Las ambiciones de Trump en la Antártida
Ni Groenlandia ni el Canal de Panamá. El proyecto expansionista de Donald Trump abarcaría territorios mucho más alejados de las fronteras estadounidenses, por el que pretendería dominar regiones todavía poco exploradas y, menos aún, habitadas. De ahí a que concluir este mandato presidencial con una presencia activa en la Antártida probablemente se convierta en una de las metas más destacadas del nuevo gobierno republicano.
En este sentido, la Antártida comenzó a adquirir un peso político propio, sobre todo, en estos últimos años. Las razones del renovado interés de los Estados Unidos son evidentes, más allá de que este país no mantenga reivindicaciones territoriales propias en esa vasta región del planeta.
Si bien está preservado de toda forma de explotación económica gracias al Tratado Antártico de 1959, hoy el continente blanco es todo un eje de la geopolítica global, entre otros motivos, debido a sus amplios yacimientos de petróleo, gas, metales y minerales de todo tipo, y también por ser el principal reservorio de agua dulce a nivel mundial.
En tanto que el océano Austral es también otra fuente inestimable de riqueza por la presencia de hidrocarburos bajo el lecho marino, como lo certifica el proyecto de explotación petrolera Sea Lion, cercano a las Islas Malvinas y por el que el Reino Unido calcula extraer más de 1700 millones de barriles. Así, como su riqueza también se debe a los codiciados recursos pesqueros, víctimas de una verdadera cacería depredadora, de nuevo por parte del Reino Unido y de otras naciones europeas abiertamente desafiantes a la soberanía marítima de Argentina.
Frente a la retracción de la presencia estadounidense durante el gobierno de Joe Biden, el actual mandatario se propuso recuperar capacidad de iniciativa como ya había demostrado en el último tramo de su anterior mandato. No sólo reforzó las bases Amundsen-Scott, McMurdo y Palmer, sino que, además, en mayo de 2020 presentó una nueva estrategia nacional para establecer “una presencia persistente de Estados Unidos en la región antártica”.
Autoproclamado principal custodio del Tratado de 1959, el gobierno de Estados Unidos autorizó la realización de inspecciones no anunciadas de las estaciones en la Antártida, incluida la nueva base de investigación de China que se estaba construyendo en el mar de Ross.
El objetivo era encontrar evidencia de actividades apartadas de lo estrictamente científico, tal como se había establecido entre los gobiernos firmantes del Tratado, como precondición para convertir a la Antártida en una región de paz. No sólo no se encontró nada sospechoso, sino que Washington cosechó un amplio repudio frente a una medida policial que, sin embargo, repetiría más adelante.
El siguiente paso de Trump puso en cuestión el ordenamiento pacífico de la Antártida. En junio de 2020 la Casa Blanca anunció su intensión de desarrollar una nueva flota de rompehielos con el objetivo de “asegurar una persistente presencia” y de “proteger los intereses” del país en el Ártico y en la Antártida ante el desenvolvimiento, caracterizado como amenazante, de Rusia y de China.
De acuerdo con la Estrategia de Seguridad Nacional, la flota debía ir acompañada de “activos y recursos” a fin de lograr y mantener el dominio en el océano Austral como un primer paso, necesario y decisivo, para el fortalecimiento estadounidense en el continente blanco, más aún, frente a la eventual reformulación o, directamente, la anulación del Tratado Antártico en 2048.
El principal problema para Estados Unidos es que hasta la fecha sólo cuenta con un rompehielos pesado, el envejecido Polar Star, puesto en servicio en 1976 y mayormente dedicado a la navegación en el Ártico.
Ante esta debilidad, la Guardia Costera estimó la necesidad de contar con entre ocho y nueve naves similares para satisfacer las necesidades operativas en ambos polos: sin embargo, la respuesta tardará en concretarse, ya que el próximo rompehielos recién estaría concluido en 2029. Es decir, al final de este nuevo mandato presidencial.
Con todo, gran parte de este problema podría resolverse con el llamado Pacto ICE (“Icebreaker Collaboration Effort-ICE- Pact”), una alianza creada por la administración de Biden en julio de 2024 bajo el paraguas de la OTAN y el que, aprovechando los conocimientos y experticia de Canadá y Finlandia, se busca la acelerada construcción de una flota de cerca de 80 nuevos rompehielos con los Estados Unidos como principal beneficiario de esta iniciativa.
Claro está que la construcción de una nueva flota de naves especialmente adaptadas para cumplir con diversas operaciones militares en la Antártida solo contempla una parte del proyecto implementado desde el norte. También se requerirá de, al menos, un puerto cercano y adaptado para albergar a los rompehielos, antes y después de cada misión en el polo sur.
En el contexto de la creciente disputa geopolítica de Estados Unidos frente a Rusia y China, con el Reino Unido con sus propias ambiciones desde el territorio usurpado a Argentina en Malvinas y el Atlántico Sur, y en medio del total alineamiento del gobierno de Javier Milei con el de Donald Trump, no sorprendería que el futuro puerto reformado y ampliado de Ushuaia, en Tierra del Fuego, termine siendo destinado para un objetivo como ese.
Por Daniel Kersfeld / P12