélez. Y su presencia tenía una explicación: él debía monitorear a su colega de la SD por cuenta de Ramírez, además de cerrar el trato con los alemanes en caso de que algo le impidiera a Helmuth la entrega de la carta en cuestión.
Según se dice, él hizo todo lo posible para que ese «algo» sucediera.
«Se la pasaba el día en cubierta con una gorra, oteando el horizonte con unos prismáticos. Era evidente que representaba el papel de espía», recordaría Vélez, durante una entrevista publicada en 1952 por la revista Vea y Lea.
En rigor, los Aliados habían logrado interceptar absolutamente todas las comunicaciones alemanas con Argentina. De manera que estaban al tanto del viaje de Helmuth, por lo que su destino estaba sellado.
De modo que fue desembarcado por los ingleses en el puerto de Trinidad.
–¡Soy un diplomático argentino, no alemán! –clamó infructuosamente en una pequeña caseta policial.
Mientras tanto, los captores despanzurraban su equipaje, hallando así, en un doble fondo, la carta de Ramírez al Reich.
El prisionero no tardó en ser trasladado por vía aérea a Barbados, y de allí a Londres, donde lo interrogaron con suma minuciosidad.
Recién en 1946, los británicos lo enviaron a Buenos Aires. Y allí se lo sometió a un juicio por «traición a la patria». Es que, horas antes de caer Berlín en manos del Ejército Rojo, Argentina le declaró la guerra a Alemania.
Así fue qué Helmuth pasó otro año tras las rejas, antes de ser indultado.
Desde aquel momento, pudo encubrir con cierta eficacia su calamitoso paso por el universo del espionaje. Y no hay constancia alguna de que su vida haya tropezado con otros sobresaltos.
La última vez que lo vi fue en el otoño de 1976, ya bajo el imperio de la última dictadura.
Era la noche de un sábado. Esa vez no tardó en ufanarse de que acababa de asistir a una recepción en la casa del entonces ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz.
A su lado, doña Beba asentía con orgullo.
Él vestía de etiqueta. Y ella tropezaba con la enorme falda de su vestido.
Lo insólito es que la escena transcurría en un colectivo de la línea 10.
Ellos bajaron en la esquina de Malabia y Seguí. Meses después supe que Osmar Helmuth había fallecido.
Por Ricardo Ragendorfer / Revista Acción







